La Rumba

Ángel de Campo

Fragmento

La Rumba

Prólogo

“YO HE DE SER COMO LAS ROTAS”:
LA RUMBA FUERA DE LA RUMBA

En La Rumba se narra la historia de una muchacha humilde y agraciada, Remedios, cuyo anhelo por superar su condición la lleva a marcharse del hogar y a enfrentar las consecuencias naturales de esta decisión. Esta historia, repetida por la novela del siglo XIX, pasa siempre por la atracción que provoca la ciudad, la seducción de un galán incierto, el afán de movilidad social y el castigo ejemplar. El lector se preguntará, conmigo, qué razones puedo aducir para invitarlo a leer un texto que relata, una vez más, una historia tan conocida, ¿para qué editar 127 años después de aparecida por primera vez, una novela más a propósito de un tema manido, trasnochado para el lector actual; un texto, además, olvidado en la prensa por su propio autor? Razones sobran, sin embargo. Convengamos en que la buena fortuna editorial de que ha gozado La Rumba por encima de otras piezas de Micrós —y me refiero no sólo a su rescate en 1951 y a sus sucesivas reediciones, sino, sobre todo, al escándalo que provocó en el momento de su publicación en El Nacional— es evidencia suficiente para sostener que se trata de un texto notable por innovador y deslumbrante1 y, añadiría, por ese grado de ambigüedad y de impenetrabilidad (por la dificultad para comprenderla o descifrarla) que sustenta la solución de la novela. En La Rumba se narra un desvío que se convierte en clave de lectura para todos los temas que trata: la mujer, la ciudad, la sociedad, la literatura, la prensa y la justicia están sufriendo un severo proceso de transformación y desfiguramiento que la novela testimonia y que se ilustra bien en los avatares que atravesó su publicación en El Nacional, de los que daré cuenta adelante. Si estas razones no fueran suficientes, añado el humor, la ligereza en la narración, la voluntad de estilo, la amenidad y la originalidad en el tratamiento y el empleo de recursos que integran la novela. Desde luego, De Campo es más que La Rumba, pero La Rumba es la encarnación de lo mejor que ofrece Micrós: un vistazo humano, microhistórico (porque se detiene a examinar lo minúsculo: un personaje, un documento, un hecho en particular, aparentemente insignificantes para la gran historia) si se me permite decirlo, a la crisis general que se verificaba hacia el final del porfiriato.

La Rumba, en el relato, es plaza, barrio, personaje colectivo, tienda y protagonista de la novela. El personaje múltiple que representa La Rumba va inventando al otro en el mismo2 y fundiéndose en todos: a Remedios, la fragua en la que ha crecido la determina y el barrio le da nombre. Los espacios adquieren, pues, un protagonismo peculiar en esta pieza o, mejor dicho, un deuteragonismo (es decir, una importancia que sigue a la del protagonista) en el sentido de espejo, de sombra del protagonista. En su odisea fatal, la Rumba habita todos estos espacios: fragua, tendajón, arrabal, plaza, ciudad, tienda, vecindad, cárcel, sala de jurado e iglesia.

En el tránsito del barrio periférico a la ciudad —que La Rumba recorre encarnando a este nuevo personaje citadino que es la empleada, en este caso, de una casa de modas—, el tranvía cumple la función de nexo entre la “modernidad” que ofrece la metrópoli (el peligro) y la vida “rural” (que ha dejado de representar lo puro e inocente) en el trasfondo de la periferia y que, por su carácter entreabierto, ha perdido su identidad y, sobre todo, su función. El tranvía y las luces de la ciudad prometen un modo de vida fascinante, distinto, pero es claro que, como afirma Marshall Berman: “Los medios de comunicación que parecen reunir a las personas —calle e imprenta [y aquí cabe, tranvía]— sólo hacen más dramático el abismo entre ellas”.3 La distancia es evidente si se piensa que se combinan modernas comunicaciones de masas con relaciones sociales prácticamente feudales (en la periferia). El roce y la cercanía producen efectos crueles, magnifican las diferencias y evidencian la separación. Sea como sea, uno de los peligros que encarna la ciudad es su fuerza destructora que mina, poco a poco, las formas tradicionales familiares, desdibujadas ya, en decadencia, si se quiere, en La Rumba.

A pesar de personificar en su nombre el lugar que la ciñe, Remedios, La Rumba, no está identificada con su espacio: como personaje problemático, Remedios necesita alejarse de ese ambiente y de esa sociedad que la oprimen y la sofocan.4 La tesis que De Campo plantea en su texto se explica en esta tensión: nadie puede negar su condición sin correr el peligro de perderla. A ello sumemos lo incierto de ese estado: la primera descripción que se hace de ella es la de una mujer más bien viril, aunque termine convertida en indefensa víctima: hay “una cierta inconsistencia entre esa Rumba fuerte y viril del primer capítulo y la subsiguiente mujer, bastante sumisa, que apenas se rebela en una situación extrema de sobrevivencia, cuando mata por accidente a su marido”.5 La salida de su espacio convencional —siguiendo a José Ricardo Chaves—, la masculiniza y la degenera; es un proceso natural que, en la novela, extrañamente tiene la posibilidad de ser revertido.

La Rumba tiene rasgos de novela circular —admonitoria pese a sus titubeos—, en la que las profecías se cumplen; la perspectiva del personaje se transforma y su acción modifica el espacio en un viaje casi vertiginoso por su tiempo vital. Algunos espacios se alteran; en otros casos, es la percepción de ellos la que se modifica. El tiempo individual no se repite (y el colectivo es fatalmente circular); parece no haber vuelta atrás, salvo por medio del recurso de la memoria, de manera que el personaje transfigurado, como desecho de un grupo, está condenado a repetir un ciclo inevitable, con una inusitada posibilidad de redención al final. No en balde las frases iniciales de augurio (“Yo he de ser como las rotas”) aparecen de nuevo al final de la novela como marca de destino: “—Ah señor Borbolla, nunca, nunca he de querer ya parecerme a las rotas... Y la muchacha se perdió en las sombras del patio, sombras quizá protectoras y no cómplices”. La ilusión de un texto en algún sentido abierto, por la novedosa técnica de inclusión del presente en la voz del testigo narrador en segunda persona, y la ilusoria perspectiva de posibilidades al final —a nivel argumental y formal—, puede ser eso, una ilusión, como la de Remedios, o puede, a partir de un valor espacial inédito (el de la Iglesia) trastocarse justamente en redención. La Remedios que acaba en la cárcel (y ya fuera de ella, la que termina viviendo en la casa del padre Milicua) no sueña más; su tiempo ya no es capaz de eludir el presente: “El mundo [ahora]... se posee y, una vez poseído, el horizonte de la imaginación y de los sueños inevitablemente se cierra”.6 ¿Qué representa entonces la Iglesia para la novela? Si es un templo de fe fuera de uso, su función com

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