Cuentos imprescindibles (Los mejores clásicos)

Anton Chéjov

Fragmento

cap-1

INTRODUCCIÓN

POR QUÉ NOS GUSTA CHÉJOV

Hasta que emprendí el largo y feliz viaje de leer todos los relatos de Antón Chéjov con el propósito de seleccionar los veinte que aquí se incluyen, apenas le había leído. Para un escritor de relatos, resulta espantoso admitirlo, y más aún tratándose de un escritor, como es mi caso, cuyos relatos se han visto muy influidos por Chéjov a través de mi relación con otros autores que han recibido una influencia directa de él: Sherwood Anderson, Isaac Babel, Hemingway, Cheever, Welty, Carver.

Como ocurre con muchos lectores norteamericanos que descubrieron a Chéjov en la universidad, mi experiencia con sus relatos fue repentina y breve, y se produjo prematuramente. Cuando lo leí a la edad de veinte años, desconocía su prestigio e importancia, o por qué debía leerlo (una de esas lagunas de ignorancia que intenta subsanar la enseñanza de humanidades). Sin embargo, como era propio de mi nivel de atención en aquella época, no recuerdo que nadie me dijera nada al respecto, salvo que Chéjov era un gran escritor, y que era ruso.

Y los relatos de Chéjov —en especial los más destacados—, pese a su aparente sencillez, su engañosa accesibilidad y claridad, siguen pareciéndome relativamente impenetrables para los jóvenes corrientes. En realidad, Chéjov me parece un escritor para adultos, un escritor cuya obra llega a ser provechosa, y también espléndida, cuando consigue dirigir la atención hacia sentimientos maduros, hacia complicadas reacciones humanas y casi imperceptibles alternativas morales circunscritas en dilemas mayores, cualquier parte de las cuales, si las encontráramos en nuestra compleja y precipitada vida con los demás, probablemente pasaría inadvertida incluso a la observación más sutil. El deseo de Chéjov es complicar y poner en tela de juicio nuestra impresión sobre personajes que, erróneamente, uno se creería capaz de comprender a simple vista. Casi siempre nos aborda con una gran seriedad centrada en algo que se propone hacer irreducible y accesible, y mediante esta concentración quiere insistir en que nos tomemos la vida a pecho. Tal instrucción, lógicamente, no siempre es fácil de seguir cuando uno es joven.

Mi propia experiencia universitaria consistió en la lectura del gran clásico de las antologías, «La dama del perrito» (publicado en 1899 e incluido aquí), que básicamente me causó perplejidad, si bien la franqueza y autoridad esenciales del relato me indujeron a sentir un gran respeto por lo que solo puedo describir como una luz gris de hondas emociones que emanaba del austero contenido del relato.

«La dama del perrito» trata del fortuito encuentro amoroso entre dos personas unidas en matrimonio a otras dos personas. Uno de los amantes es un aburrido hombre de negocios moscovita de mediana edad, y la otra, una ociosa recién casada de poco más de veinte años, ambos en un período de asueto marital en la ciudad balneario de Yalta, a orillas del mar Negro. Los dos entablan un breve y tórrido idilio, que al menos para el personaje principal del relato, Dmitri Gúrov, el hombre de negocios moscovita, no parece muy distinto de otros idilios de su vida. Y después de un corto y trepidante tiempo juntos, sus vacaciones concluyen de manera previsible. La joven esposa, Anna Sergéyevna, parte de regreso a su casa y a su marido en Petersburgo, mientras que Gúrov, sin planes concretos respecto a Anna, vuelve con su esposa —una mujer fríamente intelectual— y reanuda sus tediosas relaciones profesionales de Moscú.

Pero los efectos de Anna (la mismísima dama del perro, un pomerano) y de su aventura con ella pronto empiezan a contaminar y perturbar la vida cotidiana de Gúrov y a despertarle un devorador deseo, de modo que termina por urdir una mentira, marcharse de casa y viajar a Petersburgo, donde se reúne (más o menos) con la anhelante Anna, a quien encuentra en el entreacto de una obra de teatro con el expresivo título de La geisha. En las semanas posteriores a esta apasionada reunión entre los amantes, Anna establece la rutina de visitar a Gúrov en Moscú, donde —observa el narrador omnisciente— «se querían como dos seres muy próximos, muy unidos, como marido y mujer, como amigos entrañables; les parecía que era el mismo destino quien les había hecho el uno para el otro, y les resultaba incomprensible por qué él estaba casado y estaba casada ella. Eran igual que dos aves de paso, una pareja, a la que habían capturado y obligado a vivir en jaulas separadas».

Su unión, aunque abrasadora, pronto les parece condenada a seguir siendo furtiva e intermitente. Y en su secreto nido de amor del bazar Slavianski, Anna llora amargamente a causa de esa ingrata situación, mientras Gúrov, de manera un tanto imperiosa, se esfuerza por consolarla. Al final del relato, el narrador, como poniendo cara de póquer, concluye que «y parecía que un poco más y encontrarían la solución, y empezaría entonces una vida nueva, maravillosa, y para ambos estaba claro que hasta el final faltaba mucho, mucho, y que lo más complicado y difícil no había hecho más que empezar».

Lo que yo no comprendía allá por 1964, a mis veinte años, era qué convertía en un gran relato —supuestamente uno de los más grandes jamás escritos— esta monótona sucesión de incidentes anticlimáticos. Yo sabía que trataba sobre la pasión, y que la pasión era un tema fundamental, y que, si bien Chéjov no lo describía, había sexo, y nada menos que sexo adúltero. Advertía asimismo que el efecto de la pasión era intencionadamente la pérdida, la soledad y la indeterminación, y que la institución del matrimonio quedaba mal parada. Esos eran sin duda aspectos importantes.

Pero me parecía que al final del relato, cuando Gúrov y Anna se dan cita en el hotel, lejos de las miradas de sus cónyuges, no ocurría apenas nada, o al menos yo no detectaba apenas nada. Hacen el amor (aunque entre bastidores); Anna llora; Gúrov dice nerviosamente: «Basta ya, querida mía —le decía—, has llorado y ya basta... A ver, hablemos. Algo se nos ocurrirá». Y ahí termina el relato, con Gúrov y Anna marchándose sin rumbo quién sabe dónde…, probablemente —pensé— a algún lugar que no nos resultaría muy fascinante si los acompañáramos. Cosa que no hacemos.

Allá por 1964 no me atreví a afirmar «Esto no me gusta», porque en realidad no podía decirse que no me gustara «La dama del perrito». Sencillamente no veía en el relato la razón para que a uno le gustara tanto. En clase, se estudió a fondo el párrafo inicial, que contiene la presentación —famosa por lo breve, compleja y sin embargo directa— de información significativa, temas y estrategias para prefigurar cómo se desarrollará posteriormente la historia. Por este motivo —la economía—, ese párrafo se consideró bueno. Se dijo asimismo que el final era admirable, porque no era muy dramático y no era concluyente. Pero, aparte de eso, si alguien aportó alguna razón más concreta sobre la excelencia del relato, yo no la recuerdo. En cambio, sí recuerdo claramente que pensé que el relato me superaba, y que Gúrov y Anna eran adultos (léase: enigmáticos, impenetrables) de un modo en que yo no lo era, y que sus acciones y palabras debían de revelar verdades sin precedentes sobre el amor y la pasión, solo que yo carecía de las aptitudes necesarias como lector o de la madurez necesaria com

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