Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Prólogo
1. Agosto
2. Septiembre
3. Octubre
4. Noviembre
5. Diciembre
6. Enero
7. Febrero
8. Marzo
9. Abril
10. Mayo
11. Junio
12. Julio
13. Agosto
14. Septiembre
Epílogo
Notas
Créditos
A los Hill-Howe,
mi familia americana.
Prólogo
En julio de 2002 dije adiós a veinte años de radio y me trasladé con mi familia al pueblo de mi mujer buscando la apacible vida de un lugar pequeño. Durante las horas de emisión había ido aprendiendo que en los programas, supuestamente construidos a base de palabras, los silencios ocupaban un espacio igualmente importante. Un titular causaba más impacto si uno aguantaba el aliento durante tres segundos antes de lanzarlo al mundo. En las entrevistas, los pequeños momentos de difusión en blanco sustituían a los suspiros, a las sonrisas y a los guiños que dotan de vitalidad a nuestra existencia. En un mundo bipolar donde conviven el blanco y el negro, el yin y el yang, el vacío y el infinito, me había ido forjando la teoría de andar por casa de que el pensamiento humano evoluciona cuando se consigue el balance entre sus dos mitades complementarias: la de hablar y la de escuchar. Había pasado veinte años relatando mis propias crónicas y algo en mi interior me avisaba de que había llegado el momento de prestar atención a las historias de otros.
Con esa intención, la de escuchar, caí una tarde de verano en un pequeño pueblo neoyorquino a la orilla del río Hudson. Iba con la idea de que mis hijos y yo mismo conociéramos con mayor profundidad las raíces de donde provenía su madre. Mi mujer. Para rellenar mi tiempo me llevé la tarea de escribir un guion cinematográfico. Prácticamente no pude atenderla. Antes de que lograse darme cuenta, me vi envuelto en una maraña de historias fascinantes. Insospechadas. En una América que yo ni siquiera presagiaba que pudiese existir.
1
Agosto
John Raucci vio la luz en Brooklyn, año del Señor de 1950, en el seno de una familia católica, apostólica y francamente italiana. De su infancia y juventud conserva gratos recuerdos; algunos de ellos, por no decir los mejores, relacionados con su época de corredor de fondo en el instituto. Se le daban bien los deportes y enseguida entendió, como el resto de los adolescentes que crecen en Norteamérica, que no encontraría mejor trampolín para subir posiciones en la escala social que el de intentar practicarlos con gracia[1]. Eran los tiempos de gloria del béisbol y lo más parecido a Dios que se había visto en la ciudad de los rascacielos se llamaba Joe DiMaggio; luego vendría el encuentro de este ídolo con su particular María Magdalena, encarnada en Marilyn Monroe, y se armaría la marimorena. El resto es historia y se puede buscar en Wikipedia. En aquel tiempo, mientras Paul Simon le preparaba ya en su guitarra las líneas de homenaje que plasmaría en una canción memorable, Mrs. Robinson, los muchachos como Raucci se planteaban como único objetivo en la vida el emular sus hazañas.
Raucci sabía que el deporte rey se jugaba con una gorra calada, una pastilla de chicle en la boca y un palo en las manos. Los estadios se abarrotaban hasta la bandera y no por la simple satisfacción de disfrutar con la victoria del equipo. El éxito clamoroso del béisbol, un juego demasiado largo y tedioso para observarlo desde la banda, se debía a que las complicadas reglas que marcaban su práctica abrían infinitas posibilidades de apostar dinero. Dos dólares a que falla la bola. Cinco a que consigue batearla. Diez dólares a que llega a la segunda base. Veinte a que le pillan. Y a la clase trabajadora de América, deprimida tras el descalabro económico que trajo el final de la segunda gran guerra y atemorizada por la constante amenaza de una inminente invasión soviética que nunca llegó a producirse, se le brindaba la oportunidad de regresar a casa con un fajo de billetes para afrontar su triste panorama.
Raucci sabía dónde se hallaba la gloria. De sobra. Y, a pesar de la evidencia, se decidió por la proeza más discreta de intentar arañarle unos segundos al cronómetro tras recorrer 1.500 metros sobre una pista ovalada.
Durante los largos entrenamientos al aire libre a John lo inundaba la sensación de estar encontrando su sitio en la naturaleza; de formar parte de la cadena de armonía del cosmos. Corrió contra los elementos y contra sí mismo. Consiguió buenas marcas y jamás tuvo una lesión de importancia que lo obligase a apartarse de aquella satisfacción que le producía el correr; de aquella ritmicidad que se ajustaba perfectamente a su tranquilidad