Entre los creyentes

V.S. Naipaul

Fragmento

1

Pacto de muerte

Sadeq iba a acompañarme desde Teherán hasta la ciudad santa de Qom, a unos ciento sesenta kilómetros al sur.Yo no conocía a Sadeq; todo se había organizado por teléfono. Necesitaba un intérprete iraní, y me habían dado el nombre de Sadeq en una embajada.

Sadeq estaba libre porque, como muchos iraníes después de la revolución, se había quedado sin trabajo.Tenía coche. Cuando hablamos por teléfono me dijo que lo mejor sería ir a Qom en su coche,que los autobuses iraníes eran espantosos y podían conducirlos a una velocidad de vértigo personas a las que en realidad no les importaba nada.

Apalabramos el precio del coche, que conduciría él, y de la interpretación, y pidió una cantidad razonable. Dijo que saldríamos lo antes posible a la mañana siguiente, para evitar el calor del día de agosto. Llevaría a la oficina a su mujer —ella aún tenía trabajo— y después vendría al hotel.Yo tenía que estar listo a las siete y media.

Llegó unos minutos antes de las ocho.Aún no había cumplido treinta años; era de baja estatura y bien parecido e iba esmeradamente vestido, con un buen corte de pelo. No me cayó bien. Me pareció un hombre de origen sencillo y educación igualmente sencilla, pero con un orgullo desdeñoso, cortés pero resentido, como si se despreciara a sí mismo por lo que hacía. Era esa clase de hombre que, sin doctrina política, solo con resentimiento, había hecho la revolución iraní. Habría resultado interesante hablar con él un par de horas; me costaría trabajo estar con él varios días, a lo que me había comprometido.

Sonreía, pero me traía malas noticias. No creía que su coche pudiera llegar hasta Qom.

IRÁN

No le creí. Pensé que simplemente había cambiado de idea. Le dije:

—Fue a usted a quien se le ocurrió lo del coche.Yo quería ir en autobús. ¿Qué ha pasado desde anoche hasta ahora?

—El coche se ha estropeado.
—¿Por qué no me ha telefoneado antes de salir de casa? Si me hubiera llamado, podríamos haber cogido el autobús de las ocho.Ya lo hemos perdido.

—El coche se ha estropeado después de llevar a mi esposa al trabajo. ¿De verdad quiere ir a Qom hoy?

—¿Qué le pasa al coche?
—Si de verdad quiere ir a Qom, podemos arriesgarnos. En cuanto arranca, va bien. El problema es arrancarlo.

Fuimos a ver el coche. Estaba sospechosamente bien aparcado junto a la carretera, no lejos de la puerta del hotel. Sadeq se sentó en el asiento del conductor. Le gritó algo a un hombre que pasaba por allí, uno de los numerosos trabajadores en paro de Teherán, y él y yo nos pusimos a empujar. Se acercó un joven con un maletín, probablemente un oficinista camino de su trabajo, y nos ayudó sin que se lo pidiéramos. La carretera estaba levantada y polvorienta; el coche cubierto de polvo. Hacía calor, y los gases de los tubos de escape de coches y camiones lo aumentaban más. Empujamos, siguiendo el flujo del tráfico; después en dirección contraria, mientras Sadeq iba sentado serenamente al volante.

La gente que había en la calle se acercaba y ayudaba un rato; después seguía a lo suyo. Pensé que yo también debía seguir a lo mío. Así, empujando el coche de Sadeq hacia delante y hacia atrás, no era manera de llegar a Qom; lo que había empezado con tan mal pie no podía acabar bien. De modo que sin decirle nada a nadie, ni entonces ni después, dejé a Sadeq, su coche y a los voluntarios que empujaban, y volví a pie al hotel.

Telefoneé a Bihzad.También me lo habían recomendado como intérprete, pero tuve dificultades para localizarle: era un estudiante sin responsabilidades en la gran ciudad de Teherán, y cuando me telefoneó la noche anterior, yo ya había llegado a un acuerdo con Sadeq. Le dije que no había podido llevar a cabo mis planes. No creó

PACTO DE MUERTE ningún problema, y me cayó bien por eso. Dijo que seguía libre y que vendría a verme al cabo de una hora.

