Canción de Navidad (edición conmemorativa)

Charles Dickens

Fragmento

cap-1

PRIMERA ESTROFA

EL FANTASMA DE MARLEY

Para empezar, Marley estaba muerto. De eso no cabía la menor duda. En el acta de defunción figuraban las rúbricas del clérigo, el secretario, el director de la funeraria y la persona que presidía el duelo. También la de Scrooge. Y su nombre bastaba para validar en el Mercado de Valores todo cuanto deseara emprender. El viejo Marley estaba tan muerto como el clavo de una puerta.

Pero ¡cuidado!, con esto no pretendo decir que sepa por experiencia propia qué hay de especialmente muerto en el clavo de una puerta. Podría haber optado por considerar un clavo de un ataúd como el artículo más muerto de una ferretería, pero el símil entraña la sabiduría de nuestros antepasados, y no serán mis manos impías las que la profanen, o desaparecería el país. Habrán de permitirme, por consiguiente, que insista en que Marley estaba tan muerto como el clavo de una puerta.

¿Sabía Scrooge que aquel estaba muerto? Por supuesto. ¿Cómo podría haberlo ignorado? Scrooge y él habían sido socios durante no sé cuántos años. Scrooge era su único albacea, su único administrador, su único cesionario, su único legatario, su único amigo, y el único que lloró su muerte. Pero ni siquiera Scrooge se sintió tan afligido por el luctuoso suceso como para dejar de ser un brillante hombre de negocios el mismo día del funeral y solemnizarlo con un ventajoso trato.

La mención del entierro de Marley me lleva de vuelta al punto en el que empecé. No cabe duda de que Marley estaba muerto. Es algo que debemos comprender con total claridad, pues de lo contrario nada habría de extraordinario en la historia que me dispongo a relatar. Si no estuviésemos plenamente convencidos de que el padre de Hamlet había muerto antes del inicio del drama, nada habría en su paseo nocturno por las murallas, con viento de levante, más singular de lo que habría en cualquier otro lugar expuesto al viento —el cementerio de San Pablo, pongamos por caso— para sobresaltar el débil espíritu de su hijo.

Scrooge nunca borró el apellido del viejo Marley. Allí seguía años después, sobre la puerta del almacén: SCROOGE Y MARLEY. Por tal nombre era conocida la firma. Los no familiarizados con ella unas veces se dirigían a Scrooge como Scrooge y otras como Marley, pero él respondía en ambos casos. Le era indiferente.

¡Ay, pero Scrooge era un avaro incorregible! ¡Un viejo pecador que en su insaciable codicia extorsionaba, tergiversaba, usurpaba, rebañaba y arrebataba! Era duro e incisivo como el pedernal, del que ningún acero había conseguido nunca arrancar una chispa de generosidad; reservado, hermético y solitario como una ostra. El frío que albergaba en su interior helaba sus ajadas facciones, afilaba su puntiaguda nariz, acartonaba sus mejillas y envaraba su paso; le enrojecía los ojos, le amorataba los finos labios, y se delataba astutamente en su áspera voz. Una gélida escarcha cubría su cabeza, sus cejas y su tenso mentón. Siempre llevaba consigo su gélida temperatura, que congelaba su despacho los días de canícula y que nunca ascendía un solo grado por Navidad.

El calor y el frío exteriores apenas influían en Scrooge. No había calor que pudiera templarlo ni frío glacial que pudiera estremecerlo. No había viento más implacable que él, ni nevada más pertinaz ante un propósito, ni aguacero más sordo a una súplica. Las peores inclemencias del tiempo no habrían sabido abordarlo. La lluvia más feroz, la nieve, el granizo y la cellisca habrían podido presumir de aventajarlo en un solo aspecto. Con frecuencia, todos ellos «llegaban» de forma generosa, mientras que Scrooge jamás lo hacía.

