Guirnalda con amores

Adolfo Bioy Casares

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Lo menos presuntuoso, para publicar esta despreocupada miscelánea, sería que yo esperara a estar muerto. Desde luego, tiene algo de risible la tarea del literato, armado de lápiz rojo, que relee sus cuadernos, para anticipar, siquiera en parte, las operaciones de la posteridad y de la gloria. Lo imaginamos con una sonrisa en la cara, como un padre satisfecho de sus hijos, ¿quién duda de que los elegiría a todos?; pero cabe preguntar si nuestra modestia, tan temerosa de malentendidos y de calumnias, no es una falsa modestia; por de pronto, está demasiado interesada en el autor; lo importante es el lector y el libro.

Yo sé de un lector —no lo creo único, porque abundan los indolentes y los cansados— que se pasaría la vida leyendo libros de este género. Por lo demás, ¿no dijo el doctor Johnson que para ser leído en un tiempo lejano habría que escribir fragmentos? He aquí sus palabras: Tal vez un día el hombre, cansado de preparar, de vincular, de explicar, llegue a escribir sólo aforísticamente. Si esperamos a entretejer lo anecdótico en un sistema, la tarea puede ser larga y dar menos fruto. Evidentemente, hay que ser harto ambicioso para suponer que nuestras dilatadas narraciones (y otras obras sistemáticas) serán favorecidas por espontáneos lectores del futuro; no quedaremos como un caso aislado, sino como otros ejemplos de alguna escuela: más o menos conscientemente habremos jugado al triángulo francés, a la desmayada sorpresa policial o a la desmayada sorpresa fantástica. Muchos lectores prefieren Boswell y las Vidas de los poetas a Rasselas; muy pocos, los libros de Leibnitz a sus argumentos.

En cuanto a los relatos incluidos en el volumen, que alguna vez pensé titular Temas y aventuras, diré tan sólo que son historias de amor. El elemento sobrenatural, preponderante en mis narraciones previas, en la presente colección apenas determina un desenlace; pero basta de hablar de este librito. Por si me tomé ridículamente en serio, doy la palabra al Prólogo, personaje que en el teatro antiguo aparecía con túnica blanca y con un ramillete de olivos, para alentar al impaciente lector, para invitarlo a que pase directamente a maravillarse con las aventuras de un don Juan criollo en las márgenes del Mediterráneo, de una muchacha casada, Mildred, que descubrió el amor en Interlaken y en Roma, y para que, luego de cada serie de brevedades o fragmentos, prosiga con las otras aventuras, con las económicamente denominadas Todos los hombres son iguales y Todas las mujeres son iguales, con la de Reverdecer, de intención filosófica, con la erudita de Casanova secreto, con la historia de las Moscas y arañas, que de un modo horrible tiene un final feliz, y con aquella otra, acaso la más patética, de lo que aconteció en las sierras de Córdoba a un enamorado casto y fiel.

A. B. C.

Libro primero

Libro primero

Encrucijada

Por la ventana llega el rumor del agua, casi inmóvil, y veo, delicadamente desdibujada, la ribera opuesta, verdosa o azul en la tarde, con las primeras luces titilando en el camino que va a Niza y a Italia. Diríase que no hay límites para la paz de este golfo de Saint-Tropez, pero aquí estoy yo, sin embargo, procurando componer las frases, para reprimir un poco la angustia. Me repito que al término de la narración he de encontrar la salida de esta maraña. Lo malo es que mi maraña se compone únicamente de vacío y descampado, y no sé cómo uno puede salir cuando ya está fuera.

Nos instalamos en el Aïoli, el otro domingo. Amalia, en seguida, quedó embelesada con los muebles y con los cuadros del hotel. Yo le porfío que en materia hotelera sólo cuentan las comodidades, pero debo reconocer que en este aspecto nuestro alojamiento no envidia a ninguno. Muy pronto nos vinculamos a un interesante grupo internacional, integrado por Mme. Verniaz, la mecenas de Ginebra, que no se cansa de agasajar en París a los poetas; sus protegidos, Clarence y Clark, famosos tenistas australianos, a quienes la crítica augura, si perseveran en el juego en pareja (lo que yo tengo por probable), el campeonato mundial de dobles; Bárbara, llamada por los ingleses Aussie y por los franceses Aussi, una muchacha de Arkansas, una estatua, habría que decir —sin otro defecto que el de estar noche y día al pie de los australianos—, más alta que yo, con el pelo negro, con los ojos celestes y con la piel mejor tostada que he visto; el doctor Cesare Vittorini, hombre joven, pero de lo más apagado, aunque me aseguran que es una celebridad en no sé qué sanatorio de Florencia; y algún otro personaje, no menos pintoresco para quien lo trata. De mañana el grupo se reúne en una playa de verdadera arena, próxima a Sainte-Maxime; a la tarde nos dedicamos al tenis, como jugadores los unos, como espectadores los otros, en el pinar de Beauvallon y a la noche recorremos los casinos o llegamos a Super-Cannes, donde suelen tocar A media luz, Garufa, Adiós, muchachos y, cuando ando con suerte, Don Juan. Ni qué decir que ofrezco a los compañeros lecciones de tango con corte. En toda la zona abundan los fruits de mer, la bouillabaisse, la quiche varoise, la becasina flambée y el vinito de Gassin; de modo que yo no me quejo.

En cuanto a mi amiga, declaro que nunca estuvo tan linda, ni tan alegre, ni tan dulce. Esto no tendría nada de extraordinario si la pobre durmiera bien; pero el aire de mar, aunque el de aquí no es el de Mar del Plata, la desvela y noche a noche toma pastillas. Los muchachos del Richmond me habían asegurado: «Hay que viajar solo. Si cargas con mujer, acabas loco y aborreciéndola». Que haya ventajas en viajar solo, no lo niego; pero a lo largo del itinerario —y no es poco lo recorrido antes de llegar a Saint-Tropez— nunca tuve ganas de librarme de Amalia. El mérito, sin duda, le corresponde a ella. ¿Por qué negarlo? Yo la miro con orgullo patriótico. Se habla de la República Argentina, más conocida en estos parajes por Sudamérica, y lo que realmente espera el extranjero es que Amalia y yo seamos un par de negros. Quedan boquiabiertos cuando la ven, con ese aire de inglesita fina (que a mi lado se acentúa, por contraste), blanca, rosada, con el pelo de oro y los ojos azules.

Ayer de mañana, en la playa, nos encontramos con el cuadro habitual: Clarence y Clark, alejándose por las aguas en pédalo; Mme. Verniaz, proponiendo a los rayos solares la plenitud del cuerpo; el doctor Vittorini, absorto en algún árid

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