Muerte a crédito

Louis-Ferdinand Céline

Fragmento

Prólogo

PRÓLOGO

LAS COSAS EXACTAS DE LA EXISTENCIA

Después de varios intentos fallidos y desastrosos por situarse como dependiente en algún ramo del comercio, Ferdinand, el narrador y protagonista de esta novela, es enviado por sus padres, con gran sacrificio económico por su parte, a un internado en Inglaterra para que llegue a conocer el idioma que confiere prestigio y abre puertas en el mundo mercantil. Durante su estancia en el Meanwell College que regenta el matrimonio Merrywin, Ferdinand se niega a pronunciar una sola palabra en inglés manteniendo una actitud semejante por su tozudez y perseverancia a la del famoso personaje prekafkiano que Herman Melville retrató en Bartleby, el escribiente. También nuestro héroe «preferiría no hacerlo», si bien en este caso se nos dan a conocer sus razones para afianzarse en el silencio:

Yo no me dejaba engatusar... No era apto para la cháchara... ¡Me bastaba recurrir a los recuerdos!... ¡el chamulleo de mi casa!... ¡los líos de mi madre!... ¡Todas las pullas que te pueden soltar con palabras! ¡Joder! A mí, ¡no más! ¡Estaba hasta la coronilla!... ¡Había oído confidencias y cuentos para siempre!... ¡Venga, hombre! Tenía para parar un tren... Se me revolvía el estómago, sólo de intentarlo... No me iban a coger otra vez... ¡Era «la clase»! Tenía buena razón para callarme, una ocasión única de verdad, la iba a aprovechar al máximo... ¡Sin sentimiento! ¡Ni jugarretas! Me daban ganas de vomitar, con su palique... Más aún tal vez que los macarrones... Y eso que me repetían, sólo de pensar en casa...

Ni siquiera la fuerte atracción que siente por la señora Merrywin le lleva a romper su decisión: «Ya se podía cortar en rajas el coño, o en tiras, para gustarme, envolverse el cuello con ellas, como serpentinas frágiles, ya podía cortarse tres dedos de la mano para metérmelos en el bul ¡comprarse un chichi de oro puro! ¡yo no hablaría! ¡nunca jamás!...». El largo episodio de su estancia en el College –que parece contener ecos degradados y sarcásticos de la novela de costumbres inglesa del XIX– podríamos situarlo no sólo como eje temporal y vital de la novela sino como piedra clave o Rosetta donde se encerraría el sentido tanto de esta narración como de toda la narrativa de Louis-Ferdinand Céline. Soy consciente de lo aventurado u osado de este juicio, que no quiere ser otra cosa que una especulación retórica o metodológica planteada con la mera vocación de instrumento útil para abordar la adecuada construcción del espacio conveniente para un prólogo, pero, aun con el inevitable temor de estar haciendo el ridículo, creo que cabe interpretar a partir de este episodio el tenso contenido de ese silencio anterior al decir y entender, por tanto el fondo de violencia que precede y fecunda el narrar al constatarse que lo que ha llevado al narrador protagonista, primero al silencio y después a ese narrar que devendrá imparable, reside en la afirmación de no soportar la cháchara, es decir, el hablar sin decir, el hablar sin verdad: «Si me hubiera puesto a hablar, ¡les habría contado, claro está, cómo son los “bussines” de verdad!... las cosas exactas de la existencia, los aprendizajes... ¡Los habría espabilado rápido, yo, a esos pobres tíos! No sabían nada, esos chavalines... No sospechaban... No entendían que el fútbol no basta... ni mirarse la picha...». Desde ese silencio el narrador narra, y desde esas intenciones –contar las cosas exactas de la existencia– nos habla, le leemos y le escuchamos.

Leer a Céline presupone enfrentarse a una reducida pero intensa e insistente constelación de sombras fantasmales que, situadas entre el lector y el texto, pueden distorsionar la lectura: su fama de autor escandalosamente escatológico, inmoral, sexualmente procaz, radicalmente incorrecto, ideológicamente abyecto, declarado antisemita, presunto simpatizante y colaborador del nazismo antes, mientras y después de la ocupación de Francia por los ejércitos de la Alemania hitleriana. Esta mala fama que le precede va acompañada significativamente de un reconocimiento unánime del mérito literario de sus obras que, en la celebrada calidad de Viaje al fin de la noche, se ejemplificaría de modo sobresaliente, pues no en vano es común citarla como una de las más grandes novelas del siglo XX, comparable, sino superior, a títulos como El hombre sin atributos de Robert Musil, La montaña mágica de Thomas Mann, Ulises de James Joyce, Las olas de Virginia Wolf, Los monederos falsos de André Gide, El Don apacible de Shólojov, En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, Mientras agonizo de William Faulkner, Manhattan Transfer de John Dos Passos, La metamorfosis de Kafka o La muerte de Virgilio de Hermann Broch, entre otros. Con este cliché contradictorio deben enfrentarse todavía hoy, en parte, sus lectores. No hay lectura inocente y no hay lectura que no se realice desde los prejuicios que el lector acarrea de modo propio o desde las consideraciones previas que el entorno cultural le venga otorgando al autor y su obra. Con ellos y ellas, la lectora o el lector comparten su lectura, y aun cuando su compañía sea inevitable, parece conveniente ser consciente de esas sombras que si no se vigilan con atención podrían alterar el juicio o, más dañinamente, la comprensión de lo que se está leyendo.

Pero cada lector lee con su tiempo y desde su tiempo, y en ese sentido cabe aventurar que, si durante muchos años la lectura y la valoración literaria de la narrativa de Céline estuvo atravesada por el recelo o el rechazo hacia su trayectoria biográfica, el paso del tiempo, el cierre de las heridas que la Segunda Guerra Mundial produjo, «los olvidos» que la nueva Europa sin duda propicia o requiere y el proceso de creciente despolitización de las pautas culturales que la falta de tensiones ideológicas fuertes en nuestras sociedades provoca, parece haber limado aquellas asperezas y «normalizado» a un Céline que se quiere contemplar (y disfrutar) desde un espacio literario en el que «las otras cuestiones» parecen poco o nada convenientes. También los tiempos actuales han contribuido a que muchos de los aspectos «escandalosos» con que en su momento se caracterizaron su novelas y escritos y fueron motivo de sorpresa, provocación, o denuncia –el peso en sus narraciones de una escatología corporal sin trabas ni pudores, la presencia sin recato de una sexualidad exaltada transcrita por más con un vocabulario altamente expresivo, directo y sin circunloquios, el gusto y regusto tremendista por lo mórbido, la ruptura de tabúes conservadores o el uso de una lengua soez–, nos parezcan hoy parte normal de nuestro paisaje narrativo y estético, en el que poco lugar queda ya para el escándalo o la provocación. Podríamos aseverar por tanto que «las condiciones de recepción» de la literatura de Céline son objetivamente más favorables para poder llevar a cabo una lectura sin las intromisiones o perturbaciones de carácter ético o moral presentes en los momentos

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