El final del desfile

Ford Madox Ford

Fragmento

tán Mackenzie podía hacer lo que gustase. El sargento mayor le dijo al capitán Mackenzie que el capitán Tietjens se preocupaba tanto por ese destacamento de andrajosos como si fuera un furriel de los Coldstream9 de

Chelsea y estuviera encargado de garantizar la partida de uno de sus destacamentos. El capitán Mackenzie replicó que por eso mismo siempre resolvían el papeleo cuatro días antes que cualquier otro IBD del campamento. Era todo lo que tenía que decir, añadió de mala gana y volvió a hundir la cabeza entre los papeles. A Tietjens le pareció que el barracón se movía lentamente arriba y abajo. Era como si acabaran de golpearle en el estómago. Así le afectaban siempre las impresiones. Se dijo que tenía que serenarse como fuese. Cogió un trozo de papel de estraza con sus pesadas manos y escribió en él una columna de letras gruesas y húmedas:

Ea
b
b
a
a
b
b
a, y demás…

En tono oprobioso le dijo al capitán Mackenzie:
—¿Sabe lo que es un soneto? Deme las rimas de un soneto. Ahí tiene el esquema.

Mackenzie gruñó:
—Pues claro que sé lo que es un soneto. ¿A qué viene esto? Tietjens dijo:
—Deme las catorce rimas finales de un soneto y yo le escribiré los versos. En menos de dos minutos y medio.

Mackenzie replicó ofendido:
—Si lo hace, yo lo traduciré en hexámetros latinos en tres. En menos de tres minutos.

Eran como hombres que estuviesen dirigiéndose insultos mortales el uno al otro. Para Tietjens era como si hubiese un inmenso gato desfilando, fascinado y fatídico, alrededor de aquel barracón. Se había imaginado lejos de su mujer. No había oído hablar de ella desde que se marchó de su piso a las cuatro de la mañana hacía meses y eternidades, con el alba apuntando sobre las caperuzas de las chimeneas de los tejados georgianos de enfrente. En el silencio absoluto del amanecer había oído su voz diciéndole claramente: «Paddington»10 al chófer, y luego todos los gorriones se despertaron y empezaron a cantar a coro… De pronto se le ocurrió la espantosa idea de que podría no haber sido la voz de su mujer la que había dicho «Paddington», sino su doncella… Era un hombre que se regía por unas rígidas normas de conducta. Y una de ellas era: «No pienses en nada que te produzca un gran sobresalto en el momento de producirse el sobresalto». La imaginación en esos casos se vuelve demasiado sensible. Las causas de una gran impresión deben analizarse en su conjunto. Si la imaginación las considera cuando es demasiado sensible, sus conclusiones serán demasiado drásticas. Así que le dijo a Mackenzie:

—¿Todavía no tiene las rimas? ¡Maldita sea!

Mackenzie rezongó en tono ofensivo:
—No. Es mucho más difícil inventar rimas que escribir sonetos… Muerte, trabajo, destajo, inerte… —Se interrumpió.

—Fuerte, hatajo, abajo, deserte —dijo con desprecio Tietjens—. Sus rimas parecen elegidas por una jovencita oxoniense… Vamos… ¿Qué es lo que pasa ahora?

Junto a la mesa cubierta por la manta había un oficial muy avejentado y de aspecto muy poco marcial. Tietjens sintió haberle hablado con brusquedad. Tenía una barba blanca grotescamente rala y cana. ¡Y patillas blancas! Debía de haberlas llevado durante todo el tiempo que había pasado en el ejército, ¡pues ningún oficial superior —ni siquiera un mariscal de campo— habría tenido el valor de decirle que se las quitara! Eran como un símbolo de su patetismo. Aquel objeto fantasmal se estaba disculpando por no haber sido capaz de contener al destacamento, le estaba pidiendo a su superior que tuviese en cuenta que esas tropas coloniales carecían del menor instinto de disciplina. Ninguno en absoluto. Tietjens reparó en que llevaba una cruz azul en el brazo derecho donde suelen estar las cicatrices de las vacunas. Imaginó a los canadienses hablando con aquel héroe… El héroe empezó a hablar del mayor Cornwallis del RASC.

