Cuentos completos (Los mejores clásicos)

Robert Louis Stevenson

Fragmento

cap

INTRODUCCIÓN

El 14 de octubre de 1877, el New York Times publicó «Un sitio donde pasar la noche», un relato breve sin otra firma que la de la revista inglesa que lo había impreso un mes antes. Sin duda, el editor tenía ojo para las buenas historias, pues los años siguientes tomó otros tres cuentos de distintas revistas inglesas. Así pues, el New York Times tuvo el honor de ser el primero en publicar a Stevenson en Estados Unidos. Unos años más tarde, al poco de morir el escritor, un crítico del Times rememoró aquella primera experiencia, aplaudiendo al periódico por su perspicacia y sagacidad. No hay duda de que eso pasó mucho tiempo atrás, cuando todavía se estilaban las retrospectivas y los encomios, y cuando todos los literatos compartían la convicción de que Robert Louis Stevenson, amado por los dioses, ya había ascendido a clásico de la lengua inglesa. Hoy en día, Stevenson es, con toda probabilidad, la figura más anómala de los estudios literarios y culturales. En efecto, la versatilidad y productividad del autor asombran a cualquiera que se encuentre ante los innumerables ensayos, libros de viajes, novelas, obras de teatro, poemas, críticas y cartas que constituyen uno de los corpus más extraordinarios de las letras inglesas del siglo XIX. La variedad y complejidad de su obra no son más que el reflejo del hombre; Stevenson era un intelectual, un bohemio y un romántico consumado. No sería razonable considerar que no traspasó a su obra su intensa personalidad. Walter de la Mare lo expresa mejor: «En realidad, podemos verlo en cada línea que escribió; el rostro alargado, aquellos ojos oscuros e inquietos, el pelo lacio, los dedos huesudos».

La inmensa mayoría de los contemporáneos de Stevenson reconocían que sus ansias de inmortalidad, pues no era fama lo que pretendía, habían hecho de su literatura, y en concreto de los relatos, un género que él mismo definió en la teoría y en la práctica. Desde George Saintsbury y Henry Seidel Canby en la entrada del siglo XX hasta V. S. Pritchett y Sean O’Faoláin más avanzado el mismo, Stevenson fue sinónimo de este nuevo género. En 1914, Frank Swinnerton lo aupó «entre los mejores escritores de relatos de Inglaterra». Cinco años después, el Times Literary Supplement (TLS) juzgó positivamente de nuevo el conjunto de su obra: «En el relato breve, su arte encontró una provincia lo bastante angosta como para poder dominarla por completo». En 1925, Edith Wharton lo incluyó en el triunvirato de la literatura inglesa moderna, junto a Henry James y Joseph Conrad. Y John Buchan, al final de la misma década, le dedicó estos elogios: «Stevenson fue uno de los mejores escritores de cuentos que han existido. Era uno de aquellos bardos que recita en prosa en vez de en verso, con la agilidad narrativa de un bardo combinada con estallidos de belleza lírica. Fue un gran escritor de relatos». La influencia de Stevenson en el relato breve fue absoluta. Se convirtió en parte de la conciencia de la sensibilidad modernista, y el alcance de sus cuentos puede rastrearse en dos maestros del género posteriores, Jorge Luis Borges y Graham Greene.

Este volumen va dirigido a una nueva generación de lectores, todavía abiertos a la experimentación y ávidos por las posibilidades que les depara este arte mágico. En «La Providencia y la guitarra», el brillante alegato de Stevenson sobre el arte y la vida, Léon Berthelini es un intérprete de segunda, muy vanidoso y de estilo anticuado. Con todo, es un artista genuino: entretiene e instruye a una joven pareja inmersa en un conflicto conyugal por culpa de la vida de artista, pero que resuelve mantenerse uno al lado del otro. La esposa de Léon advierte a la joven de que encontrar un buen hombre puede llegar a ser muy difícil, y le aconseja que vale la pena conservar al padre de su hijo, aunque no sea muy buen pintor. La pintura, al fin y al cabo, no lo es todo. Léon, con la guitarra, desarrolla el servicio más noble que se puede rendir al arte, la reivindicación de la vida. Y Stevenson, el artista principal del espectáculo, asintiendo en silencio hacia el lector, confirma la realidad y la importancia de esta empresa.

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Desde la Segunda Guerra Mundial, muy pocos acontecimientos en la literatura contemporánea pueden equipararse al extraordinario aumento del estatus del relato breve. Muchos de los escritores más aclamados de Inglaterra, Irlanda, Canadá y Estados Unidos son en esencia escritores de cuentos, reconocidos y aclamados por cultivar un género que históricamente ha sido considerado el hermano menor de la novela. Pero sería erróneo insinuar que el relato breve surgió de repente, de la nada, o que nadie antes le había prestado atención. Al contrario: goza de un largo y emocionante recorrido. Solo con retroceder a su origen, en el último cuarto del siglo XIX, nos daremos cuenta de que aquello que impulsó su nacimiento no es, en lo fundamental, diferente a lo que hoy en día le permite seguir siendo un género tan vivo. El relato breve va evolucionando a la par que la novela moderna. Tienen en común un único objetivo: reducir el tamaño del libro y concentrar el arte de la ficción. Es innegable que entre el público y los mismos escritores se ha instalado cierta fatiga. No es una coincidencia que los dos autores de ficción más exitosos de las dos últimas décadas del siglo XIX fueran Robert Louis Stevenson y Rudyard Kipling. Este último declaró el fin de las novelas de tres volúmenes, y el primero consideraba que terminar solo uno era una proeza. Es cierto que para los victorianos, por lo menos para los tardíos, las novelas en tres volúmenes representaban todo un logro, un emblema de la profundidad intelectual y la integridad moral. Llenar tres volúmenes enteros de historias intrincadas que reflejaran la variedad y multiplicidad de las vidas comunes suponía casi una vocación. Por más que resulte un tópico que la publicación por entregas de la época victoriana anticipara los culebrones contemporáneos y su caleidoscopio de personajes, las tramas intrincadas, el melodrama y el sentimentalismo, es igualmente cierto que los grandes autores victorianos eran escritores serios cuyos temas no se veían condicionados solo por el mercado, pues también derivaban de la necesidad de representar temas profundos, si no acuciantes.

¿En qué situación se encontraba la novela en el último cuarto del siglo XIX? Dickens y Thackeray habían muerto. George Eliot había completado sus grandes obras. Trollope estaba escribiendo sus últimas novelas. El único gran novelista que seguía en activo era George Meredith, y este, como todo el mundo sabe, era caviar para la mayoría, un autor que se había granjeado la admiración de otros escritores, pero cuya obra estaba destinada a fracasar entre el gran público. Este era el panorama cuando Robert Louis Stevenson inició su carrera. Si la hipótesis de Harold Bloom sobre la rebelión generacional es apropiada, entonces cualquier escritor serio de la misma edad que Stevenson podría haberse rebelado contra aquellos monumentos de poderoso y abrumador intelecto, monumentos seguros de sí mismos si no arrogantes, que se vendían a lectores de élite en tres gruesos volúmenes por treinta chelines. De todas formas, nadie que hubiera crecido en la década de los sesenta o setenta del siglo XIX podía evitar sentir un gran respeto por dichos monumentos literarios. Ciertamente, Stevenson lo sentía, quizá hasta le intimidaban, aunque también es c

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