Notre-Dame de París (edición ilustrada)

Victor Hugo

Fragmento

Hace unos anos

Hace unos años, visitando o, para hablar con propiedad, escudriñando Notre-Dame, el autor de este libro encontró, en un oscuro rincón de una de sus torres, esta palabra grabada a mano en la pared:

'A N Á Γ Κ H*

Estaban aquellas mayúsculas griegas ennegrecidas por la vetustez y profundamente entalladas en la piedra, lo cual, unido a la presencia de ciertas marcas propias de la caligrafía gótica impresas en su forma y en su posición —como para revelar que era una mano de la Edad Media la que las había escrito— y, sobre todo, al sentido lúgubre y fatal que encerraban, impresionaron vivamente al autor.

Se preguntó a sí mismo e incluso trató de adivinar quién sería el alma en pena que no había querido abandonar este mundo sin dejar ese estigma de crimen o de desgracia en la frente de la vieja iglesia.

Más adelante enlucieron o rascaron (no sé muy bien cuál de las dos cosas) la pared, y la inscripción desapareció. Pues ese es el trato que se dispensa desde hace casi doscientos años a las maravillosas iglesias medievales. Las mutilaciones les vienen de todas partes, tanto de dentro como de fuera. El párroco las enluce, el arquitecto manda rascarlas, hasta que finalmente interviene el pueblo, que las derriba.

Así pues, salvo el frágil recuerdo que le dedica aquí el autor de este libro, actualmente ya no queda nada de la misteriosa palabra grabada en la oscura torre de Notre-Dame, nada del destino desconocido que tan melancólicamente resumía. El hombre que escribió aquella palabra en aquella pared desapareció hace varios siglos de entre los vivos, la palabra desapareció a su vez de la pared de la iglesia, la propia iglesia tal vez desaparezca muy pronto de la tierra.

Aquella palabra ha dado pie a este libro.

Febrero de 1831

Nota anadida a la edicion definitiva 1832

NOTA AÑADIDA A LA EDICIÓN DEFINITIVA (1832)

Erróneamente se ha anunciado que esta edición iba a aparecer con varios capítulos nuevos. Habría que haber dicho inéditos, porque, si por nuevos entendemos recién hechos, los capítulos añadidos en esta edición no son nuevos. Fueron escritos al mismo tiempo que el resto de la obra, datan de la misma época y proceden del mismo pensamiento, siempre han formado parte del manuscrito de Notre-Dame de París. Más aún, el autor no comprendería que a una obra de este tipo se añadieran con posterioridad acontecimientos nuevos. No es algo que pueda hacerse a voluntad. Según él, una novela nace, de una forma en cierto modo necesaria, con todos sus capítulos; un drama nace con todas sus escenas. No crea usted que el número de partes de que se compone ese todo, ese misterioso microcosmos llamado drama o novela, es arbitrario. El injerto o la soldadura agarran mal en obras de esta naturaleza, que deben surgir de un tirón y permanecer tal cual. Una vez terminada, no cambie de parecer, no siga retocándola. Una vez que el libro está publicado, una vez que el sexo de la obra, viril o no, ha sido reconocido y proclamado, una vez que la criatura ha proferido el primer grito, ha nacido, ya está, es así, ni el padre ni la madre pueden hacer ya nada, pertenece al aire y al sol, déjela vivir o morir como es. ¿Su libro ha resultado fallido? Resignación. No añada capítulos a un libro fallido. ¿Está incompleto? Debería haberlo completado al concebirlo. ¿Su tronco es nudoso? No lo enderezará. ¿Su novela está tísica? ¿Su novela no es viable? No le insuflará el aliento que le falta. ¿Su drama ha nacido cojo? Hágame caso, no le ponga una pata de palo.

El autor concede, pues, un valor particular a que el público sepa que los capítulos añadidos no han sido escritos expresamente para esta reimpresión. Si no se publicaron en las precedentes ediciones del libro, fue por una razón muy sencilla. En la época en que Notre-Dame de París se imprimió por primera vez, la carpeta que contenía esos tres capítulos se extravió. Había que reescribirlos o prescindir de ellos. El autor consideró que, de esos capítulos, los únicos que tenían cierta importancia en razón de su extensión eran dos, de arte e historia, que no afectaban en nada al fondo del drama y de la novela, que el público no advertiría su desaparición y que él, el autor, sería el único que estaría en el secreto de esa laguna. Tomó la decisión de pasarla por alto. Además, puestos a decirlo todo, su pereza se impuso ante la perspectiva de reescribir tres capítulos perdidos. Le habría parecido menos costoso escribir otra novela.

Ahora, los capítulos han aparecido y aprovecha la primera oportunidad que se le presenta para ponerlos en su sitio.

He aquí, pues, su obra entera tal como la concibió, tal como la hizo, buena o mala, duradera o frágil, pero tal como la quiere.

Sin duda estos capítulos encontrados tendrán poco valor a ojos de las personas, por lo demás muy juiciosas, que solo han buscado en Notre-Dame de París el drama, la novela. Pero quizá haya otros lectores a los que no les ha parecido inútil estudiar el pensamiento estético y filosófico oculto en este libro, que han querido, leyendo Notre-Dame de París, entretenerse en buscar bajo la novela algo más que la propia novela y en comprender —discúlpensenos estas expresiones un poco ambiciosas— el sistema del historiador y el objetivo del artista a través de la creación del poeta.

Para estos últimos sobre todo, los capítulos añadidos en esta edición completarán Notre-Dame de París, suponiendo que Notre-Dame de París merezca ser completada.

El autor expresa y desarrolla en uno de estos capítulos, que versa sobre la decadencia actual de la arquitectura y sobre la muerte, a su entender hoy casi inevitable, de este arte-rey, una opinión desgraciadamente muy enraizada en él y muy meditada. Pero siente la necesidad de decir aquí que desea vivamente que algún día el futuro lo desmienta. Sabe que el arte, en todas sus manifestaciones, puede esperarlo todo de las nuevas generaciones, cuyo genio todavía en germen oímos brotar en nuestros talleres. La semilla está en el surco e indudablemente la cosecha será buena. Él solo teme, y en el segundo tomo de esta edición se verá por qué, que la savia sea retirada del viejo suelo de la arquitectura, la cual ha sido durante muchos siglos el mejor terreno del arte.

Sin embargo, en los jóvenes artistas hay actualmente tanta vida, energía y, por decirlo de algún modo, predestinación que, a día de hoy, en nuestras escuelas de arquitectura en parti

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