El mito de Sísifo

Albert Camus

Fragmento

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LO ABSURDO Y EL SUICIDIO

No hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no la pena de ser vivida equivale a responder a la cuestión fundamental de la filosofía. El resto, si el mundo tiene tres dimensiones, si las categorías del espíritu son nueve o doce, viene después. Se trata de juegos; primero hay que responder. Y si es cierto, como asegura Nietzsche, que un filósofo, para ser estimable, debe predicar con el ejemplo, se comprende la importancia de esta respuesta, pues precederá al gesto definitivo. Se trata de evidencias sensibles para el corazón, mas es preciso profundizar en ellas para que el espíritu las tenga claras.

Si me pregunto por qué juzgo tal cuestión más urgente que tal otra, respondo que por las acciones a las que compromete. Nunca he visto a nadie morir por el argumento ontológico. Galileo, en posesión de una importante verdad científica, abjuró de ella con toda tranquilidad cuando puso su vida en peligro. En cierto sentido, hizo bien. Aquella verdad no valía la hoguera. Es profundamente indiferente saber cuál de los dos, la tierra o el sol, gira alrededor del otro. Para decirlo todo, es una futilidad. En cambio, veo que mucha gente muere porque considera que la vida no merece la pena de ser vivida. Veo a otros que se dejan matar, paradójicamente, por las ideas o ilusiones que les dan una razón de vivir (lo que llamamos una razón de vivir es al mismo tiempo una excelente razón de morir). Juzgo, pues, que el sentido de la vida es la más apremiante de las cuestiones. ¿Cómo responder a ella? En todos los problemas esenciales, y me refiero a los que ponen en peligro la vida o decuplican la pasión de vivir, no hay probablemente sino dos métodos de pensamiento, el de Perogrullo y el de don Quijote. El equilibrio de evidencia y lirismo es lo único que nos permite acceder al mismo tiempo a la emoción y la claridad. En un tema a la vez tan humilde y tan preñado de patetismo la dialéctica sabia y clásica debe ceder, pues, su lugar, parece claro, a una actitud anímica más modesta que procede a la vez del buen sentido y de la simpatía.

El suicidio siempre se ha tratado como un fenómeno social. Aquí, por el contrario, para empezar, nos ocupamos de la relación entre el pensamiento individual y el suicidio. Un gesto como ese se prepara en el silencio del corazón, lo mismo que una gran obra. El mismo hombre lo ignora. Y una noche, dispara o se arroja al vacío. De un administrador de inmuebles que se mató me decían un día que había perdido a su hija hacía cinco años, que desde entonces había cambiado mucho y que esa historia «lo había minado». Imposible desear una palabra más exacta. Comenzar a pensar es comenzar a estar minado. La sociedad no tiene mucho que ver con estos comienzos. El gusano se encuentra en el corazón del hombre. Allí hay que buscarlo. Es preciso seguir y comprender el juego moral que lleva de la lucidez frente a la existencia a la evasión fuera de la luz.

Hay muchas causas para un suicidio y, de forma general, no siempre las más aparentes son las más eficaces. Raramente nos suicidamos por reflexión (aunque no haya de excluirse la hipótesis). Lo que desencadena la crisis es casi siempre incontrolable. Los periódicos suelen hablar de «íntima congoja» o de «enfermedad incurable». Esas explicaciones son válidas. Pero habría que saber si ese mismo día un amigo del desesperado le habló en un tono indiferente. Él sería el culpable. Pues eso puede bastar para precipitar todos los rencores y todas las lasitudes todavía en suspensión.[1]

Mas si es difícil fijar el instante preciso, el sutil trámite en que el espíritu apostó por la muerte, es más fácil deducir del gesto en sí las consecuencias que supone. Matarse es, en cierto sentido y como en el melodrama, confesar. Es confesar que la vida nos supera o que no la entendemos. Mas no vayamos demasiado lejos en estas analogías y volvamos a las palabras corrientes. Es solamente confesar que «no vale la pena». Vivir, naturalmente, jamás es fácil. Seguimos haciendo los gestos que la existencia pide por muchas razones, la primera de las cuales es la costumbre. Morir voluntariamente supone que hemos reconocido, aunque sea instintivamente, el carácter ridículo de esta costumbre, la ausencia de toda razón profunda para vivir, el carácter insensato de esa agitación cotidiana y la inutilidad del sufrimiento.

¿Cuál es, pues, ese incalculable sentimiento que priva al espíritu del sueño necesario para su vida? Un mundo que podemos explicar, aunque sea con malas razones, es un mundo familiar. Pero en cambio, en un universo privado de pronto de ilusiones y de luces, el hombre se siente extranjero. Es un destierro sin remedio, pues está privado de los recuerdos de una patria perdida o de la esperanza de una tierra prometida. Ese divorcio entre el hombre y su vida, el actor y su decorado, es propiamente el sentimiento de lo absurdo. Y como todos los hombres sanos han pensado en el suicidio, cabe reconocer, sin más explicaciones, que hay un lazo directo entre ese sentimiento y la aspiración a la nada.

El tema de este ensayo es justamente esa relación entre lo absurdo y el suicidio, la medida exacta en que el suicidio es una solución para lo absurdo. Podemos dar por sentado el principio de que un hombre que no hace trampas debe ajustar su acción a lo que cree verdadero. La creencia en lo absurdo de la existencia debe, pues, regir su conducta. Es curiosidad legítima preguntarse, claramente y sin falsos patetismos, si una conclusión de este orden exige abandonar cuanto antes una condición incomprensible. Me refiero, por supuesto, a los hombres dispuestos a concertarse consigo mismos.

Planteado en términos claros, el problema puede parecer a la vez sencillo e insoluble. Pero es un error suponer que las preguntas sencillas entrañan respuestas que no lo son menos y que la evidencia implica la evidencia. A priori, e invirtiendo los términos del problema, parece que, al igual que uno se mata o no se mata, no haya sino dos soluciones filosóficas, la del sí y la del no. Sería demasiado fácil. Aunque también hay que pensar en los que interrogan siempre, sin llegar a una conclusión. Y no estoy ironizando: se trata de la mayoría. Veo igualmente que quienes responden no actúan como si pensaran que sí.

De hecho, si acepto el criterio nietzscheano, piensan que sí de una forma u otra. En cambio, los que se suicidan suelen estar seguros del sentido de la vida. Estas contradicciones son constantes. Inclusive podríamos decir que nunca han sido tan vivas como sobre este punto, en el que tan deseable parece la lógica. Es un lugar común comparar las teorías filosóficas con la conducta de quienes las profesan. Pero hay que reconocer que ninguno de los pensadores que le negaron un sentido a la vida, salvo Kirilov, que pertenece a la literatura, Peregrinos, que nace de la leyenda,[2] y Jules Lequier, que nos remite a la hipótesis, llevó su lógica hasta rechazar esta vida. Se cita a menudo, para burlarse de él, a Schopenhauer, que hacía el elogio del suicidio ante una mesa bien provista. No veo en ello motivo de risa. Esa forma de no tomarse en serio lo trágico no es tan grave, pero termina juzgando a quien la adopta.

Frente a estas contradicciones y estas oscuridades, ¿ha de creerse que no hay ninguna relación entre la opinión que uno puede tener de la vida y el gesto que hace para abandonarla? No exageremos en este sentido. En el apego de un hombre

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