Decamerón (Los mejores clásicos)

Giovanni Boccaccio

Fragmento

cap-2

1

Tradición medieval[1]

El Decamerón, una vez concluida su arquitectura y los cien cuentos que lo componen, circulaba desde no hacía muchos años por las grandes vías de los intercambios culturales y comerciales de Italia, cuando una carta de Francesco Buondelmonti (sobrino y agente de toda confianza del senescal mayor[2] Niccolò Acciaiuoli), enviada a Florencia, en el mes de julio de 1360, a nombre de Giovanni Acciaiuoli (primo de Niccolò y elegido por aquel tiempo arzobispo de Patras), ya rezuma toda el ansia con la que las primeras copias se leían, se cambiaban, y a veces ávidamente se robaban:

Señor reverendo, como veréis, Monte Bellandi escribe a su mujer para que os dé el libro de cuentos de micer Giovanni Boccaccio, libro que es mío, así que os ruego quantum possum que os lo hagáis dar; y si el arzobispo de Nápoles no ha partido, os ruego que se lo mandéis, es decir, a sus camareros, y que no lo dé ni a micer (Niccolò Acciaiuoli) ni a nadie, sino a mí. Y si el arzobispo ha partido haced que se lo den a Cenni Bardella: que lo mande a l’Aquila o a Surmona, o vos me lo mandáis por quien vos queráis para que llegue a mi poder; y tened cuidado de que no vaya a parar en manos de micer Neri porque entonces no lo recuperaré. Yo os lo doy porque de vos me fío más que de nadie, y me es muy querido: y tened cuidado con no prestarlo a nadie, porque muchos os resultarían descorteses...

El mismo entusiasmo, la misma trepidación, la misma alegría, de descubrimiento casi, aviva el prólogo que, en aquellos mismos años, un admirador anónimo antepuso a algunos extractos del Decamerón conservados en el códice Magliabechiano II II 8 de la Biblioteca Nacional de Florencia. Tras elogiar en general a los escritores de temas amorosos, el anónimo prosigue así:

... entre los otros, de los que en este momento yo me acuerdo, el que merece, sí, alabanzas y fama perfectas, es el valeroso micer Giovanni di Boccaccio, a quien Dios conceda larga y próspera vida, tal como a él mismo place. Este hombre, de poco tiempo a esta parte, ha compuesto muchos y muy entretenidos libros, sea en prosa que en verso, en honor de esas graciosas mujeres cuya magnanimidad en las cosas deleitables y virtuosas se complace en practicar, y oyéndole leer o leyendo esos libros y hermosas historias se recaba sumo placer y deleite, con lo que a él aumenta su fama y a vos el deleite. Y entre todos los libros compuso uno muy hermoso y divertido, intitulado Decamerón: el cual trata, como vos debéis saber si lo habéis oído leer, de una alegre compañía de siete doncellas y de tres jóvenes...

Quien esto escribía pertenecía —por lo que se puede deducir de sus características gráficas— al ambiente mercantil florentino; con toda probabilidad al que gravitaba en torno a la compañía de los Bardi. O sea, formaba parte —como los Buondelmonti y los Acciaiuoli— de aquella alta sociedad burguesa que había puesto los fundamentos de las grandes fortunas del Comune florentino entre el siglo XIII y el XIV; que, en cierto sentido, había convertido a Florencia en el centro financiero más vivaz de la Europa civilizada de entonces, el centro que movía ágilmente los millones con el nuevo y genial instrumento de la letra de cambio.

