Los documentos de Aspern

Henry James

Fragmento

Introducción

INTRODUCCIÓN

Cuando leemos a Henry James tenemos la impresión de estar leyendo una literatura que, como siempre ocurre con los clásicos, nunca termina de decir lo que tiene que decir. Y eso es precisamente lo que sucede con Los documentos de Aspern, una obra de una cualidad tan inagotable que es como si acabara de salir a la luz. Además de una trama que nos atrapa a cada paso, en esta aclamada nouvelle —el género favorito de Henry James— convergen todos los elementos que han llevado a su célebre autor a las cotas más altas de perfección artística: el juego de luces y sombras, el manejo de la ambigüedad y de lo no dicho, y la incorporación de ese punto de vista subjetivo y equívoco que fue una de las mayores aportaciones suyas a la narrativa moderna. Se publicó por entregas en la revista estadounidense The Atlantic Monthly entre marzo y mayo de 1888; y en ese mismo año apareció en formato de libro, junto con los relatos «Louisa Pallant» y «La advertencia moderna». El texto fue minuciosamente revisado en la edición de obras escogidas The Novels and Tales of Henry James, conocida también como la Edición de Nueva York, una obra monumental de 24 volúmenes que James preparó para la editorial Scribner’s entre 1907 y 1909. Los documentos de Aspern se reeditó en el volumen 12 de 1908, acompañado de El mentiroso (1888) y Otra vuelta de tuerca (1898), tres novelas cortas aparentemente dispares que, sin embargo, comparten cierta afinidad psicológica y moral: en los tres casos se trata de una narración contada por un protagonista impulsado por una idea fija, cuyo punto de vista forma parte esencial del entramado de la historia que relata.

Como sucede en muchas obras de Henry James, Los documentos de Aspern está basado en un hecho real. Se lo contó el poeta Eugene Lee-Hamilton, hermanastro de la escritora Vernon Lee, en Florencia en el invierno de 1887. Concierne a un librero bostoniano y apasionado de Shelley, un tal capitán Silsbee, que había descubierto que una antigua amante de Byron y cuñada de Shelley, Claire Clairmont, ahora ya muy anciana, subsistía oculta en un viejo palacio en Florencia y poseía unas cartas cruzadas entre Byron y Shelley de valor incalculable. Con la intención de hacerse con el preciado legado el hombre tramó infiltrarse como inquilino en la casa de Claire, con resultados interesantes. Una versión de la historia aseguraba que una sobrina que vivía con ella de más de cincuenta años se había prendado del librero y le había propuesto, tras la muerte de su tía, entregarle todos los documentos si él se casaba con ella. Al parecer, comentó divertido Lee-Hamilton, el americano aún estaba corriendo. Lee-Hamilton recordó este episodio tras conocer Henry James en su casa a la condesa Gamba, que era sobrina política de quien había sido la última amante de Lord Byron, Teresa Giuccioli. La familia Gama tenía en su poder un fajo de cartas del famoso vate a Teresa que se negaban a mostrar a nadie. Tan escandalosas eran al parecer esas misivas que la condesa Gama reaccionó con gran enfado cuando Lee-Hamilton le exhortó a publicarlas. La condesa sostenía que eran un descrédito para Byron, e incluso le confesó que había quemado parte del preciado epistolario.[1]

La anécdota impresionó a Henry James, quien la recogió en sus Cuadernos de notas en la entrada correspondiente al 12 de enero de 1887. «Sin duda hay aquí un temita: la pintura de las dos damas inglesas, mustias, raras, pobres y desacreditadas, sobreviviendo en medio de una generación extraña, en un mohoso rincón de una ciudad extranjera —con esas cartas ilustres como más preciada posesión—.»[2] Lo que en el cuaderno de notas aparece como un esbozo de tema se convierte, en manos del magistral novelista, en una trama oscura de intenciones ocultas y choque de voluntades. James funde las dos anécdotas que le cuenta Lee-Hamilton, traslada la acción de Florencia a Venecia, y hace del autor de las codiciadas cartas un poeta ficticio estadounidense ya fallecido llamado Jeffrey Aspern. Con estos nuevos ingredientes crea un soberbio relato de intriga, casi un cuento de espionaje, en el que el desesperado intento de un devoto de Aspern por echar mano a las cartas de su adorado bardo deriva en un ovillo narrativo de implicaciones insospechadas.

Desde el principio sabemos de las intenciones nada rectas del americano, pues es él quien narra los hechos en primera persona. Sabemos de sus artimañas, lisonjas y mentiras para introducirse, con una identidad falsa, como arrendatario en el decrépito palazzo en el que viven, sin recursos y en el más completo aislamiento, la antigua amante del vate, la viejísima Juliana Bordereau, y su sobrina Tina. Lo que va confiriendo emoción y matiz a la trama es el juego del gato y el ratón que entablan la suspicaz anciana y el buscador de revelaciones íntimas, un careo vigilante en el que no resulta del todo evidente quién es el cazador y quién la víctima. A la ambición implacable del crítico por encontrar las cartas se contrapone la codicia de Juliana, quien intenta sacarle todo el dinero que puede fijando una renta mensual de mil francos en oro, una cantidad desorbitada que él —rapiña contra rapiña— acepta con una sonrisa pues piensa llevarse los papeles por nada. Y como en Henry James no puede faltar un extraño triángulo, a la contienda muda entre estos dos adversarios se suma la entrada en el juego de la cándida sobrina. La insistencia solapada con que el crítico persigue su objetivo y la pertinaz defensa que la astuta Juliana opone al asedio de su inquilino están modelados con trazo magistral, así como la tensión dramática in crescendo, no exenta de turbios vuelcos, en la que nada acaba siendo lo que aparenta ser. Ambientado en verano, en una Venecia grandiosa pero también espectral, Los documentos de Aspern evoca un tema característico en Henry James: el de la búsqueda de una realidad esencial que nunca acaba de plasmarse. Ni Winterbourne en Daisy Miller (1879), ni Oliver Lyon en El mentiroso (1888), ni el innominado crítico literario en La figura en la alfombra (1896), ni John Marcher en La bestia en la jungla (1903) satisfarán sus anhelos por elucidar un secreto que se les escapa. La ofuscación o torpeza del personaje central, aquél por cuyos ojos vemos la trama, frustrará lo que la señora Prest, la confidente en Los documentos de Aspern, llama, en alusión a los papeles escondidos, «la respuesta al enigma».

Por supuesto, el elemento clave de esta novela es la figura del anónimo narrador, el cazador de documentos que expone cuanto acontece desde su punto de vista subjetivo y limitado. Sus subterfugios, deformaciones y errores interpretativos contaminan el relato de hechos, impidiendo a los lectores el acceso a un conocimiento más amplio y certero. Ya desde las primeras anotaciones que hizo Henry James se observa cómo el autor concibió al narrador como inseparable del tema: «El interés radicaría en cierto precio que la anciana —o la sobreviviente— pone a los papeles y que el hombre debe pagar. Sus vacilaciones, su lucha interior —pues realmente sería capaz de darlo casi todo—».[3]

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos