David Copperfield

Charles Dickens

Fragmento

I. Nazco

I

NAZCO

Si he de ser yo el héroe de mi propia vida, o si otro cualquiera ha de reemplazarme, eso lo dirán estas mismas páginas. Para iniciar mi historia desde un principio, diré que nací, según me han dicho y creo, un viernes a las doce en punto de la noche. Y, cosa curiosa, tan pronto como el reloj comenzó a sonar, empecé a llorar simultáneamente.

Teniendo en cuenta el día y la hora de mi nacimiento, la enfermera y algunas comadronas del barrio (que habían demostrado un gran interés por mí varios meses antes de que nos hubiésemos conocido personalmente) declararon, primero: que yo estaba predestinado a ser desgraciado en esta vida, y segundo, que gozaría del privilegio de ver fantasmas y espíritus. Según ellas, estos dones eran inevitablemente otorgados a todo niño (de uno u otro sexo) que tuviera la desgracia de nacer en viernes y a medianoche.

No hablaré en este momento de la primera de esas predicciones, pues esta historia demostrará su exactitud o su falsedad. Respecto a la segunda, solo haré constar que, a no ser que los viese en mi primera infancia, todavía estoy aguardándolos. Por supuesto, no es que me queje porque me hayan defraudado, pues, si alguien está disfrutando de ellos por equivocación, le agradeceré que los conserve a su lado.

Nací envuelto en una membrana que trató de venderse, anunciándola en la prensa, por el modesto precio de quince guineas. No sé si los marineros de aquella época poseerían muy poco dinero o si lo que tenían era muy poca fe, y quizá preferían cinturones de corcho; lo que sí sé es que solo se presentó un comprador, comerciante que ofrecía por ella dos libras en plata y el resto en vino, negándose a pagar un solo céntimo más por la seguridad de no morir ahogado.

Como la adquisición de los vinos realmente no interesaba para nada a mi pobre madre, ya que acababa de vender los suyos, desistió de la venta, tras haber retirado los anuncios, que, sin embargo, tuvo que pagar. Diez años más tarde, mi membrana fue sacada a sorteo en nuestra aldea, y por la papeleta se cobró la cantidad de media corona con la condición de que el agraciado con ella pagaría, además, cinco chelines. Estuve en el sorteo y recuerdo que me sentí humillado al ver que así se disponía de una parte de mi persona. La membrana le tocó a una señora que llevaba una cesta, de la que extrajo, con muy mala gana, los estipulados cinco chelines, todos en medios peniques, y además dio un penique de menos, no sirviendo de nada el tiempo que se invirtió en explicaciones y cálculos aritméticos, pues al final no lograron convencerla. Y es un hecho que todos recuerdan como asombroso que la señora no murió ahogada, sino que falleció triunfalmente en su cama a los noventa y dos años. Tengo entendido que la tal señora, mientras tomaba el té, su ocupación favorita, solía vanagloriarse de no haberse hallado sobre el agua más que una vez en su vida, y, aun así, en una ocasión en la que atravesaba un puente, y que se enfadaba mucho contra los marineros y demás personas que tenían el atrevimiento de vagar por esos mundos. En vano se le demostraba que muchas cosas buenas, el té entre ellas, se disfrutaban gracias a aquellas aficiones reprobables. La señora replicaba cada vez con mayor energía y confianza, esgrimiendo la terrible fuerza de su razonamiento: «No, nada de vagabundeos».

Para no «vagabundear», yo tampoco volveré a tocar el tema de mi nacimiento.

Nací en Blunderstone, Suffolk, o «por ahí», como dicen en Escocia, y fui un niño póstumo. Los ojos de mi padre se cerraron a la luz de este mundo seis meses antes de que se abrieran los míos. Aun ahora hay algo extraño para mí en la idea de que jamás me conociera; y algo más extraño todavía en el triste recuerdo que conservo de mi primer encuentro infantil con la losa blanca de su tumba en el camposanto. La indefinible compasión que sentía al recordarla allí, sola, en la noche oscura, mientras nuestra sala de estar estaba caliente y reluciente de fuego y luz, con las puertas de la casa cuidadosa y cruelmente cerradas (al menos así me lo parecía entonces).

Una tía de mi padre y, por consiguiente, tía abuela mía, de la que hablaré más adelante, era el personaje principal de nuestra familia: la señorita Trotwood o señorita Betsey, como mi pobre madre la llamaba siempre que se atrevía a nombrar a aquel formidable personaje, cosa que ocurría muy rara vez.

Mi tía se había casado con un hombre más joven que ella, muy apuesto, aun cuando no en el sentido que indica el proverbio de «lo hermoso es siempre bueno», ya que se sospechaba que pegaba a su mujer, e incluso llegó a contarse una vez que, discutiendo a propósito de cuestiones económicas, casi la tiró por una ventana del segundo piso. Estas demostraciones evidentes de incompatibilidad de caracteres impulsaron a la señorita Betsey a entregarle dinero para que se fuese y consentir en una separación amistosa. El marido se fue a la India con el dinero de ella, y allí, según la leyenda familiar, se le vio montado sobre un elefante y acompañado de un baboon o babuino, aunque más bien creo que debía de tratarse de un baboo o de una begum. Fuera como fuese, diez años más tarde, desde la India, llegó a su casa la noticia de su muerte. Nadie supo el efecto que esta noticia produjo en mi tía. A raíz de la separación había vuelto a usar su nombre de soltera, y tras comprar una pequeña casa en la costa, allí vivía desde entonces con su criada, como si fuese una solterona, recluida en un inquebrantable aislamiento.

Según creo, mi padre había sido el sobrino favorito de la señorita Betsey; pero mi tía se ofendió mortalmente con su viuda, con el pretexto de que mi madre era «una muñeca», pues, aunque jamás la había visto, sabía que aún no tenía veinte años. La señorita Betsey no quiso volver a ver a su sobrino. Mi padre le doblaba la edad a mi madre cuando contrajeron matrimonio y era hombre de constitución delicada. Un año después de su boda, y como ya he dicho, seis meses antes de nacer yo, murió.

Tal era el estado de las cosas en la tarde de aquel memorable, si se me puede excusar que así lo llame, e importante viernes. No puedo enorgullecerme de haber sabido en aquella época lo que estoy relatando, y tampoco de conservar ningún recuerdo, fundado en la evidencia de mis sentidos, de lo que sigue.

Mi madre se hallaba sentada al lado de la chimenea, con mala salud y muy abatida, mientras miraba hacia el fuego a través de sus lágrimas, pensando con tristeza en su propia vida y en el huerfanito a quien esperaba un mundo no muy contento de su llegada, y quizá también pensaba en algunos proféticos paquetes de alfileres preparados de antemano y guardados en el cajón de una cómoda del primer piso. Mi madre, repito, estaba sentada junto al fuego, en una tarde clara y fría de marzo; se sentía muy triste y deprimida ante el temor de no salir con vida de la prueba que le esperaba, cuando, al tratar de enjugarse los ojos, vio a una señora desconocida que entraba en el jardín.

A la segunda mirada que le dirigió,

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