Toda pasión apagada

Vita Sackville-West

Fragmento

libro-5

 

Henry Lyulph Holland, primer conde de Slane, llevaba existiendo tanto tiempo que el público había empezado a considerarle inmortal. Al público, en conjunto, le resulta reconfortante la longevidad y, tras la necesaria pausa de reacción, está dispuesto a reconocer en la vejez extrema un signo de distinción. El longevo ha triunfado por lo menos sobre una de las desventajas iniciales del hombre: la brevedad de la vida. Hurtar veinte años a la aniquilación eterna supone imponer la propia superioridad sobre un programa asignado. Así de pequeña es la escala sobre la que disponemos nuestros valores. Fue por ello con un sobresalto de auténtica incredulidad con lo que los hombres de la City, al abrir sus periódicos en el tren una tibia mañana de mayo, leyeron que Lord Slane, a la edad de noventa y cuatro años, había pasado inesperadamente a mejor vida la noche anterior después de la cena. «Un ataque al corazón», dijeron con perspicacia, aunque en realidad estaban citando los periódicos; y, a continuación, añadieron con un suspiro: «Bueno, otro viejo hito que desaparece». Ese era el sentimiento dominante: otro viejo hito que desaparecía, otro recordatorio de la inseguridad. Los periódicos, en un estallido final de publicidad, recogieron y consignaron todos los acontecimientos y progresos de la vida de Henry Holland; los juntaron en un puñado tan duro como una pelota de críquet, y los lanzaron a la cara del público, desde los días de su «brillante carrera universitaria», pasando por la época en la que Mister Holland, a una edad asombrosamente temprana, había ocupado un escaño en el gabinete, hasta este mismísimo día final en el que, siendo conde de Slane, KG, GCB, GCSI, GCIE, etcétera —sus condecoraciones le seguían en orden decreciente como la cola de un cometa—, se había hundido en su silla después de la cena, y lo acumulado durante noventa años había retrocedido bruscamente a la historia. El tiempo parecía haber dado un pequeño salto hacia delante, ahora que la figura del viejo Slane ya no estaba allí con sus brazos extendidos para contenerlo. Desde hacía unos quince años no había participado de una forma muy activa en la vida pública, pero había estado allí y, de vez en cuando, la irrefutable suavidad, el sentido común y el tono burlón de su elocuencia en el Parlamento habían inquietado, aunque nunca realmente detenido, a sus colegas más radicales al borde de la locura. Tales declaraciones habían sido escasas, ya que Henry Holland se había distinguido siempre por su capacidad para apreciar el valor de la economía, pero por su misma escasez producían un saludable sentimiento de intranquilidad, puesto que la gente sabía que estaban respaldadas por una experiencia ya legendaria: si el anciano, el octogenario, el nonagenario, era capaz de tomarse la molestia de acercarse con paso medido hasta Westminster y, en su incomparable estilo, aliviarse de unas opiniones cuidadosa, grave, pero cínicamente concebidas, entonces la prensa y el público estaban obligados a prestar atención. Nadie había atacado jamás a Lord Slane en serio. Nadie le había acusado jamás de ser una vieja gloria. Su honor, su encanto, su languidez y su buen juicio le habían hecho sacrosanto a los ojos de todas las generaciones y todos los partidos; era quizá el único, entre los estadistas y políticos, del que se podía decir eso. Quizá porque parecía haber tocado la vida en todos sus aspectos y, sin embargo, no parecía haber tocado la vida, la vida normal, en absoluto, debido a su distanciamiento proverbial, nunca había atraído sobre sí el odio y la desconfianza comúnmente otorgados al simple experto. Hedonista, humanista, deportista, filósofo, erudito, hombre de encanto e ingenio; uno de esos raros ingleses que tienen la fortuna de nacer equipados con una mente auténticamente adulta. Sus colegas y sus subordinados se habían sentido alternativamente cautivados y enfurecidos con su pretendida displicencia para ocuparse de cualquier cuestión práctica. Resultaba difícil obtener un sí o un no de este hombre. Cuanto mayor era la importancia del asunto, mayor era su ligereza al ocuparse de él. «Sí», escribía al pie de un memorándum que exponía las ventajas de dos políticas opuestas; y sus subalternos, desesperados, se pasaban la mano por la frente. Estaba acabado como estadista, decían, porque siempre veía las dos caras de la cuestión; pero incluso mientras lo decían exasperados, no lo pensaban realmente, ya que sabían que, llegado el momento, cuando finalmente se le arrinconaba, era más incisivo, más devastador que cualquiera de los que se sentaban firmes y engreídos en un despacho gubernamental. Era capaz de echar una ojeada a un informe y descubrir su esencia y su debilidad antes de que otro hombre hubiera tenido tiempo de leerlo entero. Con su acostumbrada cortesía exquisita, aniquilaba de igual manera el optimismo y la miopía de su interlocutor. Siempre cortés, y correcto, acababa con sus competidores.

El público, al igual que los caricaturistas, apreciaba también sus idiosincrasias personales; su corbatín de raso negro, el monóculo colgado de una cinta exageradamente ancha, los botones de coral en el chaleco de gala, el cabriolé privado que siguió manteniendo mucho tiempo después de que los motores se hubieran puesto de moda: todo esto le sostenía a través de la confusa justicia e injusticia de la leyenda; y cuando, a los ochenta y cinco años, consiguió por fin ganar el Derby, ningún hombre recibió jamás una ovación mayor. Únicamente su mujer sospechaba la estrecha relación que existía entre esas idiosincrasias y una táctica premeditada. Ella, por naturaleza la persona menos cínica del mundo, había aprendido a colocarse una máscara de cinismo tras setenta años de asociación con Henry Holland. «Pobre anciano —dijeron los hombres de la City en el tren—; bueno, se ha marchado».

En efecto, se había ido, del modo más definitivo e irreparable. Así pensaba su viuda, al contemplarle mientras yacía en su lecho de Elm Park Gardens. Las persianas no estaban bajadas, porque él había estipulado siempre que, cuando le llegara la muerte, no debería oscurecerse la casa, e incluso tras su fallecimiento a nadie se le habría ocurrido desobedecer sus órdenes. Estaba allí, tendido a plena luz del sol, ahorrándole al cantero el esfuerzo de esculpir su efigie. Su bisnieto favorito, al cual se le permitía todo, le había tomado el pelo con frecuencia, diciendo que sería un apuesto cadáver; y ahora que la broma se había convertido en realidad, la realidad ganaba en dramatismo al haber sido anticipada por una broma. Tenía el tipo de rostro que, incluso en vida, uno asocia proféticamente con la elevada dignidad de la muerte. La estructura ósea de la nariz, la barbilla y las sienes resaltaban más debido al ligero hundimiento de la carne; los labios adquirían una línea firme, y sellaban tras ellos toda una vida de sabiduría. Además, y eso era aún más importante, Lord Slane tenía un aspecto tan soigné en la muerte como lo había tenido en vida. «He aquí un dandi», se habría podido decir de él, a pesar de que las sábanas le cubrían.

Sin embargo, pese a toda su dignidad, la muerte trajo con ella una revelación. El rostro que había sido tan noble en vida perdió al morirse una pizca de su nobleza; los labios, demasiado divertidos para resultar desagradablemente sardónicos, traicionaron ahora su delgadez; la ambición cuidadosamente oculta se reveló ahora por completo en la orgullosa curva de las

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