Flush

Virginia Woolf
Iratxe López de Munáin

Fragmento

cap-1

Capítulo 1

THREE MILE
CROSS

 

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Universalmente se reconoce a la familia de la que descendía nuestro biografiado como una de las de más rancia estirpe. Por tanto, no es extraño que el origen de este apellido se pierda en la oscuridad de los tiempos. Hace muchos millones de años, el país que hoy se llama España bullía con los fermentos de la Creación. Pasaron siglos; apareció la vegetación; donde hay vegetación, ha decretado la Naturaleza que haya también conejos; y dondequiera que hay conejos quiere la Providencia que haya perros. Todo esto es irrefutable. Pero las dudas y las dificultades empiezan en cuanto nos preguntamos por qué se llamó spaniel al perro que cazaba al conejo. Algunos historiadores afirman que cuando los soldados cartagineses desembarcaron en España, gritaron a una: «¡Span! ¡Span!», porque veían salir a los conejos de la maleza como flechas. Todo el país rebosaba de conejos. Y span en cartaginés significa «conejo». Por eso llamaron al país Hispania, o «tierra de conejos»; y a los perros, a los que se descubrió casi al mismo tiempo persiguiendo a los conejos, se les llamó spaniels o perros conejeros.

Muchos se contentarían con esta explicación, pero la verdad nos obliga a añadir que existe una escuela científica que opina de manera diferente. Según los eruditos, la palabra Hispania nada tiene que ver con la voz cartaginesa span. Hispania deriva del término vasco españa, que significa «límite» o «frontera». Siendo así, hemos de desterrar de nuestra imaginación los conejos, la maleza, los perros, los soldados… y todo ese cuadro romántico tan agradable, y, sencillamente, debemos suponer que al spaniel se le llama así porque España se llama Spain en inglés. En cuanto a la tercera escuela arqueológica, cuya teoría es que los españoles llamaron a sus perros favoritos con un nombre derivado del vocablo españa por el otro sentido etimológico que puede tener —«peñascoso», «tortuoso»— y justo por poseer los spaniels unas características diametralmente opuestas…; todo eso es una conjetura demasiado fantasiosa para ser tomada en serio.

Pasando por alto estas teorías, y muchas más que no merecen que nos detengamos a examinarlas, llegamos al País de Gales a mediados del siglo X. Ya está allí el spaniel, llevado, según afirman algunos, por el clan español de Ebhor o Ivor muchos siglos antes; y, desde luego, a mediados del siglo X ya se le consideraba un perro de gran fama y valor. «El spaniel del rey vale una libra», hace constar Howel Dda en el Libro de las leyes. Y si pensamos lo que podía comprarse con una libra en el año 948 —cuántas esposas, cuántos caballos, esclavos, bueyes, pavos y gansos...—, no nos cabrá duda de que el spaniel había adquirido una sólida reputación. De hecho, ocupaba un puesto junto al rey. Su familia gozó de grandes honores antes que muchas dinastías famosas. Así, ya estaba acostumbrada a los palacios cuando los Plantagenet, los Tudor y los Estuardo araban la tierra de otros. Mucho antes de que los Howard, los Cavendish y los Russell se hubieran elevado por encima de la masa de los Smith, los Jones y los Tomkin, los Spaniel ya eran una distinguida familia de alto rango. Y, a medida que transcurrían los siglos, algunas ramas menores fueron separándose del tronco familiar. Gradualmente, conforme seguía su curso la historia de Inglaterra, surgieron por lo menos siete nuevas familias famosas derivadas de la primitiva Spaniel: los Clumber, los Sussex, los Norfolk, los Black Field, los Cocker, los Irish Water y los English Water. Aunque todas estas ramas proceden del tronco original de los días prehistóricos muestran sin embargo características diferentes, y de ahí que aspiren a privilegios también distintos. Sir Philip Sidney atestigua que en la época de la reina Isabel existía una aristocracia entre los canes: «Los galgos, los spaniels y los sabuesos vienen a ser, entre los perros: los primeros, como lores; los segundos, caballeros, y los últimos, como terratenientes». Esto escribió sir Philip en La Arcadia.

Pero si hemos de aceptar que los spaniels siguieran el ejemplo humano y considerasen a los galgos sus superiores y a los sabuesos inferiores a ellos, debemos reconocer que su aristocracia se basaba en razones más sólidas que la nuestra. A esta conclusión llegará todo el que estudie las leyes del Spaniel Club. En efecto, esta institución soberana ha dejado firmemente establecido cuáles son los defectos y cuáles las virtudes de un spaniel. Los ojos claros, por ejemplo, no son recomendables, y peor aún es que tenga las orejas abarquilladas. Asimismo, es fatal haber nacido con nariz clara o con un tupé. Con idéntica concreción se definen los méritos. La cabeza ha de ser suave, elevándose a partir del hocico sin una inclinación demasiado acentuada; el cráneo debe ser relativamente redondo, y bien desarrollado, con mucho espacio para el poder cerebral; y la expresión general tendrá que ser inteligente y afable. El spaniel que ofrece estas cualidades será estimulado y se le criará de manera adecuada; en cambio, el que persista en perpetuar los tupés y la nariz clara perderá los privilegios y emolumentos de su clase. Así lo han dispuesto los legisladores, previniendo las penas y los privilegios que se aplicarán para asegurar la obediencia a la ley.

En cambio, si volvemos ahora los ojos a la sociedad humana, ¡qué caos y qué confusión encontramos! No existe ningún club por el estilo que tenga esa jurisdicción sobre la cría del hombre. El Heralds’ College[1] es lo más aproximado que tenemos al Spaniel Club. Por lo menos pone algo de su parte por preservar la pureza del linaje humano. Pero cuando preguntamos en qué consiste la nobleza de origen —si en que tengamos ojos claros o en que los tengamos oscuros, o en la forma de nuestras orejas, o si son fatales los tupés—nuestros jueces se limitan a remitirnos a nuestro escudo de armas. Y a lo mejor no tiene usted ninguno. Entonces no es usted nadie. Pero si demuestra poseer dieciséis cuarteles, si prueba su derecho a una corona nobiliaria, entonces le dirán no solo que ha nacido usted, sino que ha nacido de noble cuna. De ahí que cualquier confitero de Mayfair ostente su león yacente o su sirena rampante. Hasta nuestros lenceros cuelgan a la entrada de sus tiendas las armas reales, como si esto garantizase que sus sábanas son excelentes para dormir en ellas. Por todas partes se pretende tener alcurnia y se exaltan las virtudes de esta. Sin embargo, hemos de concederles más competencia en estos asuntos a los jueces del Spaniel Club y, dejando a un lado tales elevadas disquisiciones, pasemos a ocuparnos de los primeros años de Flush en la familia de los Mitford.

A finales del siglo XVIII vivía cerca de Reading una familia de la famosa casta spaniel en casa de cierto doctor Midford o Mitford. Conforme a los cánones del Heralds’ College, ese caballero escribía su apellido con t, alegando descender de la familia —originaria de Northumberland— de los Mitford de Bertram Castle. Se había casado con una señorita Russell que tenía un remoto, aunque indudable, parentesco con la casa ducal de Bedford. Pero los antepasados del doctor Mitford habían descuidado tanto en sus enlaces las normas para el perfeccionamien

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