Medea

Eurípides

Fragmento

cap

INTRODUCCIÓN

MEDEA: EL ORGASMO
DE LA VENGANZA

Los orígenes de la tragedia italiana se remontan a Koeman, que de un trallazo micénico, el 20 de mayo de 1992, sepultó a la Sampdoria en el Hades, y ganó para el Barça la Copa de Europa de fútbol. Tras estos comienzos del pionero Tespis sobre el inevitable césped, en el teatro griego apareció Esquilo, nacido en el 524 a.C. Combatió en las cruciales batallas de Maratón, Salamina y Platea, y es comprensible que del susto que le causó el increíble triunfo de la pequeña Grecia frente al imperio persa, se le disparara la fe en la divinidad, y así se convirtió en un poeta más piadoso incluso que Píndaro. En las tragedias de Tespis había un solo personaje. Esquilo introdujo en escena un segundo personaje, inventó la máscara, que potenciaba la audición de la voz, y por sus muchos logros técnicos y estéticos ha pasado a la historia como el padre del teatro griego.

A principios del siglo V a.C., Atenas empezó a ponerse nerviosa porque la filosofía y la ciencia jónicas socavaban la concepción mítica del mundo, y la gente del pueblo empezaba a bostezar en los templos. Pero allí estaba el bastión de Sófocles, que era una especie de padre Arrupe de la época. Del mismo modo que este jesuita contemporáneo se licenció en su primera juventud en medicina, Sófocles, en el coro más célebre de toda la tragedia griega, cantado en su Antígona, admite sin rencor los éxitos de la joven ciencia médica de la Jonia (verso 363), y se entrega con fervor a las introducciones. Introduce en escena el tercer actor —innovación a la que se suma el maestro Esquilo— y alienta la introducción de un nuevo dios, Asclepio, hijo de Apolo y patrono de la medicina. Pero, a diferencia de la fe de Esquilo en los dioses, que era casi tan a lo bestia como la de santa Teresa, Sófocles era un creyente más controlado. Esquilo se pasa por la axila el politeísmo griego y se inventa una representación de la divinidad, que incluso trasciende a Zeus, el dios supremo. Sófocles, en cambio, sigue otro rumbo y se somete de buen grado a la religión popular, entregada a los hechizos de la mántica. Y como el pueblo es siempre muy agradecido, y, además, como ya dijo Hopkins —aunque no el Hopkins poeta y jesuita británico, sino el Hopkins de la industria publicitaria norteamericana— que un moderado conservadurismo suele ser una de las bases imprescindibles del éxito, la vida de Sófocles fue una serie ininterrumpida de triunfos. En veinte certámenes obtuvo el primer premio. Esquilo creía en los dioses mucho más que Sófocles y, por eso mismo, por no moderar su fe, obtuvo muchos menos primeros premios. Sin embargo, estos fracasos escénicos no deben inducirnos a pensar que Esquilo, resentido con la divinidad, descargara sus cóleras blasfemando en privado.

A Eurípides, que era cuarenta años más joven que Esquilo y quince más que Sófocles, le tocó vivir el derrumbamiento de la religión tradicional y, en las tres últimas décadas de su vida, la atroz guerra del Peloponeso (431-404 a.C.), que acabó con la derrota más total de la democrática Atenas en beneficio de la oligárquica Esparta. A la peste, que durante la guerra diezmó a Atenas, se sumaron las más virulentas luchas de partidos, que condujeron a la desmoralización política. En tales circunstancias hace falta una vitalidad de atleta para cantar a las alegrías de la vida, y Eurípides, ya en su primera juventud, renunció a continuar en el gimnasio haciendo pesas para dedicarse al teatro. Asimiló a fondo las teorías científicas del materialista Anaxágoras, las especulaciones filosóficas de Sócrates —que, por cierto, pulverizó Woody Allen en un relato memorable—, y las enseñanzas retóricas de sofistas como Protágoras y Pródico. El pesimismo que se apodera de Atenas a consecuencia de la guerra invade obras de Eurípides como Hécuba, Orestes, Fenicias, Suplicantes y Las Troyanas, que es un soberbio alegato antibelicista. Hay una transmutación radical de valores, magistralmente descrita por Tucídides en su Historia de la guerra del Peloponeso, que deja marcados a fuego a los héroes de Eurípides. La habitual nobleza solemne de los héroes de Esquilo y Sófocles da paso al trastorno patológico de no pocos héroes de Eurípides que son ruines, cuando hay suerte, y cuando no, incluso criminales. Y la crueldad del carácter no está restringida a los personajes masculinos, porque mujeres como Medea, Fedra y Andrómaca actúan también con la más feroz violencia. Eurípides se niega a hacerse ilusiones sobre la naturaleza humana, y su tratamiento de los mitos siempre viaja en metro. Es también un buen psicólogo que escudriña en el turbio corazón del hombre. Este interés por la psicología de los personajes era una novedad en la literatura griega. Sus innovaciones técnicas afectan al prólogo de la tragedia, que presenta características propias respecto a los prólogos de sus predecesores. Eurípides aporta también la técnica llamada deus ex machina, o sea, el recurso de hacer aparecer en escena a un dios por medio de una máquina, que obtenía un desenlace cuando la solución del conflicto se ponía difícil. En Esquilo el coro tiene un protagonismo absoluto, que se reduce en Sófocles al simple nivel de activo, y que en Eurípides empieza a ser más pasivo.

Medea, según Aristófanes de Bizancio, se estrenó el 431 a.C. En el certamen al que se presentó alcanzó el tercer premio, tras Euforión y Sófocles, que obtuvieron, respectivamente, el primer y segundo premio. Ya en la propia Medea Eurípides, que sólo obtuvo cuatro primeros premios en su dilatada carrera de autor, se queja de las dificultades que el que se atreve a pensar por su cuenta encuentra para ser comprendido por sus conciudadanos. La historia de la obra es, en realidad, el apéndice del viaje de Jasón a la Cólquide con los argonautas —o sea, los héroes que zarpan en la nave Argo— a la conquista del vellocino de oro.

En la Cólquide reina el monstruoso Eetes, hijo del Sol, y padre de Medea, que, como buena sobrina de Circe, la maga por excelencia, está también dotada de las artes de la brujería. Jasón llega a la Cólquide y se enfrenta con el rey Eetes, que le dice que no le entregará el vellocino de oro hasta que supere unas crudas pruebas. Jasón tiene que domar unos toros que vomitan fuego. La superación de las pruebas imposibles por parte de Jasón enamora salvajemente a Medea. Jasón y Medea, junto con el hermano de ella, huyen en la nave Argo. Eetes los persigue, pero a Medea se le ocurre la ingeniosa idea de asesinar y descuartizar a su hermano. Arroja sus miembros al mar, y así la nave de Eetes tiene que detenerse para recoger el cuerpo troceado. Saltándose unas cuantas aventuras más, que convierten a nuestros culebrones televisivos actuales en sesudas películas de arte y ensayo, llegamos con nuestros héroes a Corinto.

Jasón y Medea se asientan allí, tienen dos hijos, según la versión a la que se apunta Eurípides, o incluso catorce hijos, según otras versiones de otros poetas griegos numerarios del Opus. Y entonces Jasón, que no en vano es un héroe protegido por las mujeres, enamora a Creúsa, la hija del rey de Corint

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