Lord Jim

Joseph Conrad

Fragmento

Nota del autor

NOTA DEL AUTOR

Cuando esta novela vio la luz por vez primera en forma de libro corrió el rumor de que me había obsesionado con la historia y me había dejado llevar por ella. Algunos críticos sostuvieron que la obra había sido, en un principio, un relato que se le había ido de las manos al autor. Uno o dos de esos críticos encontraron, en el mismo texto, pruebas de su afirmación, que al parecer les divertía. Destacaron las limitaciones de la forma narrativa. Argumentaron que ningún hombre podría hablar durante todo ese tiempo, ni otros hombres escucharlo tanto rato. Según dijeron, no resultaba muy creíble.

Después de pensarlo durante unos dieciséis años, sigo sin estar muy seguro de esas afirmaciones. Se sabe de hombres, tanto en los trópicos como en la zona templada, que pasan sentados media noche «contando batallas». Esta es otra batalla más, aunque con interrupciones que proporcionan cierto descanso al lector. En cuanto a la resistencia de los oyentes, debe aceptarse el postulado de que la historia era, en efecto, interesante. Se trata de una suposición preliminar y necesaria, pues, de no haber creído que era interesante, jamás habría empezado a escribirla. En cuanto a la simple posibilidad física de la narración oral, todos sabemos que el desarrollo de algunos discursos del Parlamento británico se ha aproximado más a las seis horas que no a las tres; mientras que la totalidad de la parte del libro dedicada a la narración de Marlow puede leerse, yo diría, en menos de tres horas. Además —aunque he obviado por completo ese tipo de detalles sobremanera insignificantes del relato—, podemos suponer que esa noche se tomaron refrigerios o algún que otro vaso de agua mineral para facilitar el discurso del narrador.

Sin embargo, y ahora sin chanzas, lo cierto del caso es que, en un principio, pensé en escribir un relato, algo relacionado simplemente con el suceso del barco de los peregrinos, nada más. Era un concepto justificado desde el punto de vista literario. No obstante, tras redactar un par de páginas, por algún motivo me sentí frustrado y las dejé de lado durante un tiempo. No las saqué del cajón hasta que el difunto señor William Blackwood me sugirió entregar algo más para publicar en su revista.

Solo entonces me di cuenta de que el suceso del barco de los peregrinos era un buen punto de partida para una historia con la que dar rienda suelta a la creatividad y la divagación. Era un acontecimiento, además, que podría describir la totalidad del «sentimiento existencial» de un sencillo y juicioso personaje. No obstante, todas esos intereses y consideraciones preliminares eran bastante confusos en ese momento y no me parecen más claros ahora, después de este lapso de tantos años.

Las pocas páginas que había dejado de lado no fueron baladíes a la hora de escoger el tema; pero lo reescribí todo. Cuando por fin me senté a trabajar, supe que sería un libro largo, aunque no preveía que fuera a prolongarse como para ser publicado en tres números de Maga.

Me han preguntado, en alguna ocasión, si no era este mi libro preferido de entre todos los que he escrito. Soy un gran enemigo del favoritismo en la vida pública, en la privada, e incluso en la delicada relación de un autor con su obra. Por principios, no tendré favoritos, aunque no llegaré al extremo de sentirme agraviado ni molesto por la preferencia de algunas personas hacia mi Lord Jim. Ni siquiera diré «No logro entender…». ¡No! Aunque una vez llegué a sentirme verdaderamente confuso y sorprendido.

Un amigo mío, recién llegado de Italia, me contó que había hablado con una señora a la que no había gustado el libro. Me molestó, por supuesto, pero lo que en realidad me sorprendió fue la razón de su disgusto. «Ya sabe —había dicho la señora—. Es que la historia es tan enfermiza…»

Esa declaración me sumió en ansiosas reflexiones durante una hora. Al final llegué a la conclusión de que, haciendo ciertas concesiones por el hecho de que el tema en cuestión puede resultar bastante extraño para el gusto más habitual de las damas, la señora en cuestión no podía ser, de ninguna de las maneras, italiana. Dudo incluso que fuera europea. En cualquier caso, ningún lector latino podría haber encontrado nada enfermizo en la clara conciencia de la pérdida del honor. Esa conciencia puede estar equivocada, o tal vez esté en lo cierto, o puede criticarse por ser fingida; o, quizá, mi Jim no responda a un tipo de mentalidad muy extendida. Pese a todo, estoy en condiciones de afirmar, con total seguridad, a mis lectores que el personaje no es fruto de una fría y perversa maquinación de mi pensamiento. Tampoco es un personaje inspirado en la mitología nórdica. Una mañana soleada, en los típicos alrededores de una ensenada oriental, le vi pasar: atractivo, imponente, bajo una nube, en completo silencio. Y así es como debía ser. Mi cometido era, con toda la comprensión de la que fuera capaz, dar con las palabras perfectas para explicar su existencia. Él era «uno de los nuestros».

J.C. (1917)

Lord Jim

LORD JIM

Capí tulo 1

1

Por dos dedos, quizá un poco más, no superaba el metro ochenta, era de complexión fuerte y avanzaba hacia uno con paso firme, los hombros ligeramente caídos, la cabeza echada hacia delante y la mirada baja, clavada en su objetivo; recordaba a un toro dispuesto a embestir. Tenía una voz profunda, sonora, y sus gestos expresaban una tenaz confianza en sí mismo carente de cualquier agresividad. Diríase más bien una obligación, y, al parecer, no solo consigo mismo, sino con todos los demás. Su aspecto era impecable, iba ataviado de blanco níveo desde el sombrero hasta el calzado, y era muy conocido en los diversos puertos orientales donde se ganaba la vida como corredor comercial de proveedores de buques.

Un corredor comercial no debe superar prueba alguna bajo el sol, sino que debe poseer la habilidad teórica y demostrarla en la práctica. Su trabajo consiste en competir a la carrera, entre velamen, vapor o remos, con los demás corredores,

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