La cartuja de Parma

Stendhal

Fragmento

cap-1

INTRODUCCIÓN

LO NOVELESCO

Enfadada por dejarse embelesar por las novelas de La Calprenède, que le parecían «detestables» pero la enganchaban como «la cola», madame de Sévigné escribía en 1671: «La belleza de los sentimientos, la violencia de las pasiones, la grandeza de los acontecimientos y el éxito milagroso de las temibles espadas, todo ello me arrastra como a una niña». Es una definición excelente de la novela-novela, la novela novelesca en la que todo sucede como en las novelas, como en ese país distinto al que llamamos «novelandia», en el que solo entran los lectores ingenuos y crédulos, pero se quedan en él, conquistados, fascinados, y creen en él. Aquel a quien Thibaudet llamó «lector de novelas» disfruta con la novela cuando se ajusta a él y entra en la tautología de la novela-novela que se basta a sí misma. «No sé qué es la verdad novelesca», escribió Julien Gracq a propósito de La cartuja de Parma; una novela verdadera es una novela verdadera como una novela. Gracq añade que no encuentra en la novela de Stendhal «ni un ápice de verdad» cualquiera que sea, política, psicológica (la psicología es «de cuento de hadas»), histórica; nos hallamos en «Stendhalandia», territorio muy difícil de encontrar en los mapas y en las historias, pero donde la vida es diferente, donde «el peso del mundo se aligera», donde, al haberse perdido las referencias, el lector saca partido de un «ozono novelesco tonificante». ¿Es La cartuja de Parma la más novela de las novelas, la más cercana a la novela-novela? Italo Calvino lo afirma en estos términos: «La novela más bella del mundo no puede ser otra que esta»,1 los jóvenes lectores van a encontrar una obra que «les servirá de piedra de toque para cualquier otra novela»; contiene, supera todas las novelas y todos los géneros de novela, es la novela.

He aquí la paradoja: esta obra moderna, intensamente moderna, cuya influencia literaria nadie ha negado, en la que sus contemporáneos han leído la realidad de Italia, en la que los italianos recuperan su historia y su cultura, es también la que más relación tiene con los viejos fondos intemporales de las novelas, la que más se parece a la novela de la que han condenado su inverosimilitud, sus recetas quiméricas e inmutables, sus tópicos novelescos despojados de toda intención de verdad, la que ningún lector, como madame de Sévigné, puede leer y disfrutar sin renegar de su puerilidad. La cartuja exige una lectura ingenua, un primer grado de lectura que se adscribe en gran medida a lo novelesco, y al mismo tiempo inspira una falta de respeto total y hacia todo. En Stendhal, lo novelesco es intrépido, original (el autor es, siempre ha sido, «novelesco», ha vivido lo novelesco aplicado «al amor, a la valentía, a todo», es una creencia, una filosofía de la vida); esta fidelidad al universo de la novela, esta pasión por el heroísmo de las grandes hazañas y de los grandes sentimientos, por esos momentos en que se juntan sueño y realidad, es el principio de su creación: lo que ocurre es que le ha costado comprender que dentro de lo «novelesco» hay una novela, y pasar de un novelesco de la imaginación, de la vida, a una actividad de novelista.

Pero ¿qué es lo novelesco? Es «el genio poético»,2 el genio que inventa e imagina, del que él mismo ha decretado la muerte; el genio moderno lo ha matado, «el genio de la sospecha», de la incredulidad positiva y analítica que niega lo novelesco. ¿Acaso Stendhal es el último de los novelescos, que ha escapado por ello de la modernidad y de la crisis de la novela? Más concretamente es lo que Northrop Frye denomina romance (que el francés traduce espontáneamente por romanesque),3 algo que no solo es literario, que puede encontrarse fuera de la novela (en el teatro, en la ópera); N. Frye lo destrona del mito que se seculariza y se degrada en «imaginario», en especial transformándose en literatura o fábula, transformándose en la ficción, universo imaginativo y orden verbal; no obstante, es «el núcleo estructural de cualquier ficción», con sus dos motores, el amor y la aventura. Una teoría que tiene el insólito mérito de adaptarse a los textos y aclararlos: el romance es la tarea del «genio político» que inventa relatos, motivos, formas convencionales, pero que debe inclinarse hacia la representación y transponerse, unirse a un contexto creíble, convertirse en algo serio en lugar de ser narración pura, contada por él mismo, lo novelesco fundamental reducido a sus esquemas estilizados. En el combate de la imaginación y de la realidad, que se presenta como el combate de lo «novelesco» contra el realismo, el primero tiene que resistir/ceder, ceder/reforzarse o ceder y abandonar; se enfrentan (y se combinan) una tendencia «antirrepresentación», dirigida hacia «una concentración en los motivos elementales del mito y de la metáfora», hacia la autosuficiencia de la historia contada, y la tendencia opuesta (atenerse a la experiencia humana, a la vida de una época, instruir al lector o hacerle reflexionar); así, el esquema novelesco se presenta pobre, alejado de toda dignidad intelectual, y pertenece al campo de una lectura ingenua y fascinada: la de madame de Sévigné, la que impone a primera vista La cartuja. Se insta a la novela sometida al desengaño a escoger entre la fidelidad a las formas primordiales de la imaginación creadora y el recurso a todos los elementos serios externos a la imaginación; al lector moderno le han prohibido leer la novela como novelesca, como historia, como convención literaria válida en sí y generadora de placer.

Entre el mito o la narración pura, y el realismo o la trama verosímil, existe el campo de lo «novelesco», territorio a medio camino de los encuentros, las tensiones, los ajustes, los «desfases» de lo mítico en representación (un desfase que incluye la parodia o la ironía), de lo convencional en obra única, cargada de afinidades de todo tipo con su contexto. Sin embargo, la lectura novelesca exige al lector que sea receptivo respecto a la convención, a la «conciencia de que la historia particular procede de una familia de historias análogas»; una novela así contiene «la globalidad de la convención» y deja aflorar «la convención en su totalidad»; estos rastros de lo novelesco dejan entrever el campo inmemorial y propiamente literario de la novela; percibimos en esta un conjunto de resonancias que N. Frye compara con el ruido del mar en una caracola. Es lo novelesco que susurra en la novela.

Él es quien ha comprendido con una sensibilidad extraordinaria a Gilbert Durand, cuyo libro4 demuestra hasta qué punto lo novelesco sustenta la novela y va más allá de ella, y hasta qué punto se confunde con el momento romántico; el «tópico de los símbolos y de los mitos», o «los importantes lugares comunes del eterno sueño humano», con la posibilidad de regreso que el romanticismo ha sabido potenciar y actualizar, poseen el poder de estructurar la novela. Su lectura de La cartuja, a modo de ejemplo de una lectura del género novela, coincide con las de todos los que, empezando por Balzac, han sabido percibir en la novela de Stendhal el cuento de Oriente, la narración aclamada como maravillosa, el relato que se extiende con movimiento propio, con una vivacidad sin límites, el relato que expone una historia verdadera, si bien como síntesis de lo novelesco y

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