Jane Eyre

Charlotte Brontë

Fragmento

Prólogo

PRÓLOGO

DE JANE EYRE A REBECA

La explicación de que Jane Eyre, una de las novelas más importantes del siglo XIX, haya sido en general minusvalorada, y leída como un folletín (yo misma la leí así en mi primera juventud), creo que debe buscarse más que en el caudal arrollador del texto mismo —de una profundidad estremecedora— en la adulteración que andando el tiempo sufrió su trama argumental, tan concurrido vivero de inspiración y plagio que acabó, de tumbo en tumbo, degenerando en la novela rosa.

Y, sin embargo, Charlotte Brontë, la escritora que, escudada tras el seudónimo de Currer Bell, diera a la prensa este libro en 1847,1 al cederle la palabra al ente de ficción que lo titula, estaba creando el tipo de mujer más opuesto a una protagonista de novela rosa. La lucidez con que Jane Eyre, la narradora en primera persona, analiza sus sentimientos y los ajenos, la decisión con que traza su destino entre un sinfín de obstáculos, se opone a las soluciones convencionales y logra convertir sus pobres bazas en talismanes para escalar sin ayuda de nadie el abrupto sendero de la independencia dibujando un temperamento femenino que rompe los esquemas de lo consabido. Jane Eyre se presentaba ante los lectores de la Inglaterra victoriana como una estridencia inquietante. Y no sin razón produjo recelo y un cierto escándalo que desembocó en polémica. Sobre todo cuando se descubrió que el seudónimo de Currer Bell ocultaba a una mujer, cosa que ya habían sospechado algunos críticos de buen olfato. Entonces ya sí que resultaba imperdonable aquella penetración para hurgar en lo endemoniado, aquel perpetuo poner en tela de juicio leyes y hábitos aceptados sin rechistar, aquel «descontento impío» de que fue acusada Charlotte Brontë en The Quarterly Review.

Jane Eyre tiene miedo pero no se amilana, necesita protección y amor pero no los mendiga, se anticipa, cuando llega el caso, a declarar sus sentimientos y no vacila en llevarle la contraria al poderoso. ¿Cómo una mujer soltera de treinta años, sin estar respaldada por bienes de fortuna o una familia influyente, se atrevía a presentar a los lectores aquel retrato de muchacha díscola y audaz que no cuenta con ningún apoyo, ni siquiera el de su belleza?

En efecto, Jane Eyre, a despecho de un físico poco agraciado y de una constitución más bien enfermiza, ya desde las primeras páginas de la novela se muestra inconforme con su destino, se revuelve contra la injusticia y prefiere afrontar el castigo que plegarse a su condición de huérfana sumisa y agradecida a unos parientes ricos que la recogieron de mala gana, y a los que paga en la misma moneda su trato despectivo.

Allí en Gateshead, primer escenario de los cinco que jalonan el dilatado recuento de sus peripecias, Jane Eyre niña conoce por primera vez el horror al enclaustramiento obligatorio2 y saca fuerzas de flaqueza para enfrentarse a los parientes Reed, oponiendo la razón del sentimiento a la tiranía arbitraria de la autoridad, hasta que logra ser enviada a su segunda cárcel: un orfanato.

Subversiva también, en Lowood, la institución benéfica e insalubre donde crecerá a lo largo de ocho años sin perder un detalle digno de crítica. Jane Eyre —primero como alumna y luego como profesora— va afilando su inteligencia y conquistando su territorio. Aprende a templar sus ardores, a afianzarse en las decisiones tomadas a solas, asiste a la muerte de su mejor amiga y finalmente revisa sus pertrechos para emprender la aventura que la ha de sacar de este segundo encierro convertida en institutriz contratada a través de un anuncio.

Considerando esta novela como un viaje ascético, porque lo es, los diez capítulos donde se desarrollan los sucesos reseñados resultan imprescindibles para adentrarse a partir de ahora en el acontecimiento que va a pautar el verdadero estirón de la adolescente Jane: su encuentro con el amor y el desafío que sus atolladeros suponen para un alma tumultuosa templada, sin embargo, por la cautela. Porque desde que entra como institutriz en Thornfield, el escenario sombrío y misterioso que invade con sus tentáculos toda la novela, el lector intuye que va a asistir a las más sobrecogedoras sorpresas. Allí va a aparecer por primera vez el protagonista masculino fascinante por su mezcla de rudeza, hermetismo y desvalimiento, sujeto a incomprensibles cambios de humor, el amo esquivo y burlón, el guardián de un incierto secreto, el que finge ostentar el poder e invita a la entrada en el laberinto. Pero Jane Eyre, aunque se enamora del señor Rochester desde la primera vez que se lo encuentra en un camino sin saber quién es, no va a dejarse asustar ni avasallar por quien llega a pedirle que se case con él, desconcertado ante la serenidad, ironía y clarividencia de aquella insignificante asalariada, hechizado por su arrojo.

Pero la etapa de Thornfield, núcleo fundamental de la trama, el que más sugerencias ha ofrecido a novelas posteriores, dura quince capítulos y faltan todavía doce para llegar al happy end.

Las suspicacias de Jane ante la boda, y sus sueños premonitorios de desgracia alimentados por la presencia fantasmal pero cada vez más palpable de «La loca del ático», estallan ante el altar mismo cuando se descubre que esta loca no era ninguna criada de conducta irregular, sino Bertha Mason, la esposa criolla del señor Rochester encerrada por él allí: su secreto de Barba Azul.

Jane se niega a la bigamia y huye furtivamente sin despedirse de nadie ni llevarse un solo regalo de su enamorado.

Este tramo de la huida de Thornfield con el que se inicia la tercera parte, aunque tan plagado de aciertos estilísticos como significativo para acendrar el carácter y destino de la protagonista, es el más olvidado y desatendido por quienes quedaron suficientemente embriagados con el misterio de la loca del ático3 y, de hecho, viene a ser como una novela superpuesta. Pero muy buena. Tras un viaje en diligencia con rumbo desconocido y varias noches al raso y sin recursos, por zona lejana y pantanosa, en el capítulo 27 acaba apareciendo el cuarto escenario o albergue donde Jane llega desfallecida y hambrienta, guiada por una luz que brilla entre la espesura del bosque y que, como en los cuentos de hadas, se le antoja un espejismo: Moor House. Algunos críticos han señalado como coincidencia un tanto inverosímil el hecho de que los habitantes de esta casa, Diana, Mary y St. John Rivers resulten luego ser aquellos primos por la rama paterna de quienes la señora Reed nunca quiso dar noticia a Jane. Son circunstancias que, efectivamente, bordean el folletín, como la propuesta de matrimonio del arrogante primo St. John y la inesperada herencia que hace por fin independiente a la protagonista eventualmente convertida en maestra rural. Pero el tratamiento aplicado a cada capítulo, el engarce de unos episodios con otros y el lento avanzar hacia la luz por parte de una conciencia herida y condenada a la desesperanza, aunque siempre alerta, redimen a la prosa de su peripecia.

Una tarde Jane cree sentir la voz de Rochester que la llama

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