Tietjens preguntó con desinterés:
—¿Hay un mayor Cornwallis en el ASC? ¡Dios mío!

El héroe replicó con desmayo:
—En el RASC.

Tietjens respondió con amabilidad:
—Sí. Sí. El Royal Army Service Corps.

Era evidente que, hasta ahora, había considerado el «Paddington» de su mujer como la despedida definitiva entre los dos… La había imaginado como Eurídice, alta, pero pálida y borrosa, perdiéndose de nuevo entre las sombras… Che faro senz’ Eurydice…?,11 tarareó. ¡Absurdo! Y, por supuesto, podía ser que quien hubiese hablado fuera la doncella… Ella también tenía una voz cristalina. Así que la palabra mística «Paddington» podía no ser ningún símbolo y Sylvia Tietjens, lejos de estar pálida y borrosa, podía estar liándose con la mitad de los oficiales del Estado Mayor desde Whitehall hasta Alaska.

Mackenzie —desde luego, parecía un maldito oficinista— estaba copiando las rimas, que sin duda había encontrado por fin, en otra hoja de papel. Lo más probable era que tuviese manos redondas de chupatintas. Seguro que iba pronunciando las palabras para sí mientras las escribía. Así eran hoy los oficiales de Su Majestad. Un tipo inteligente y moreno. De los que pasan hambre en su juventud y consiguen todas las becas que ofrece la escuela pública. Sus ojos eran demasiado grandes y negros. Como los de un malayo… O de cualquier otro integrante de una puñetera raza sometida.

El tipo del ASC sin duda había estado hablando de caballos. Había ofrecido sus servicios para estudiar el tipo de conjuntivitis aguda que estaba diezmando los caballos en el frente. Había sido profesor —ciertamente profesor— en una facultad de herradores o algo parecido. Tietjens dijo que, en ese caso, debería estar en el AVC, o tal vez fuera el Royal Army Veterinary Corps. El hombre respondió que no lo sabía. Pensaba que el RASC había requerido sus servicios para cuidar de sus propios caballos…

Tietjens dijo:
—Le diré lo que puede hacer, teniente Hitchcock… Qué demonios, está usted un poco grueso… —El pobre hombre, salido a sus años de los claustros de alguna universidad provinciana…, ciertamente no tenía aspecto de ser un jinete muy atlético…

El viejo teniente replicó:
—Hotchkiss…

Y Tietjens exclamó:
—Por supuesto, Hotchkiss… He visto su nombre al pie de un documento que recomendaba el linimento de caballos Pigg’s… En fin, si no quiere usted llevar este destacamento al frente… Aunque yo le recomendaría que… Es sólo un paseo hasta Hazebrouck… No, Bailleul… El sargento mayor dirigirá a los hombres por usted… Y habrá estado en las líneas del Primer Ejército y podrá contarles a sus amigos que estuvo en servicio activo en el frente… —Su imaginación le dijo, mientras seguía pronunciando palabras…: «Entonces, Dios mío, si Sylvia se está interesando por mi carrera, seré el hazmerreír de todo el ejército. ¡Llevo pensándolo diez minutos…! ¿Qué hago ahora? ¿Qué demonios hago ahora?». Una especie de velo de crepé negro pareció cubrirle la visión… El hígado…

El teniente Hotchkiss dijo con dignidad:
—Quiero ir al frente. Quiero ir al frente de verdad. Me han declarado A1 esta misma mañana.12 Estudiaré las reacciones sanguíneas de los caballos bajo el fuego enemigo.

—Veo que es usted un tipo valiente —dijo Tietjens. No podía hacer nada. Las asombrosas actividades de las que sería capaz Sylvia harían que el ejército entero se desternillase de risa. Gracias a Dios, no podía ir a Francia, a aquel lugar, aunque sí suministrar escándalos a los periódicos que leían todos los Tommies. No había nada de lo que no fuera capaz. En su círculo de amigas lo llamaban «tirar del cordón de la duch

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