Retrato de una dama (Los mejores clásicos)

Henry James

Fragmento

cap-1

PREFACIO*

Comencé Retrato de una dama, al igual que Roderick Hudson, en Florencia, en el transcurso de los tres meses que pasé allí en la primavera de 1879. Como en el caso de Roderick y de El americano, mi primera intención era que apareciese en The Atlantic Monthly, donde empezó a publicarse en 1880. A diferencia de sus dos predecesoras, sin embargo, encontró también otra salida, con periodicidad mensual, en Macmillan’s Magazine, y resultó ser una de las últimas ocasiones en las que una novela mía se publicó por entregas simultáneamente en Inglaterra y Estados Unidos, puesto que hasta entonces las mudables relaciones literarias entre ambos países no habían alterado dicha costumbre. Es una novela larga, y me llevó largo tiempo escribirla. Recuerdo que estuve muy ocupado con ella de nuevo al año siguiente, durante una estancia de varias semanas en Venecia. Entonces me alojaba en Riva Schiavoni, en el piso superior de una casa próxima al pasaje que desemboca en San Zaccaria, y la vida de los canales, la maravillosa laguna que se extendía ante mí y el incesante parloteo de las gentes de Venecia llegaba a mis ventanas, por las que me parece haberme sentido constantemente atraído, presa de la infructuosa inquietud de la creación, como si en las aguas azules del canal fuese a ver aparecer de repente la nave de una idea acertada, de una frase mejor, del siguiente giro afortunado de la trama, de la siguiente pincelada auténtica de mi lienzo. Pero recuerdo con la nitidez suficiente que la respuesta más repetida que, por lo general, obtenían aquellos ruegos inquietos era la admonición un tanto lúgubre de que los lugares históricos y románticos, como los que abundan en tierras italianas, ofrecen al artista una dudosa ayuda para la concentración cuando no son ellos objeto de la misma. Su propia vida es demasiado rica y están ellos mismos demasiado repletos de significado para que uno pueda limitarse a ofrecerles cualquier frase manida. Hacen que uno olvide las cuestiones simples y se plantee, al igual que ellos, otras de mayor calado. Así que muy pronto, al tiempo que anhela su ayuda para resolver las dificultades, el escritor se siente como si estuviese pidiendo a un ejército de veteranos gloriosos que le ayuden a detener a un vendedor ambulante que le ha estafado con el cambio.

Hay páginas del libro que, al releerlas, me han hecho ver de nuevo la pronunciada curva de la ancha Riva, las grandes manchas de color de las casas balconadas y la repetida ondulación de los encorvados puentecillos, acentuada por la oleada de peatones, empequeñecidos por la distancia, que por ellos suben y bajan. Los pasos de Venecia y las voces de Venecia —pues allí toda palabra, no importa de dónde venga, tiene el mismo tono que una llamada desde el otro lado del agua— entran por la ventana una vez más y renuevan en mí aquella antigua sensación de tener repletos los sentidos y la mente dividida, frustrada. ¿Cómo es posible que unos lugares que avivan en general de tal forma la imaginación no le ofrezcan, en un momento determinado, la respuesta concreta que busca? Recuerdo haberme maravillado una y otra vez, en lugares hermosos, de este hecho. La pura verdad es, a mi entender, que lo que como respuesta a nuestro ruego dichos lugares expresan es en realidad demasiado… más de lo que, en un caso concreto, puede resultarnos útil; así que, después de todo, uno se descubre trabajando con menor coherencia con respecto al ambiente que lo rodea que en presencia de aquello moderado y neutro, sobre lo que siempre podemos arrojar parte de la luz de nuestra visión. Un lugar como Venecia está demasiado imbuido de orgullo para limosnas de ese tipo; Venecia no acepta préstamos, lo da todo con magnificencia. De ello obtenemos enormes beneficios, pero para hacerlo tenemos que estar o bien libres de cualquier obligación o bien a su entera disposición. De ese cariz, así de melancólicas, son mis reminiscencias; aunque, en general, es indudable que, a la larga, el libro y el «esfuerzo literario» se han visto mejorados gracias a ellas. Resulta curioso cuán fecundo resulta con frecuencia al final un momento de pérdida de atención. Depende de lo que la haya atraído, de en qué se haya dispersado. Hay fraudes insolentes y pretenciosos, y los hay astutos e insidiosos. Y hay siempre, me temo, hasta en el artista más artificioso, suficiente fe ciega, anhelos profundos suficientes para hacerlo vulnerable a dichos engaños.

Al tratar de recuperar aquí, para reconocerlo, el germen de mi idea, veo que no consistió en absoluto en el esbozo de un «argumento», palabra esta nefanda, ni tampoco en una ráfaga en la imaginación de una serie de relaciones, ni en ninguna de esas situaciones que, siguiendo una lógica propia, se ponen de inmediato, para el fabulador, en movimiento e inician una marcha o una carrera, un rumor de pasos rápidos; sino en la idea de un solo personaje, en el carácter y el aspecto de una joven de particular atractivo, al que había que añadirle todos esos elementos que por lo general conforman una «trama», obviamente un escenario. Debo decir una vez más que tan interesante como la joven, en sus mejores momentos, me resulta esta proyección de la memoria en todo el desarrollo, en la imaginación propia, de un pretexto así como motivo. Aquí reside lo fascinante del arte del fabulador, en esas sombras acechantes de expansión, en esas necesidades de germinación seminal, en ese empeño maravilloso de la idea concebida de crecer tanto como le sea posible, de brotar a la luz y el aire y florecer allí en profusión; y, en igual medida, en esas posibilidades de recobrar, desde un buen punto de observación en el terreno conquistado, la historia íntima del asunto, de rastrear sus pasos y etapas, y reconstruirlos. Siempre recuerdo con placer un comentario que oí hace años salir de los labios de Iván Turguéniev con respecto a su propia experiencia en lo concerniente al origen habitual de la escena de ficción. Para él casi siempre se iniciaba con la imagen de una o más personas, que se proyectaba ante él y reclamaba su atención como figura activa o pasiva, despertando su interés y atrayéndolo solo por cómo eran y por lo que eran dichas personas. En ese sentido, él las veía disponibles, las veía sujetas al destino, a las complicaciones de la existencia, y las veía con total nitidez, pero entonces tenía que encontrarles las relaciones adecuadas, aquellas que mejor sirviesen para darles relevancia; debía imaginar, inventar, seleccionar y ensamblar las situaciones más útiles y favorables según la personalidad de las criaturas en sí, las complicaciones que con más probabilidad podrían causar y sufrir.

«Alcanzar esas cosas es alcanzar mi “historia” —decía—, y así es cómo yo la busco. El resultado es que con frecuencia se me acusa de no tener “historia” suficiente. A mí me parece que tengo toda la necesaria para mostrar a mis personajes, para exponer las relaciones que tienen entre sí, ya que ese es mi único rasero. Si observo a mis personajes el tiempo necesario, los veo juntarse, veo cómo se sitúan, los veo realizar una u otra acción y enfrentarse a una u otra dificultad. El aspecto que tienen, la manera en que se mueven, hablan y se comportan, siempre en el escenario que yo he creado para ellos, es mi relato, del que me atrevo a decir que, por desgracia, cela manque souvent d’architecture. Pero creo que prefiero que haya poca estructura a que haya demasiada si hay pe

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