Los embajadores

Henry James

Fragmento

cap-1

INTRODUCCIÓN

En la segunda página de Los embajadores hay una frase que posee, en apariencia, un aura de sencillez poco habitual. Lambert Strether, que ha llegado a Chester tras desembarcar en Liverpool y al que le preocupa saber cuál será para él la «nota» de Europa, admite que esa nota ya incluye «un sentimiento de libertad personal como no lo había experimentado durante años». A partir de ahí, la novela intentará explorar lo que esa libertad puede significar para Strether y para quienes lo rodean, poniendo de manifiesto sus límites y su alcance, al tiempo que plasma su complejidad e ironía. Los embajadores operará mediante detalladas notas de sensualidad el delicado palpitar de una conciencia refinada, pero también empleará tonos que resultan cómicos y subversivos. Se servirá de París para representar la libertad frente a la restricción que simboliza un lugar llamado Woollett, en Massachusetts. Sin embargo, James se asegurará de que esta relación, que en la superficie parece ser simplemente entre opuestos, gane en matices y se cargue con la densidad de las acuciantes necesidades humanas y de extrañas traiciones, lealtades e incertidumbres.

Strether, en palabras de R. P. Blackmur, es «un hombre de mundo sin mundo». La novela tratará de hacerle vislumbrar el viejo mundo que podría llegar a poseer; el libro le tentará con él, pero su narrativa continuará siendo, pese al «sentimiento de libertad» de Strether, extrañamente insegura respecto al valor absoluto de este mundo que ve y degusta; siempre precaria, receptiva y curiosa respecto a la posibilidad de que alguien tan inteligente e introspectivo como Strether logre resistirse a su destino. Girará principalmente en torno a la poética y la política del deber; situando la inocencia de la búsqueda tardía de realización personal de Strether frente a la futilidad de dicha búsqueda y sus consecuencias. Sugerirá, de hecho, que esa búsqueda puede no suponer más que la destrucción, o el crepúsculo, de la misma imaginación que sintió en un principio la necesidad de emprenderla. A menudo se verá, o se dejará entrever, que esa necesidad es pura ilusión; el talento de James radica en lograr que esa ilusión sea gloriosa, absorbente, plena de sustancia, más cercana a veces a la realidad que el conjunto de hechos inapelables o de sordas exigencias que se ciernen sobre el libro.

En el primer capítulo del libro segundo, James permite que Strether exponga su historia, su papel y su función como embajador que representa los intereses de Woollett. Strether mantiene un diálogo con Maria Gostrey, cuyo rol en el libro es casi idéntico al de Ralph Touchett en Retrato de una dama o al de Fanny Assingham en La copa dorada. Es una especie de «novelista dentro de la novela», que aparecerá y desaparecerá, y experimentará el mismo interés que un lector ideal por el desenlace de la historia y el destino del protagonista. En su conversación con Gostrey, Strether evita ser abiertamente desleal con su lugar de origen o con quienes lo han enviado en su misión, en particular la señora Newsome, la madre de Chad, el heredero del negocio familiar que ha permanecido en París en contra de los deseos de su madre, y que se encuentra en las garras de una mujer que no parece ser demasiado virtuosa.

Pese a su falta de deslealtad, Strether utiliza en ocasiones un tono tan solemne al referirse a la señora Newsome y a quienes la rodean que es blanco fácil de burlas, entre otros de Maria Gostrey, pero también, por ende, del propio Strether.

Al darle al pueblo de Massachusetts donde vive la señora Newsome el casi cómico nombre de Woollett, al llamar Jim Pocock a su yerno y Mamie Pocock a la hermana de este, que pretende casarse con Chad, al negarse a revelar el nombre del artículo que los Newsome producen en su fábrica, lo que nos hace suponer que se trata de algo cómico y vulgar, Henry James permite que Strether se sitúe a cierta distancia del Woollett que él mismo representa.

Sin embargo, Strether ha de mantener la compostura ostensiblemente mientras le explica las cosas a Gostrey. Ella se siente con derecho a preguntar: «¿Quién narices es Jim Pocock?», sabiendo que el mero hecho de hacerlo implica que Jim, visto no desde Woollett sino desde París, es un don nadie, o menos aún. Por otra parte, cuando Strether dice que Chad Newsome, a quien ha venido a rescatar, «ha ensombrecido la admirable vida» de su madre y «la tiene medio muerta de dolor», habla con «seriedad». Y cuando Maria Gostrey pregunta si la vida de la señora Newsome es «muy admirable», Strether simplemente responde: «Extraordinariamente». El lector tiene derecho a sentir aquí que Strether dice lo que piensa de veras, que esta libertad recién alcanzada de pronto le ha decepcionado, y que la seriedad de su tono y la naturaleza de su respeto hacia la señora Newsome se verán desde este momento sometidas a una enorme presión.

Si el «sentimiento de libertad personal» es algo que Strether no ha experimentado en años, entonces el lector puede sentir que el obstáculo para esta libertad ha sido la propia y muy admirable señora Newsome que, como se deduce de esta conversación, no solo ha enviado a Strether en una misión de rescate de Chad, su hijo errante, sino que lo está manteniendo mientras él edita un diario intelectual, «su homenaje al ideal», en Woollett. Además, si su misión en París concluye con éxito, la admirable matrona le hará el favor de casarse con él.

La idea que contiene Los embajadores de otorgar cierta nobleza a Inglaterra y Francia, de tratarlas como lugares de belleza y poder, capaces de transformar un alma sensible, complacía a James. Como también era para James fuente no solo de placer sino también de satisfacción conseguir que Estados Unidos resultase disparatadamente rico, con tan solo elegir nombres ridículos para estadounidenses de postín como Jim y Mamie Pocock, o al hacer que la austera admiración por la señora Newsome fuese tan solemne que acabase pareciendo ridícula.

Pero James, como artista, desconfiaba mucho de lo que le proporcionaba placer, e incluso satisfacción. En su propia compleja sensibilidad tenía cabida una ambigüedad hacia la mayoría de las cosas, que se reflejaba en la sutileza con la que se acercaba a los personajes y sus acciones y escenarios, y lo llevaba a incluir muchas subcláusulas con matices al escribir una frase. Nada era para él simple.

Según algunos de quienes lo conocieron, pareció disfrutar mucho de su vida en Inglaterra, y en su libro The American Scene, publicado en 1907, cuatro años después de Los embajadores, escribió con cierta intensidad sobre las cosas que no le gustaban de Estados Unidos. Pero mientras escribía The American Scene le confesó al novelista estadounidense Hamlin Garland: «Si volviese a nacer, sería americano. Me impregnaría de América, no pisaría otra tierra. Estudiaría su cara hermosa. La mezcla de Europa y América que llevo dentro ha resultado ser desastrosa. Me ha convertido en un hombre que no es ni americano ni europeo. He perdido el contacto con mi propia gente y vivo aquí solo. Mis vecinos son agradables, pero no tienen mi misma sangre más que remotamente».

Pese a ello, estudió en profundidad Inglaterra y Francia y las disfrutó enormemente. En 1872, antes de llegar a la treintena, escribió un ensayo sobre Chester, donde tres décadas más tarde situaría el inicio de Los embajadores.

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