El gran Serafín

Adolfo Bioy Casares

Fragmento

El gran Serafín

El gran Serafín

Bordeó los acantilados, para encontrar una playa un poco apartada. La exploración fue breve, pues en aquel paraje ni la soledad ni la lejanía misma estaban lejos. Aun en las playas contiguas al pequeño espigón de pesca, bautizadas Negresco y Miramar por la patrona de la hostería, era escasa la gente. Alfonso Álvarez descubrió así un lugar que de modo admirable correspondía al anhelo de su corazón: una ensenada romántica, desgarrada, salvaje, a la que reputó uno de los puntos más remotos del mundo, Última Tule, Seno de la Última Esperanza o todavía más allá —Álvarez ahora articuló su divagación en un arrobado murmullo— las Largas y Prodigiosas Playas, Furdurstrandi… El mar entraba encajonado en acantilados pardos y abruptos, en los que se abrían cavernas. Hacia afuera, a los lados, empinábanse picos o agujas, modelados por la erosión de la espuma, de los huracanes y del tiempo. Todo ahí era grandioso para el observador echado en la arena, que sin dificultad olvidaba las dimensiones del paisaje, en verdad minúsculas. Despertó Álvarez de su ensimismamiento, descalzó unos piecitos blancos que, a la intemperie, resultaron patéticamente desnudos, hurgó en una bolsa de lona, encendió la pipa, contempló el mar y preparó el ánimo para un prolongado paladeo de la beatitud perfecta. Con asombro advirtió que no estaba feliz. Lo embargaba una desazón que apuntaba como vago recelo. Miró en derredor y afirmó: Nada ocurrirá. Descartó la ilógica hipótesis de un asalto; escrutó la conciencia, luego el cielo, por fin el mar y no descubrió el motivo de su alarma.

Buscando distracción, Álvarez meditó sobre la recóndita virtud del mar, que nos urge a contemplarlo ávidamente. Se dijo: En el mar nunca pasa nada, si no es una lancha o la consabida tropilla de toninas, que progresa con arreglo a horario, a mediodía rumbo al sur, después al norte: tales juguetes bastan para que en la costa la gente apunte con el dedo y prorrumpa en júbilo. Moneda falsa únicamente cobra el observador: sueños de viajes, de aventuras, de naufragios, de invasiones, de serpientes y de monstruos, que anhelamos porque no llegan. Se abandonó a ellos Álvarez, cuya ocupación favorita era hacer proyectos. Sin duda creía que viviría infinitamente y que siempre tendría por delante tiempo para todo. Aunque su profesión concernía al pasado —era profesor de Historia en el Instituto Libre— había sentido siempre curiosidad por el porvenir.

A ratos olvidó su inquietud, y logró así una mañana casi agradable. Mañanas y tardes agradables, noches bien dormidas, eran para él necesarias. El médico había dictaminado:

—Cada vez que usted abra la boca no me tragará una farmacia, óigame bien; pero se me aleja de Buenos Aires, del trabajo y de las obligaciones. Óigame bien: no salga de la urbe para recaer en la muchedumbre de Mar del Plata o de Necochea. Su remedio se llama tran-qui-li-dad, tran-qui-li-dad.

Álvarez habló con el rector y obtuvo licencia. En el colegio todos resultaron expertos en playas tranquilas. El rector recomendó Claromecó, el jefe de celadores Mar del Sur, el profesor de castellano San Clemente. En cuanto a F. Arias, su colega de Oriente, Grecia y Roma (de puro displicente ni encendía ni arrojaba la colilla pegada a perpetuidad en el labio inferior), se reanimó para explicar:

—Va hasta Mar del Plata, sale de Mar del Plata, deja a la izquierda Miramar y Mar del Sur y a mitad camino a Necochea está San Jorge del Mar, el balneario que usted busca.

Inexplicablemente la elocuencia de F. Arias lo arrastró; compró un boleto, preparó el maletín, subió al ómnibus. Viajó una larga noche, cuya única imagen, evidente a través de cabeceos y vigilias, era la de un tubo infinito, iluminado por una línea de lámparas colgadas del techo.

La mañana refulgía cuando divisó el arco del letrero que rezaba:

San Jorge del Mar. —Bienvenidos.

La muralla donde el cartelón estaba sostenido se prolongaba a los lados un buen trecho y en partes empezaba a desmoronarse. Por debajo del arco entraron en una calle de tierra dura, apisonada, rumbo a una arboleda próxima. A mano izquierda quedaba el mar, le explicaron. La comarca no le pareció triste. En esa primera visión predominaban los blancos y colorados de las casitas y el verde del pasto. Murmuró: Verde de esperanza, de esperanza. No cabía definir aquello como caserío, sino como campo tendido, con algunas casas desparramadas. Entre todas, por la altura descollaba una que tenía menos aspecto de vivienda que de tinglado provisorio, con agudo mojinete asimétrico y el techo ladeado, acaso por derrumbe, probablemente por travesura arquitectónica. Antes de ver la cruz, Álvarez entendió que se trataba de la capilla, pues, como todo el mundo, tenía el ojo acostumbrado al estilo llamado moderno, de rigor, por aquel entonces, para los ramos de administración pública, clero y banca. Siguiendo un albo sendero de conchillas penetraron en la arboleda —trémulos eucaliptos, algún sauce claro— y pronto encontraron un vasto bungalow de madera, pintado de color té con leche: la hostería El Bucanero Inglés, donde se hospedaría Álvarez. Con él bajaron del ómnibus un anciano de piel vagamente traslúcida, de la tonalidad blanca y celeste de las escamas, y una señora joven, de anteojos oscuros, con el aire ambiguo y atractivo que suelen tener, en las fotografías de los periódicos, las litigantes en pleitos de divorcio. En ese momento salía de la hostería un pescador cargado de pescados, que automáticamente ofreció:

—¿Pesce?

Era un viejo de piel curtida, pipa en boca, ancho pecho en tricota azul, botas de goma: uno de tantos personajes típicos, entre fabricados y genuinos, que se dan en todas partes.

Tras de apartarse un poco del pescador, la señora joven respiró a pleno pulmón y exclamó:

—Qué aire.

El pescador se golpeó el pecho con la mano que empuñaba la pipa y afirmó fatuamente:

—Aire puro. Aire de mar. Ah, el mar.

Cuando ya no se olía el humo dejado por el ómnibus, respiró con fuerza Álvarez y comentó:

—En efecto, qué aire.

No correspondía al de sus recuerdos; tenía una carga, tal vez pesada, de olor indefinido. ¿A pescados o algas? No, protestó para sí Álvarez, de ninguna manera, aunque tan saludable probablemente.

—¡Qué flores! —ponderó la señora—. Esto parece una estancia, no un hotel.

—Nunca vi tantas juntas —observó el anciano.

Convino Álvarez:

—Yo tampoco, salvo…

Lo invadió una inopinada pesadumbre y no supo concluir la frase. La señora rezongó:

—La casa está muerta. Nadie sale a recibirnos.

No estaba muerta. Adentro resonó un piano y los viajeros oyeron una trillada melodía norteamericana, que Álvarez no identificó. El viejo, momentáneamente rejuvenecido, tarareó:

Cuando los santos del cielo

vengan marchando…

esbozó un zapateo criollo y se reintegró a la habitual flacidez.

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