Novelas cortas

Federico Gamboa

Fragmento

Novelas cortas

Prólogo

La muy noble, leal y moderna ciudad de México,
en la mirada de Gamboa

El joven Federico

Muchacho de veinticuatro años, Federico Gamboa trabajaba por las tardes como periodista de espectáculos y secretario de redacción en el periódico El Lunes, dirigido por el famosísimo poeta Juan de Dios Peza. Huérfano de madre desde su pubertad y de padre años después, podría haber vivido cómodamente en casa de su hermano José María, funcionario porfirista, influyente jurisconsulto y diputado federal, pero prefirió instalarse en un cuarto de soltero ubicado en los pisos altos del Hotel de Iturbide —hoy Palacio de Cultura Banamex, en la actual calle peatonal de Francisco I. Madero— que por entonces tenía cafetería, restaurante, billares y un enorme patio al que llegaban vendedores ambulantes a ofrecer loros, cotorras y muñecos de cera, de trapo y de barro de Guadalajara, hasta que aparecía el guardia a desalojar al colorido vocerío.

El primer elevador que hubo en alguna casa de hospedaje en México fue instalado ahí; aun así, una mañana del otoño de 1888, el robusto gendarme del ejército se resistió a utilizarlo, desconfiando del mecanismo, y se echó a pechos las interminables escaleras, haciendo chocar en cada escalón su sable. El “criado” —eran tiempos en que incluso un calavera como Federico podía pagar un empleado que lo asistiera— lo recibió con alarma y, fuera de sí, entró a su estudio diciendo: “Señor, ¡un soldado pregunta por usted!”. Un rato después observó con asombro el gusto con el que fue despachado el agente, quien se llevó, además de la moneda que recibió como propina, la juventud, la irresponsabilidad y los hábitos de bohemio de Federico. Quien hasta entonces había sido entusiasta periodista y traductor, y oscuro empleado de un juzgado de lo criminal —pues siguió la carrera de Derecho, como quiso su padre—, ganó por méritos propios la plaza de tercer secretario de la legación de México en Guatemala.

Apenas un lustro después, Gamboa confesó que desde muchos años atrás había acariciado la secreta ambición de pertenecer al Cuerpo Diplomático. Estaba al pendiente de las vacantes, seguía la pista de los empleados que se retiraban y de quienes los sustituían, y en su imaginación ya había viajado a conocer todas las legaciones. Una nueva ley llegó a abrir la puerta a la posibilidad de que cualquiera que presentara convenientemente el examen, sin favoritismos ni recomendaciones, pudiera ser aprobado. Así fue como un anhelo de tantos años lo puso por segunda vez en su vida en el camino de abandonar la Ciudad de México.

La primera vez que había salido del país tenía catorce años. Su padre consiguió un buen puesto en la administración de los ferrocarriles, con sede en Nueva York, y allá se instalaron su hermana, su padre y Federico, en el piso de un hotel por cuyos grandes cristales se miraba hacia la calle. Para ir a la escuela nocturna donde aprendió inglés, caminaba por la Sexta Avenida; ahí conoció sus restaurantes, joyerías y tiendas, y se asombró ante el ferrocarril de vapor que pasaba muy por encima de su cabeza. La ciudad ejerció su influjo y hechizó al adolescente; recorrió la prestigiosa Great Jones Street, visitó el salón de conciertos de los Cremorne Gardens, escuchó conciertos en el recién inaugurado Metropolitan Opera House, incursionó en la permisiva casa de baile Buckingham Palace, asistió al vaudeville del Koster and Bial’s, bebió en los salones de cerveza de la calle Bowery y descubrió muchos otros sitios que, por su juventud, no debió de conocer; se coló en “salones llenos de luz, de ruido ensordecedor, de mujeres solas y acompañadas”, aspiró “la atmósfera pesada, más que tibia, oliendo a caricias, a licores, a transpiración humana” y escuchó “la música cayendo a raudales por aquel gentío, y el idioma inglés agazapado hasta en los últimos rincones”.1 Así, en la Gran Manzana mordió la vida “sin clasificar sus frutos, por el placer de morder, que es el placer de los pocos años” (52).

Descubiertas sus correrías prematuras por su padre, fue enviado de regreso a México, al internado del señor Baz. Culminó sus estudios ya huérfano, sin ningún aliciente, pues el foro no le atraía, y casi por casualidad fue llevado por un amigo a las oficinas de El Diario del Hogar, periódico dirigido por Filomeno Mata, a quien le urgía la traducción de un texto sobre una excursión al Polo Norte. A raíz de eso, consiguió ser corrector de pruebas del periódico El Foro, labor por la que ganaba 30 pesos al mes. Años después, rememoraba: “Comenzó entonces uno de los periodos de mi existencia en que he trabajado más. Por la mañana, de las 9 a la 1, en la oficina; y por la tarde, desde las 3 hasta las 11 de la noche, en la imprenta, con un pequeño intervalo de las 8 a las 9 en que salía a tomar café, cuando los dineros lo permitían, y cuando no, a tomar el aire” (62).

A sus veintiún años, era cronista de espectáculos de El Diario del Hogar, donde firmó con el seudónimo “La Cocardière”; hizo por entonces vida bohemia y fue conocido con el apodo de “El Pajarito”. Su trato cotidiano con la farándula del Porfiriato lo llevó a proponer la versión mexicana de un género de espectáculo que tenía gran éxito; así tradujo la opereta Mam’zelle Nitouche —género conocido como vaudeville—, que Albert Millaud había escrito para la célebre comediante francesa Anna Judic. Tras dos meses intensos de escritura y dirección, bautizó su comedia musical como La Señorita Inocencia, por la que recibió 25 pesos por cada acto y diez por cada función que se representara en el lapso de un año. La obra se anunció con “cartelones policromos en las esquinas, en las tiendas, en los cafés”, y por “granujas” que se paseaban por las calles a manera de estandartes. Federico Gamboa se ufanó, entonces, de no ser considerado sólo periodista, sino también traductor, lo que le permitió el libre acceso a bastidores en el Teatro Nacional. Más tarde recordó:

Las tiples me admitieron en sus cuartos, a la hora de la charla; adquirí el derecho de permanecer entre telones durante la representación […]; me acostumbré a todo, a las piernas de las coristas y bailarinas que esperan la “salida” amontonadas junto a un bastidor; a que la tiple se quejara de los botines y de las exigencias del empresario; a que el traspunte tratara a todo el mundo poco menos que a empellones; a que el barítono largara un terno2 al entrar en escena; a las brusquedades de los maquinistas; a las indecencias de los comparsas; el olor de gas, humedad y colorete que lo envuelve a uno, le coge la garganta y lo asfixia en los primeros tiempos (155-156).

Días previos al estreno, Federico estuvo postrado por el dolor: ¿angustia, ansiedad, miedo al fracaso, exceso de trabajo? Como sea, se presentó a la première el domingo 26 de agosto de 1888 y encontró lleno absoluto. El público hizo repetir una escena, pero no fue sino hasta el segundo acto cuand

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