Nadie le abordaba nunca en la calle para preguntarle con gesto alegre: «Mi querido Scrooge, ¿cómo se encuentra? ¿Cuándo irá a visitarme?». Ningún mendigo le imploraba una mísera limosna, ningún niño le pedía la hora, ningún hombre ni ninguna mujer le habían preguntado en toda su vida por dónde se iba a tal o cual sitio. Incluso los perros lazarillos parecían conocerle, y, cuando le veían acercarse, tiraban de sus dueños hacia portales o patios, y después meneaban la cola como diciendo: «¡Es preferible no tener ojos a recibir un mal de ojo, amo invidente!».

Pero ¡qué le importaba a Scrooge! Eso era precisamente lo que le gustaba. Abrirse paso por los atestados senderos de la vida, asegurándose de ahuyentar todo gesto de simpatía humana, era lo que quienes conocían a Scrooge afirmaban que le deleitaba.

Cierto día —de todos los días buenos del año, el de Nochebuena—, el viejo Scrooge se hallaba trabajando en su contaduría. El tiempo era frío y desapacible, además de neblinoso. Scrooge alcanzaba a oír a la gente que había fuera, en el callejón, correteando jadeante de un lado al otro, dándose palmadas en el pecho y pisoteando las losas del suelo para entrar en calor. Los relojes de la ciudad apenas acababan de dar las tres, pero ya casi había oscurecido —la luz había sido muy pobre todo el día— y se veían velas encendidas en las ventanas de las oficinas aledañas, como manchas rojizas en el aire denso y lúgubre. La niebla se colaba hasta por la última rendija y por el ojo de la última cerradura, y era tan espesa que, aunque el callejón era de los más angostos, las casas de enfrente parecían meros fantasmas. La escena de aquella tétrica nube abatiéndose y oscureciéndolo todo invitaba a pensar que la naturaleza habitaba por allí cerca y crecía a gran escala.

Scrooge tenía abierta la puerta del despacho para vigilar en todo momento a su escribiente, que copiaba cartas en una pequeña y deprimente estancia contigua a la suya, una especie de celda. La lumbre de Scrooge era pobre, pero la del escribiente lo era tanto más que incluso parecía reducirse a una sola ascua; pero no podía alimentarla, pues Scrooge guardaba la caja del carbón en su estancia, y en cuanto apareciera con la pala en la mano, sin duda el patrono pronosticaría que iba a ser necesario prescindir de sus servicios. Razón por la que el escribiente se arropaba con su bufanda blanca e intentaba calentarse con la vela, empeño en el que, no siendo un hombre de gran imaginación, fracasaba.

—¡Feliz Navidad, tío! ¡Dios le guarde! —exclamó una voz alegre. Era la voz del sobrino de Scrooge, que se acercó a él tan raudo que solo entonces se apercibió de su presencia.

—¡Bah! —repuso Scrooge—. ¡Paparruchas!

El sobrino de Scrooge había caminado a paso tan ligero por entre la niebla y la escarcha que parecía acalorado; tenía el rostro rubicundo y agraciado, sus ojos chispeaban y su aliento se condensaba en vaho.

—¡Tío! ¿Paparruchas, la Navidad? —se sorprendió el sobrino de Scrooge—. Estoy seguro de que en realidad no lo cree.

—¡Por supuesto que sí! —contestó Scrooge—. ¡Feliz Navidad! ¿Qué derecho tienes a sentirte feliz? ¿Qué motivo tienes para sentirte feliz, siendo pobre como eres?

—¡Vamos, vamos! —replicó el sobrino, jovial—. ¿Qué derecho tiene usted para ser tan taciturno? ¿Qué motivo tiene para ser tan arisco, siendo rico como es?

No ocurriéndosele mejor respuesta en ese momento, Scrooge volvió a decir «¡Bah!», y de nuevo añadió «¡Paparruchas!».

—¡No esté de tan mal humor, tío! —dijo el sobrino.

—¿Cómo no voy a estarlo —repuso el tío— cuando vivo en un mundo de necios como

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