El viaje de don Quijote

Julio Llamazares

Fragmento

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Prólogo

Hace más de un siglo, en marzo de 1905, José Martínez Ruiz, ya conocido como Azorín, se va a la Mancha con el fin de visitar algunos de los lugares elegidos por Cervantes para situar las aventuras de don Quijote y Sancho. Con este viaje, realizado a iniciativa del padre de Ortega y Gasset, José Ortega Munilla, director de El Imparcial, quería conmemorar a su modo un tricentenario, el de la publicación de la primera parte de la obra inmortal. Las quince crónicas que escribió se convirtieron poco después en La ruta de don Quijote, un libro que ha contribuido a acreditar la fama de su autor. El año pasado, el cuatricentenario de la segunda parte de la novela dio pie a otro viaje conmemorativo, el que Julio Llamazares emprendió a petición del director adjunto de El País, el escritor Juan Cruz. Las treinta crónicas publicadas por él en el verano de 2015 se reúnen ahora para formar El viaje de don Quijote, libro ilustrado por Jesús Cisneros y que tengo ahora el honor de presentar.

Aunque Llamazares se refiere paladinamente al ejemplo de Azorín, no se ha contentado, ni mucho menos, con recorrer paso a paso la misma senda que transitó el escritor alicantino. En primer lugar, por su modo de viajar. Azorín se fue en tren desde Madrid hasta Argamasilla de Alba, prosiguiendo su recorrido en un carro acompañado por un lugareño. Llamazares ha hecho el viaje en coche en compañía de su amigo el fotógrafo Navia. Además, a diferencia de su predecesor, que, por razones obvias, se limitó a detenerse en algunos lugares emblemáticos —la venta de Puerto Lápice, los molinos de Campo de Criptana, las lagunas de Ruidera, El Toboso, la cueva de Montesinos—, sus andanzas, iniciadas en el madrileño convento de las Trinitarias, abarcan un espacio mucho más extenso, puesto que nos llevan desde el Campo de Montiel, escenario de la primera salida del caballero, hasta la playa de Barcelona donde es derrotado por el de la Blanca Luna. De este modo nos restituye, una tras otra, en una sarta de sabrosas anécdotas, las aventuras más relevantes del ingenioso hidalgo, contempladas y comentadas por un apasionado de Cervantes que es, a la vez, un agudo observador de la España del siglo XXI.

Más aún: en La ruta de don Quijote, Azorín nos hacía penetrar en unos pueblos que habían permanecido idénticos a tres siglos de distancia, compartiendo la vida de sus vecinos, caviladores ajenos a las preocupaciones prosaicas de su siglo y recluidos en una melancolía que fue en otros tiempos la de Alonso Quijano el Bueno. Julio Llamazares, al contrario, se revela en cada una de sus etapas atento a las contradicciones del mundo que recorre: un mundo en el que perduran las huellas del pasado pero que, al mismo tiempo, se nos aparece marcado por un presente que lo invade por todas partes. Entre los que le salen al encuentro, algunos conservan el recuerdo de don Quijote y Sancho, considerándolos a veces como unos seres de carne y hueso, mientras que otros confiesan ignorar sus hazañas, llegando, como en tierras catalanas, a manifestar una indiferencia que casi raya en desprecio. Frente a las reivindicaciones de los académicos de Argamasilla, empeñados en considerar su pueblo como la cuna de don Quijote, Azorín no dejó de mostrar un discreto escepticismo. Julio Llamazares, si bien no comparte la ironía de su predecesor, se declara un tanto reservado ante las controversias mantenidas por los cervantistas acerca del misterioso lugar donde nació y vivió el ingenioso hidalgo antes de salir en busca de aventuras. En una acertada variación de tonos y registros en la que alternan simpatía, emoción, lucidez y humorismo, sus crónicas nos descubren una «geopoética» del Quijote que suscita y renueva constantemente el interés y el placer del lector.

JEAN CANAVAGGIO

Dedicatoria

A Juan Cruz, que me encomendó este viaje.

Y a José Manuel Navia, que lo acompañó con sus fotografías.

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I
LA MANCHA DE AZORÍN

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LA PARTIDA

La del alba sería cuando el viajero salió de su casa…

Si no fuera una obviedad, este relato comenzaría así, remedando una de las frases más célebres del libro que le hará de guía, que no es otro que la más grande novela que, junto con la Ilíada y la Odisea y alguna otra que el lector quiera añadir de su parte, se ha escrito en la historia del mundo: la de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, de don Miguel de Cervantes Saavedra. Como a Azorín le ocurriera hace más de un siglo, al que escribe le llamaron del periódico (a él de El País, a Azorín de El Imparcial) y le propusieron hacer el viaje de don Quijote para celebrar los cuatrocientos años de la publicación de la segunda parte de sus aventuras (a Azorín el encargo se lo hicieron para conmemorar los trescientos de la primera parte, que se cumplieron en 1905), así que lo comienza, como debe ser, encomendándose a los dos autores: a Cervantes por razones evidentes y a Azorín porque su recorrido será el que haga en primer lugar, antes de dilatarlo por su cuenta al resto de los territorios que don Quijote también recorrió y que el escritor del 98 declinó imitar ante la precariedad de los medios de locomoción entonces: aparte del tren que le trasladó a la Mancha, el resto de su viaje lo hizo en un carro acompañado por un lugareño. El título de este primer capítulo, «La partida», el mismo con que Azorín comienza su narración, es un homenaje a él y a su célebre viaje por la Mancha de hace cien años.

Antes de dejar Madrid, el que escribe se dirige, sin embargo, a los lugares que en la ciudad conservan la memoria de Cervantes para encomendarse a él, siquiera sea con la imaginación. Falta le hará, como a los que en estos días remueven los huesos de las sepulturas de la cripta de las Trinitarias, el convento en el que el autor del Quijote reposa (el año que viene hará cuatrocientos años) intentando diferenciar los suyos de los de otros difuntos. Ardua tarea a la que se enfrentan empujados por intereses políticos más que culturales y que tiene al barrio de las Letras —el cantón madrileño as

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