El gran Meaulnes (Los mejores clásicos)

Alain Fournier

Fragmento

cap-1

INTRODUCCIÓN

Ante esta extraña maravilla que es El gran Meaulnes, puede ser lícito, y aun inevitable, presentarla en términos personales, como una experiencia emotiva que, a través del tiempo, se revela aún más romántica en el reencuentro. No ha sido azar, sino destino, mi manera de hallar y recobrar esta obra, revelando su esencia en una aparente anécdota. Leí El gran Meaulnes cuando tenía yo la misma edad de sus personajes, y me quedó confundida entre mi propia adolescencia, sin recordar bien si era un libro mágico por sí mismo o porque se había identificado con un momento de mi vida —más aún: mi primera noticia del libro había sido al encontrar en mi texto de francés, de Bachillerato, un trozo suyo, el de la pelea en la escuela jugando a caballos y jinetes, y, alucinadamente, no supe ya distinguir luego hasta qué punto eso lo había leído o lo había vivido en mi clase—. Aquella lectura juvenil no fue acompañada de ninguna información ni prólogo: me resultaba evidente que la historia era la del propio autor, el muchacho fascinado por su compañero grandullón y un poco misterioso, «el gran Meaulnes», y me habría parecido absurdo verla como producto de un autor, de un profesional literario con unas «obras completas» entre las cuales hubiera incluso otras novelas; pero ¿cabía leer como «novela» aquella rememoración, tan personal, aunque vuelta hacia otro? Casi cuarenta años después, y al terminar mi colaboración en la traducción de este libro, me he informado mejor sobre el autor y sobre la génesis de El gran Meaulnes y me he quedado maravillado al ver cómo se unían la literatura y la vida en él. Se puede contar todo, sin miedo a estropear el «suspense» que tira del lector, intrigado, hasta la última página, porque la experiencia personal de Alain Fournier quedó sorprendentemente transfigurada en su estructura argumental al convertirse en libro, dejando de aquella solo el sentimiento central, y volviendo del revés las peripecias. Veámoslo.

Alain Fournier —en realidad, Henri-Alban Fournier— nació en 1886 en La Chapelle d’Angillon (Cher), es decir, en la comarca donde ocurre la acción de su libro, y siendo, como su narrador, hijo de un instituteur, un maestro de enseñanza media. Un sueño de aventura le hizo prepararse para la Escuela Naval de Brest, pero el apego a su tierra acabó por sujetarle, y, en vez de navegar, estudió filosofía en Bourges. Luego se licenció para enseñar letras, en Sceaux, junto con el que sería famoso escritor Jacques Rivière (casado después, en 1909, con la hermana de Fournier, Isabelle, a quien está dedicado El gran Meaulnes). Los dos amigos se entregaron al descubrimiento de la literatura, entrando en relación con nuevos escritores de alto porvenir —Claudel, Péguy, Valéry—. Pero Alain Fournier, mientras publicaba diversos artículos, cuentos y poemas, iba creando lenta y ocultamente su gran relato, donde metamorfoseaba la aventura esencial de su corazón. En efecto, en 1905, había encontrado fugazmente una bella muchacha, con la que tuvo una breve conversación a orillas del Sena. La muchacha desapareció, y Alain Fournier se puso a buscarla ansiosamente, a través de los años, mientras incorporaba su imagen a las páginas de su relato como la señorita Yvonne de Galais. Ocho años después, por fin, encontró a la que solo podía llamar para sí «la Belle Jeune Fille»: estaba casada y tenía hijos. Pocos meses más tarde, se publicaba El gran Meaulnes: podríamos suponer, conociendo estos datos, que, transformada la emoción en literatura, Alain Fournier proseguiría luego su carrera literaria hasta redondear su obra. Pero no iba a ser así: unos meses después, estalla la que entonces se llamó «drôle de guerre», y luego «Gran Guerra», y hoy, fríamente, «Primera Guerra Mundial», y Alain Fournier fue uno de los primeros movilizados que cayeron —en septiembre de 1914: en vísperas de cumplir veintiocho años—. Yo, que no me había dado cuenta de tal dato hasta después de mi relectura, tuve que reconocer que aquí el destino real parecía obedecer secretamente a la literatura (los clásicos lo decían más bellamente: «el amado de los dioses muere joven»). Alain Fournier, que, con una vida larga, podía haberse convertido en un grisáceo homme de lettres, quedaba así transfigurado en figura poética sin realidad civil, reducido a personaje de su propio poema narrativo, desapareciendo de escena con proverbial oportunidad. Pero el lector, cuando avance por el libro y lo termine, encontrará, con asombro, que toda esta información que damos no le anticipa en absoluto la organización y el argumento de El gran Meaulnes —que, claro está, no resumimos aquí—: más bien, acaso pueda interferir, por las expectaciones suscitadas, con el desarrollo efectivo de la acción. La voz que narra en primera persona no tiene más papel que contemplar, ayudar y contar, pero tampoco cabe entender que el autor se haya identificado con el gran Meaulnes, porque el tema central del libro es precisamente la fascinación que ejerce otro muchacho sobre el narrador, y sobre los otros chicos —hasta el punto de que, con los hábitos de la crítica actual, difícilmente cabe eludir la sugerencia de una velada y platónica homosexualidad—. ¿Sería entonces el gran Meaulnes una transfiguración de Jacques Rivière, mezclado con «la Belle Jeune Fille»? Pregunta inútil y sin sentido: la gracia del libro, como sugeríamos ya, está en no haberse atenido a la anécdota personal —la muchacha buscada, que se queda en tema muy secundario—, sino en haber sabido transformarlo todo en un trenzado de «variaciones» —en el sentido musical de la palabra— sobre el motivo originario, introduciendo algún personaje tan desbocadamente romántico como el que se quiere suicidar por amor y se convierte en cómico de la legua —una figura digna de un relato del Romanticismo alemán—. Al final, la tragedia queda vibrando, abierta: un sueño de la adolescencia, un momento alucinado, un encuentro, la entrada en un caserón que parece hechizado, pueden trastornar toda una vida, dejando una herida de nostalgia que no se cerrará nunca, ni aun con el hallazgo del ser amado y buscado. Y, entonces, lo que queda allá es la imagen del pueblo en la niñez escolar, hecha dolorosa melancolía de lírica belleza: como en el verso machadiano, «borrada la historia / contaba la pena».

JOSÉ MARÍA VALVERDE

cap

A mi hermana Isabelle

cap-2

PRIMERA PARTE

cap-3

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