La renuncia (Los mejores clásicos)

Edith Wharton

Fragmento

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INTRODUCCIÓN

(Advertimos a los lectores que esta introducción

describe la trama con detalle.)

En 1925, el año en que se publicó La renuncia, Edith Wharton contaba sesenta y tres años y había escrito ya casi todas las obras que le dieron la fama. Dos años antes había hecho el que sería su último viaje a su tierra natal y, aunque siempre recibió un desfile constante de visitantes estadounidenses en las dos casas que poseía en Francia, empezaba a perder el contacto con los Estados Unidos de la época de la ley seca. La nostalgia que sentía la autora por el Manhattan de edificios rojizos de su infancia, en el que ahora veía virtudes que le habían resultado menos evidentes cuando era joven, había producido varias de sus mejores novelas, entre ellas La edad de la inocencia (1920) y Vieja Nueva York (1924). Ahora volvía a estar dispuesta a aventurarse en la escena estadounidense contemporánea; sería la última vez que lo hiciese con éxito.

La renuncia comienza en la Riviera Francesa, donde Edith Wharton residía en invierno. La autora nunca puso en práctica sus capacidades descriptivas con mayor maestría que al presentar a la pequeña, mezquina y socialmente proscrita comunidad de jugadores, alcohólicos y mujeres de pasado turbio en la que Kate Clephane, rechazada por la sociedad respetable de Nueva York por haber abandonado a su marido y a su hija pequeña, ha buscado un precario refugio. El regreso repentino de la heroína a Manhattan y a la prosperidad cuando, a la muerte de su implacable suegra, la reclama su hija, ahora una adulta adinerada, se expone con un soberbio efecto dramático. Y es que Kate, que prevé ciertas dificultades, se queda al principio embelesada, luego aliviada y por último desilusionada ante el ambiente indiferente de perdón, o más bien de olvido, en que parece haber desaparecido su vieja falta. Se pregunta si no quedan normas mientras contempla los modales informales y las escandalosas fiestas. Casi echa de menos el hierro que la marcó. Al fin y al cabo, en aquellos tiempos crueles a algunas personas les importaba algo.

En un relato anterior, «Autres temps…» (1916), ambientado antes de la guerra, Edith Wharton había tratado el mismo tema, aunque con diferencias. La señora Lidcote, que, como Kate Clephane, ha abandonado a su cónyuge y a su hija, regresa a Nueva York desde la Florencia de su exilio para prestar a su hija, ahora adulta, apoyo moral en lo que supone una repetición de su triste historia, pues Leila ha dejado a su marido para casarse con su amante. Pero la señora Lidcote descubre que Leila puede hacerlo con impunidad y que en realidad su posición social se ve reforzada por su relación con ese segundo cónyuge, más popular. La desconcertada madre se imagina por un breve instante que ahora su propio caso quedará incluido en la amnistía general, pero en eso se equivoca, y cuando una dama de su edad acude a cenar con Leila se encuentra con que a ella le sirven su cena arriba, en una bandeja. La señora Lidcote aprende así la sombría norma según la cual la sociedad no revisa sus juicios para quienes ya fueron condenados. Que Leila pueda hacer lo que no se le permitió a su madre no altera el historial de esta ni anula su sentencia.

Kate Clephane, por supuesto, se encuentra justo ante la situación contraria: su historial ha quedado limpio. Su proceso será de una clase muy distinta, y la condena moral no la impondrá la sociedad sino Kate, lo que supone un importante giro. Kate descubre que esa hija radiante y brillante a quien de inmediato adora e idolatra está perdidamente enamorada de un antiguo amante suyo, Chris Fenno, un héroe de guerra, un diletante a la deriva que, aunque no actúa movido solo por la codicia, encuentra muy conveniente la fortuna de Anne Clephane. No obstante, los defectos de Chris no significarían nada para Kate si no lo conociese y siguiera amándole. Tampoco tienen importancia para los amigos de Clephane, que ignoran la antigua relación y consideran que Chris es lo bastante bueno para Anne. Si la pareja debe romperse, Kate es la única que puede hacerlo.

El principal problema para el lector de hoy —y quizá también para el lector de 1925— es que Kate se toma demasiado a pecho las circunstancias. Su horror se aproxima al horror de Edipo cuando se entera de que se ha casado con su madre. Kate, como Hamlet en el ensayo de T. S. Eliot, «se deja dominar por una emoción que es inexpresable porque resulta excesiva para los hechos tal como son». La madre de Hamlet no es un equivalente adecuado al disgusto que ocasiona en su hijo, como tampoco es la perspectiva de una unión sexual entre Anne y Chris Fenno lo bastante repugnante como para causar semejante trauma en Kate.

Para empezar, Anne no está enterada de la aventura amorosa de su madre ni tiene por qué descubrirla jamás. Y Chris, que ignora que Anne es hija de Kate cuando Anne y él se conocen y se enamoran, muestra todas las emociones normales de sorpresa y consternación cuando averigua la verdad. Dadas las circunstancias —y teniendo en cuenta los años que han pasado—, ¿qué madre amorosa destruiría de forma deliberada la felicidad de su hija por semejantes escrúpulos? En la película El graduado, donde se presenta la misma situación en nuestros tiempos, los frenéticos esfuerzos de la madre por impedir la boda de su hija aparecen motivados por los celos. Sin embargo, Edith Wharton no considera que las motivaciones de Kate sean necesariamente malas. Los celos son parte integrante de una situación tan abominable en sí misma que debe acabar a toda costa:

Un fermento oscuro hervía en su mente, cada uno de sus pensamientos, cada una de sus sensaciones estaba obstruida por una espesa maraña de recuerdos… ¿Celosa? ¿Es que estaba celosa de su hija? ¿Tenía celos físicos? ¿Era ese el verdadero secreto de la repugnancia que sentía, de aquella repulsión instintiva? ¿Era esa la razón de que desde el principio hubiese tenido la sensación de que era como si entre ellas se interpusiese el horror del incesto?

No lo sabía, le resultaba imposible analizar aquella angustia. Lo único que sabía es que tenía que huir de ella, huir lo más lejos posible del escenario de aquellas últimas sensaciones imborrables. ¿Cómo se le había pasado tan siquiera por la cabeza que iba a poder conservar su lugar al lado de Anne, que iba a ser capaz de derrotar a Chris o de continuar viviendo con ellos bajo el mismo techo?

Kate acaba acudiendo a un clérigo y le cuenta su problema fingiendo que habla de una amiga. El reverendo se muestra franco cuando da su opinión sobre el matrimonio entre la hija y el amante en esas circunstancias: lo llama «abominación». Pero tras una breve reflexión desaconseja lo que califica de «sufrimiento estéril», es decir, el sufrimiento que causaría la revelación de antiguos hechos que ya no pueden cambiarse ni tienen por qué saberse nunca. Sin embargo, Kate sigue sin estar convencida y continúa esperando que, aunque ella no adopte la solución extrema que supondría contárselo todo a su hija, Chris no tenga al final el descaro —o el valor— de seguir adelante con la boda. Cuando él no da ninguna muestra de querer echarse atrás, a ella se le plantea directamente la duda: ¿hablará y destruirá así la vida de su hija?

Edith Wharton eludió la dificultad que empezaba a devorar la trama mediante una excelente estratagema. De pronto, Kate se enfrenta a la proposición de su hij

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