La vida del Buscón

Francisco de Quevedo

Fragmento

cap-1

INTRODUCCIÓN

1. PERFILES DE LA ÉPOCA

En 1591 España tiene ocho millones de habitantes de los cuales un 80 por ciento vive en Castilla. Entre 1530 y 1591 la población castellana se ha duplicado, gracias al crecimiento demográfico continuado durante todo el siglo. Empieza un reflujo en torno al año 1600, con la desaparición de unas 500.000 personas, víctimas de la “gran peste” (1596-1602), y la expulsión de 300.000 moriscos, más o menos (1609-1614); otros tantos factores a los cuales se deben agregar las consecuencias de la emigración a las Indias que esquilma cada año entre 4.000 y 5.000 fuerzas vivas del país. Esta población está desigualmente repartida: su densidad es mayor del norte de la península a la cuenca del Tajo (20 por kilómetro cuadrado) y las poblaciones se van desarrollando, sobre todo en los últimos decenios del siglo, a expensas del campo, atrayendo no sólo a los pobres y vagabundos (salarios más altos y organización de la beneficencia) sino también a la aristocracia que levanta en ellas ricas mansiones y palacios, contribuyendo de esta forma al cambio de sociedad que acompaña la subida al trono de Felipe III en 1598. Con arreglo a los recursos, los hombres son sin embargo demasiados, amenazados permanentemente por el hambre y las miserias de toda clase; para contrarrestar la escasez del pan, base de la alimentación, las ciudades organizan y controlan el almacenamiento de trigo. Importantes sectores de la sociedad tienen que luchar por sobrevivir. Las novelas picarescas reflejan —cada una de manera específica— esta realidad de la vida cotidiana.

Con esta subida demográfica se ha de relacionar la inflación monetaria que Fernand Braudel ha calificado de “revolución de los precios”, debida a la plata importada de las Indias (con la técnica del amalgama, que utiliza el mercurio de Almadén para explotar el mineral, las importaciones se han multiplicado por diez y llegan a su máximo en 1580), a las exportaciones a América (vino, aceite, trigo, telas), que encarecen la vida, primero en Andalucía y luego en las mesetas de Castilla, a la exportación a Flandes de la mejor lana de los merinos y a las importaciones correlativas de los productos manufacturados, a las sucesivas devaluaciones de las monedas... Esta inflación afecta no sólo a los menesterosos sino también a toda la economía: a los industriales, a los mercaderes, a los mismos banqueros, dejando sólo a salvo a los propietarios de la tierra. Ésta sigue siendo un valor económico estable: como productora de riquezas y base del sistema generalizado de los censos, juros y rentas, atrae los gastos de capital, desviando de la incipiente industria las inversiones e hipotecando el porvenir de España, cuyas clases altas han traicionado de esta forma su papel histórico. La situación se agrava episódicamente con las sucesivas bancarrotas de Felipe II (1557- 1560, 1575, 1596) y Felipe III (1607) que obliga a los monarcas a negociar con los banqueros alemanes o genoveses: en cada caso el “medio general” (convenio que trata de las facilidades de pago de las deudas de la corona) enajena sectores productivos claves para el país (producción andaluza de la seda, minas de Almadén, asientos de todas clases...) y sus aplicaciones terminan agobiando más a los contribuyentes. La inflación, la situación económica en general, la presión fiscal, la dependencia de los bancos extranjeros suscitan las quejas de los contemporáneos y de las Cortes de Castilla a la vez que explican también ciertos aspectos de la xenofobia de Quevedo y sus frecuentes alusiones al poder de “don Dinero”.

La agricultura es el más importante sector productivo: trigo, cebada, avena, centeno, olivares, viñedos, moreras, maíz; en la zona cantábrica, verduras, legumbres y frutas. Su desarrollo resulta, sin embargo, afectado a lo largo del siglo por el fomento de la ganadería, favorecida por la corona, que, a sus expensas, concede excesivos privilegios al Honrado Concejo de la Mesta (el ganado transhumante tiene derecho a cruzar por los campos cultivados y a pacer en las tierras comunes de los pueblos). La actividad ganadera funciona, en el contexto de la dinámica social, como un espacio de transición que al “campesino rico” le permite esperar un acceso posible a la nobleza. Tanto la alianza objetiva de la nobleza, de los ganaderos y de los ricos propietarios como las estructuras económicas afianzan una “formación social feudal” debidamente dominada por la aristocracia. La actividad comercial (gran comercio, comercio a distancia, acumulación del capital) ha lanzado la vida industrial, que se fortalece en la segunda fase de la actividad ciudadana: la artesanía y el “verlagssystem” (el artesano transforma la materia prima en sus propios telares a cambio de un salario) coexisten con la concentración de todos los medios de producción: tal es el caso de los “hacedores de paño” en Segovia, que nos aparecen como auténticos representantes de una posible clase burguesa, cuyo poder económico es suficiente como para darles la capacidad de enfrentarse con el poder político de los aristócratas. El texto del Buscón refleja con nitidez esta conflictiva situación.

Por estar poco poblada, España está poco cultivada. La concentración urbana y la aridez geográfica crean espacios desérticos por donde viajan don Quijote, Sancho Panza, vagabundos, pícaros y mendigos. En este contexto y con el fomento de la actividad comercial, cobran mucha importancia las vías terrestres de comunicación, que se desarrollan en la segunda mitad del siglo XVI, debido a la necesidad de organizar los circuitos del mercado y, paralelamente, el transporte con mulas. La arquitectura narrativa de Don Quijote, de la picaresca —y, por más señas, del Buscón— estriba en esta primera realidad (las ventas, etapas en las cuales se cuentan novelas intercaladas, los arrieros, el esquema de composición que constituye el modelo del “alivio de caminantes”, el camino de Segovia a Alcalá y a la Corte, etc.

Carlos V había legado a su hijo, en 1555, la soberanía de los Países Bajos y, en 1556, un imperio poderoso que reunía, con el Nuevo Mundo, los territorios de los reinos de Aragón, Borgoña, Castilla, Bohemia y Hungría, así como las zonas que él mismo había anexado en Frisia y en el norte de Italia. En 1581, Felipe II, al acceder al trono de Portugal, realiza la unidad de la península que perdura hasta 1640. “Rey-burócrata” que controla los más mínimos detalles de la administración, instala en Madrid la sede del gobierno, mientras hace construir el palacio-monasterio del Escorial (1563-1584). Baluarte de la cristiandad, se enfrenta con el Turco y con la Reforma que amenazan un imperio erigido sobre la adhesión unánime a la misma fe. Pero la Iglesia Ibérica, cuya vitalidad se expresa en su solidez teológica, el vigor de su corriente mística o el impacto de sus intervenciones en el Concilio de Trento, incide la mayoría de las veces en una total intolerancia (Procesos de la Inquisición, represiones dentro y fuera de Castilla). Contra los protestantes, la corona lucha sobre todo en los Países Bajos, en donde empieza, en 1566, una sublevación que no llegan a sofocar el duque de Alba ni sus sucesores y que termina con la partición entre el sur católico y el norte protestante o República de las Provincias Unidas, la cual firma, en 1598, con Francia e Inglaterra una Triple Alianza. La Tregua de Doce Años, consentida por Felipe III

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