Y difundía, también prontamente, a través de sus mil canales, aquellas obras que más se adherían al gusto de sus habitantes. Si los Buondelmonti, los Acciaiuoli, los Bardi, los Cavalcanti (ep. XXI de Boccaccio) aparecen, directa y tempranamente, como actores apasionados en la escena de la difusión del Decamerón, su propia tradición manuscrita refleja todavía, de modo bastante claro, el entusiasmo y la laboriosidad de aquellos ambientes burgueses y mercantiles a favor de la fortuna europea del Decamerón, sin comparación con ninguna otra obra. Entre los manuscritos de los últimos cincuenta años, entre el Trescientos y el Cuatrocientos —hasta donde mis investigaciones pueden alcanzar—, más de dos tercios contienen indicios concretos y seguros de pertenencia a aquellas familias; mientras, por el contrario, faltan totalmente ejemplares que revelen que hayan formado parte de bibliotecas ilustres o que hayan salido de los más acreditados talleres de amanuenses. Como indican las descripciones de los códices, el Decamerón estaba en aquellos años en manos de conspicuas familias de mercantes, sea de Florencia, como los Capponi (Paris. It. 482), los Raffacani y los chamarileros Del Nero (Barberiniano lat. 4058), los Bonaccorsi (Ambrosiano C 225), los Verazzano (Laurenziano XC sup. 106II), los Fei (Laurenziano XLII 4) y los Vitali, todos ellos agentes de los Bardi (Paris. It. 62), los Del Bene, los Rosati, los Deti, los Bigati (códices que ahora no se pueden hallar); sea de otras ciudades de Italia, como los sieneses Allegretti (cod. Ginori), los Franceschi en Arezzo (Laurenziano XC sup. 106I), los venecianos Cabrielli (Londinés 10297), los Cavalcanti en Nápoles (códice que tampoco ahora se puede encontrar). Es más, el Decamerón participaba de aquella compleja trama de vicisitudes financieras que constituía la aventurera vida de aquella sociedad: ya que podemos sorprender repetidamente, en los márgenes de esos códices, no solo rastros de cuentas, de alquileres, de préstamos, sino también algunas veces la documentación que prueba que aquellos mismos manuscritos fueron objeto de transacciones comerciales, de empeños, de disputas hereditario-financieras (por ejemplo, Laurenziano XC sup. 106I, Barberiniano lat. 4058); o ya que tampoco es difícil detectar a veces en el texto mismo, modificaciones, glosas, añadidos, integraciones que revelan intereses o tendencias mercantiles.

Este mismo ambiente característico evoca los nombres de los amanuenses de excepción, personas de diversas condiciones y profesiones que se han metido a escribanos, se han adaptado al paciente y largo trabajo para satisfacer un deseo personal, para tener siempre consigo aquel texto de moda, apasionante y apreciadísimo: Giovanni d’Agnolo Capponi, prior para las artes mayores[3] en 1378 (Paris. It. 482), Piero Daniello de Piero Fei, y Lodovico de Jacopo Tommasini, mercaderes, como revela también la composición de los códices (Laurenziano XLII 4 y cod. Nacional Florencia II II 20), micer Taiuto de Balduccio di Pratovecchio, notario (Laurenziano XC sup. 106II), Francesco de Nanni de Piero Buoninsegni, que copiando el Decamerón a lo mejor intentaba engañar la soledad de su trabajo en Montalcino (Laurenziano XLII 6), Lodovico de Silvestro Ceffini, comerciante y operario de la Catedral (Parig. It. 63), Filippo de Andrea de Bibbiena —probablemente un agricultor acomodado—que copiaba la obra «para sí y para sus parientes y amigos» (Chigiano M VII 46), el sienés Ghinozzo de Tommaso Allegretti que buscaba en el Decamerón confortación para su confinamiento boloñés («escrito por mí... en el confín y aún peor» cod. Ginori); y lejos de Florencia, y una vez más en tierras venecianas, Domenico Caronelli, prestigioso ciudadano de Conegliano (Vaticano Rossiano 947). Y la enumeración podría continuar con varios códices más que, aunque no lleven ninguna nota que indique y especifique el origen, revelan a través de la grafía o a través de notas ocasionales, su procedencia de aquellos mismos ambientes (por ejemplo, el Laurenziano XLII 2, el Magliabechiano II, II, 8, el Pala

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