El velo pintado

W. Somerset Maugham

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Esta historia me la sugirieron los versos de Dante que dicen lo siguiente:

«Deh, quando tu sarai tornato al mondo,

e riposato de la lunga via»,

seguitò ’l terzo spirito al secondo,

«ricorditi di me, che son la Pia;

Siena mi fé; disfecemi Maremma:

salsi colui che ’nnanellata pria

disposando m’avea con la sua gemma».

(«¡Ah!, cuando hayas regresado al mundo

y descansado de la larga ruta

—siguió un tercer espíritu al segundo—,

acuérdate de mí, soy Pía;

Siena me hizo, y me deshizo Maremma:

bien lo sabe

el que me desposó con su gema.»)

Yo estudiaba en el hospital de Saint Thomas, y las vacaciones de Pascua me permitieron tomarme seis semanas libres. Con la ropa en un ligero baúl de viaje y veinte libras en el bolsillo, me puse en camino. Tenía veinte años. Fui a Génova y Pisa, y luego viajé a Florencia, donde alquilé una habitación en la vía Laura, con vistas a la hermosa cúpula de la catedral, en el piso de una viuda que (después de mucho regatear) me ofreció pensión completa por cuatro liras al día. Me temo que salió perdiendo en el trato, porque yo gozaba de un apetito voraz y era capaz de engullir una montaña de macarrones sin sufrir la menor molestia. La viuda poseía una viña en las colinas toscanas, y, según recuerdo, el Chianti que elaboraba es el mejor que he probado en Italia. Su hija me daba clases de italiano todos los días. Aunque en ese entonces me pareció una mujer madura, no creo que superara los veintiséis años de edad. Había vivido momentos difíciles: su prometido, un oficial, había muerto en Abisinia, por lo que se había visto consagrada a la virginidad. Se daba por sentado que cuando falleciera su madre (una dama jovial de pecho abundante, con el cabello cano y sin la menor intención de morirse ni un día antes de lo que el Señor estimara conveniente), Ersilia ingresaría en un convento. Sin embargo, la joven aguardaba ese momento con alegría. Le encantaba reír. Nos lo pasábamos muy bien a la hora de comer y cenar, pero se tomaba las clases en serio, y cuando yo cometía un fallo estúpido o no prestaba atención, me golpeaba los nudillos con una regla negra. Me habría indignado que me tratase como a un crío de no haber sido porque me recordaba a los pedagogos chapados a la antigua sobre los que había leído en libros y que tanta gracia me hacían.

Eran días ajetreados para mí. Empezaba cada jornada traduciendo varias páginas de una de las obras de teatro de Ibsen a fin de dominar la técnica y ser capaz de escribir diálogos con soltura; luego, con Ruskin en la mano, salía a contemplar las vistas de Florencia. Siguiendo las instrucciones, admiré la torre de Giotto y las puertas de bronce de Ghiberti. Demostré el entusiasmo adecuado ante los Botticelli de los Uffizi y volví la espalda con el desdén de la primera juventud a aquello que el maestro no miraba con buenos ojos. Después del almuerzo daba mi clase de italiano y acto seguido salía de nuevo para visitar las iglesias y pasear por la ribera del Arno soñando despierto. Una vez terminada la cena, iba en busca de aventuras, pero era tal mi inocencia, o al menos mi timidez, que siempre regresaba a casa tan virtuoso como me había marchado. A pesar de que me había facilitado una llave, la signora suspiraba aliviada cuando me oía llegar y echar el pestillo a la puerta, cosa que siempre temía que olvidase, y a continuación me enfrascaba en el estudio de la historia de los güelfos y los gibelinos. Me embargaba la amarga conciencia de que no era así como se comportaban los escritores de la época romántica, aunque dudo que alguno de ellos fuera capaz de sobrevivir durante seis semanas en Italia con sólo veinte libras, y me complacía mucho aquella existencia austera e industriosa.

Ya había leído el Infierno (con ayuda de una traducción, pero consultando minuciosamente en el diccionario las palabras que desconocía), de modo que me adentré en el Purgatorio con Ersilia. Cuando llegamos al pasaje que cito al principio, me explicó que Pía era una dama de Siena cuyo marido, que sospechaba que ella le era infiel pero no la asesinaba por temor a la reacción de su familia, la llevó a su castillo de Maremma convencido de que los aires nocivos del lugar obrarían el mismo efecto; pero tanto tardaba ella en morir que el hombre se impacientó y mandó defenestrarla. Aunque ignoro dónde habría averiguado Ersilia todo eso —en mi edición de Dante la nota era menos detallada—, la historia, no sé por qué, excitó mi imaginación. Estuve dándole vueltas y durante muchos años me sorprendí más de una vez meditando sobre ella. Solía repetirme el verso que reza «Siena mi fé; disfecemi Maremma», pero era uno de tantos asuntos que ocupaban mi mente y lo olvidaba durante largos períodos. Naturalmente, la veía como una historia moderna, y no se me ocurría ningún lugar del mundo actual donde semejantes acontecimientos pudieran suceder de manera verosímil. Finalmente lo encontré cuando realicé un largo viaje a China.

Creo que es la única novela de cuantas he escrito en la que partí de una historia y no de un personaje. Cuesta explicar la relación entre éste y la trama. No es posible crear un personaje en el vacío; en cuanto piensas en él, lo imaginas en una situación, haciendo algo, de manera que tanto él como sus acciones, o al menos su acción principal, parecen ser el resultado de un acto simultáneo de la imaginación. En este caso, no obstante, escogí los personajes de manera que encajaran en la historia que iba desarrollando; los elaboré a partir de personas que había conocido tiempo atrás en circunstancias diferentes.

Al escribir este libro hube de enfrentarme a algunas de las dificultades con que suele topar todo autor. En un principio puse al héroe y a la heroína el apellido bastante común de Lane, pero resultó que en Hong Kong había gente llamada así. Entablaron un pleito que los propietarios de la revista en que la novela se publicó por capítulos resolvieron mediante el pago de doscientas cincuenta libras, y cambié el apellido por el de Fane. Más tarde, el vicesecretario colonial, que se consideraba víctima de una difamación, amenazó con acudir a los tribunales. Esto me desconcertó, ya que en Inglaterra hay quienes llevan la figura del primer ministro a un escenario o se sirven de él como personaje de una novela, y lo mismo pasa con el arzobispo de Canterbury o el presidente de la Cámara de los Lores, y quienes desempeñan tan altos cargos ni se inmutan. Me extrañó que un hombre que ocupaba de forma temporal un puesto tan insignificante se creyera difamado, pero para evitar problemas cambié Hong Kong por la colonia imaginaria de Tching Yen.[1] Cuando se produjo el incidente, el libro ya había salido a la luz, de modo que hubo que retirarlo. Varios críticos astutos que ya habían recibido sus ejemplares no los devolvieron, alega

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