Insolación

Emilia Pardo Bazán

Fragmento

Introducción

INTRODUCCIÓN

Pocos críticos contemporáneos supieron prescindir de adherencias extraliterarias al valorar Insolación, considerada en su día una especie de osado divertimento; en cambio, el paso del tiempo ha colocado esta obra menor entre las más destacadas de su autora. Varios son los motivos, y quizá sean extraliterarios, precisamente, los dos principales: el tema, que casi podemos calificar de feminista, y el enfoque, mucho más próximo a la sensibilidad actual que a la de entonces. Pero algún otro atractivo debe de haber para que se multipliquen sus reediciones y, sin duda, ese algo es la maestría de Emilia Pardo Bazán, que supo utilizar en proporciones justas los ingredientes narrativos de que disponía —incluso adelantándose en ciertos procedimientos— hasta conseguir un producto redondo: aparentemente ligero, pero con las suficientes capas de profundidad como para dar pie a más de una lectura. Una seductora levedad formal envuelve el cuidado equilibrio de su estructura, y una aguda capacidad de observación y de análisis hacen que atraiga hoy tanto como en su momento sorprendió y hasta escandalizó.

«Una novela tengo empezada. Me ocurrió la idea durante el viaje (ya sabe V. que en el tren se produce cierto eretismo del cerebro y acuden planes de obras) y hasta el título: Insolación. Estoy rabiando por escaparme al campo para hacerla: será cosa breve, y cuento con que en todo el mes de Julio la he de despachar.» El fragmento pertenece a una carta, fechada en La Coruña el 16 de junio de 1887, que a su vuelta de Madrid Emilia Pardo Bazán dirigió a Benito Pérez Galdós. Lo del eretismo cerebral de origen ferroviario —en fisiología se llama eretismo a una exaltación de las propiedades vitales de un órgano— era un hecho en Emilia; el usar un vocablo tan específico, un resabio de narradora naturalista, y el campo en cuestión era la Granja de Meirás, donde solía pasar buena parte del verano en familia, descansando del trajín social y escribiendo. La fase de redacción debió de ser fluida, porque un año después ya había galeradas de la obra; así se lo comunicaba en julio de 1888 a José Lázaro Galdiano, a quien acababa de conocer en la Exposición Universal de Barcelona. Aún pasarían ocho meses hasta que el libro se publicara. En ese lapso de tiempo, amén de redactar otra novela, Morriña, para faire pendant —a Pardo Bazán le agradaba emparejar novelas en ciclos de dos—, la autora hizo abundantes matizaciones estilísticas del texto y laboriosas correcciones tipográficas, con las consiguientes idas y venidas de pruebas entre La Coruña o Madrid y Barcelona, donde se publicarían ambas obras (Imprenta de los Sucesores de N. Ramírez y Cía), a lo que se añadió la supervisión de ilustraciones que las acompañaban. Por fin, en marzo de 1889 vio la luz Insolación. Historia amorosa, con la dedicatoria «A José Lázaro Galdiano en prenda de amistad»; poco después apareció Morriña. Historia amorosa, dedicada esta vez «A Carmen Almaric y Osorio de Espinosa en prenda de antigua amistad». Posteriormente, la novelista las agruparía en un mismo tomo de sus Obras completas.

Insolación aparecía en un momento muy significativo para Emilia Pardo Bazán. Hacía pocos años que se había separado de facto —aunque privadamente— de su esposo, y desde entonces vivía en una situación bastante inusual para la época, pues la separación matrimonial no se consideraba una opción en la escala vital de la mujer. De esa forma había ganado libertad de acción —en particular, estancias anuales en París—, pero había vuelto a depender en lo económico de sus padres. En 1889 su voluntad de dedicarse profesionalmente a la literatura ya estaba consolidada gracias a una nómina de siete novelas de éxito progresivamente creciente, coronada por Los pazos de Ulloa (1886) y La madre Naturaleza (1887). Emilia era una personalidad conocida en el mundo de las letras españolas, y además había conseguido franca notoriedad por no ajustarse a los etéreos idealismos que eran de obligado cumplimiento para cualquier autora respetable; de hecho, muchos la veían como acérrima secuaz del denostado Zola, paladín del naturalismo francés, doblemente peligrosa por el naturalismo en sí y —¡horror!— por ser mujer. Pero ni las polémicas ni las críticas más envenenadas, que de todo hubo —sonadísimos fueron en 1882 sus artículos sobre la controvertida corriente literaria, que luego conformaron La cuestión palpitante—, habían conseguido disuadirla de su empeño. A estas alturas tenía muy claro que sólo mediante su trabajo podría independizarse del todo, y con el fin de conseguirlo iba dando pasos —trabajosos pasos— para ajustarse a los cánones que por entonces pautaban la labor de los escritores, algo que en buena medida exigía también colaborar en prensa. Emilia quería ser uno más en el panorama literario: se sabía con cualidades y deseaba llegar tan lejos como pudiera.

Otro aspecto importante en estos años era su evolución como narradora. El contacto directo con el ambiente literario francés —ella sostenía que viajar al extranjero era un deber casi higiénico para un escritor— la mantenía al corriente de las tendencias más novedosas, y no tardó en descubrir una especialmente interesante; así, recordaba: «... fue en marzo de 1885 cuando cayó en mis manos una novela rusa que me produjo una impresión muy honda: Crimen y castigo, de Dostoievsky...». Luego vendrían Turguéniev, Tolstói, Goncharov... El estudio de las novelas rusas la condujo en 1887 a pronunciar unas conferencias sobre el tema en el Ateneo de Madrid, y, paulatinamente, la impulsó a dar una orientación más psicologista a sus escritos —visible ya en Los pazos de Ulloa y en La madre Naturaleza—, al igual que hacían destacados autores franceses como Edmond de Goncourt, Paul Bourget o Joris-Karl Huysmans. Según ella, este naturalismo mitigado huía de crear novelas «documentarias» —así llamó a las obras naturalistas que seguían la regla estricta—, y pretendía recobrar «... la certeza de una armonía o reconciliación indispensable entre el espíritu y la materia, entre la poesía y la verdad, la línea y el color». Así, de un plumazo, conceptos zolescos como el determinismo pasaban de ser ley inexorable a posibilidad objetable, aunque no por ello agradaban a Pardo Bazán las exageraciones modernistas; prefería una novela más equilibrada, donde el estudio interno de los personajes se combinara con la observación de la sociedad. De este proceso da fe una carta que en octubre de 1890 escribió a José María de Pereda:

En mi interior, hace bastantes años, dos o tres lo menos, que no ajusto mi labor a canon alguno, sino cierro los ojos y dejo correr la pluma. No lo hago de propósito, sino porque de otra manera, con el ajuste de procedimientos que escribí La Tribuna, estoy convencida de que hoy no sabría trazar dos renglones.

No me defiendo en este terreno porque considere ignominioso el ajustarse a una escuela, sino porque comprendo que no me ajusto

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