Bihzad pensaba que no debíamos ir a Qom en coche. El autobús era más barato, y yo vería más cosas de los iraníes.También dijo que debía comer algo sustancioso antes de partir. Era ramadán, el mes en el que los musulmanes ayunan desde el amanecer hasta el anochecer, y en Qom, la ciudad de los mullahs y los ayatollahs, sería imposible comer y beber. Con el entusiasmo islámico reinante, en algunas zonas del país habían azotado a varias personas por romper el ayuno.

La actitud de Bihzad, incluso por teléfono, era distinta de la de Sadeq. Sadeq, un hombre insignificante que quería trepar, quizá solo un par de peldaños por encima del campesino, me había dado a entender que se encontraba por encima de la media iraní, pero en realidad no era así: sus ojos risueños reflejaban la confusión y la histeria iraníes. Sin embargo, al hablar de su país, al reivindicarlo en su totalidad, Bihzad lograba parecer más objetivo.

Cuando nos vimos en el vestíbulo del hotel, a la hora que me había dicho, me sentí a gusto con él inmediatamente. Era más joven, más alto y más moreno que Sadeq, y más culto; no tenía nada de dandi, ni del nerviosismo y el orgullo descarnado de Sadeq.

Fuimos en taxi de línea —taxis urbanos que recorrían rutas fijas— hasta la estación de autobuses al sur de Teherán. El norte de Teherán, que se extendía hasta los montes pardos, montes que se desvanecían en la neblina diurna, era la zona elegante de la ciudad; allí estaban los parques y los jardines, los bulevares bordeados de plátanos, los edificios de apartamentos, los hoteles y restaurantes caros. El sur de Teherán seguía siendo una ciudad oriental, más populosa y con más aglomeraciones, más como un bazar, llena de gente que se había trasladado desde el campo, y la muchedumbre en la explanada de los autobuses, cubierta de polvo y suciedad, era como una muchedumbre rural.

En un pequeño despacho mugriento le dijeron a Bihzad que había un autobús a Qom dentro de media hora. El autobús en cuestión estaba aparcado al sol abrasador,vacío.No había ni maletas ni bultos en el techo, ni pacientes campesinos esperando fuera o cociéndose den

IRÁN tro. Daba la impresión de que lo habían aparcado para el resto del día. No me creí que fuera a salir al cabo de media hora, y Bihzad tampoco, pero había otro servicio de autobuses desde Teherán que ofrecía vehículos con aire acondicionado y reserva de asientos. Bihzad buscó un teléfono, encontró unas monedas, telefoneó y no obtuvo respuesta. El calor de agosto había aumentado; el aire estaba lleno de polvo.

Un taxi de línea nos llevó a la otra terminal, que estaba en el centro de Teherán. En unos tableros encima del mostrador alargado aparecían los nombres de remotas ciudades iraníes; incluso había servicio diario, a través de Turquía, hasta Europa, pero el autobús de Qom se había ido por la mañana y no habría otro hasta muchas horas más tarde. Era casi mediodía. No podíamos hacer otra cosa más que volver al hotel a pensar.

Fuimos andando; no había sitio en los taxis de línea. El tráfico era muy denso. Desde la revolución no se podía decir que Teherán fuese una ciudad con mucho trabajo, pero la gente tenía coches, y la ciudad ociosa —tantos proyectos abandonados, tantas grúas inmóviles sobre edificios inacabados— podía dar la impresión de un movimiento acuciante.

Lo que parecía indicar ese apremio era la forma de conducir de los iraníes. Conducían como si los automóviles fueran algo nuevo. Conducían como si caminaran, y un torrente de tráfico en Teherán, con la desazón de las paradas y los virajes bruscos, sin carriles delimitados, era como una multitud caminando por la acera, abriéndose camino a codazos. Esa manera de conducir no le hacía precisamente un

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