1BR>MITOS, SUEÑOS Y ATAÚDES
En 1869 el famoso e idolatrado explorador escocés David Livingstone llevaba casi tres años vagando por África Central y muchos le daban por muerto. Ese mismo año, un desconocido y joven reportero, nacido en Gales y nacionalizado norteamericano, trabajaba en Madrid en una historia sobre el general Prim encargada por el periódico The New York Herald. En su pensión de la madrileña calle de la Cruz recibió un telegrama de su director, Gordon Bennet, quien le urgió a que se trasladase a París para encontrarse con él.
Aquel joven, que se llamaba Henry Morton Stanley, viajó a París y se dirigió al lujoso Grand Hotel, donde se alojaba su jefe. Gordon Bennet era un excéntrico, generoso y audaz periodista, una raza ya extinguida. Ningún juicioso director de nuestros días habría encomendado a un inexperto reportero la tarea que tenía preparada para Stanley.
«Encuentre a Livingstone», dijo después de estrecharle la mano. «Pero primero asistirá usted a la inauguración del canal de Suez y desde allí remontará el Nilo. Al remontar el río, haga una descripción de todo cuanto haya de interesante para los viajeros aficionados y prepare una guía muy práctica en la que se dé a conocer todo lo que merece ser visto y la manera de verlo. Terminada esa primera parte de su cometido, sería bueno que fuera a Jerusalén, pues he oído decir que el capitán Warren hace allí descubrimientos de gran importancia. Luego irá usted a Constantinopla, a fin de informar sobre las disensiones que existen entre el jedive y el sultán. Pasando por Crimea, visite los campos de batalla y diríjase enseguida hacia el Cáucaso y hasta el mar Caspio: aseguran que se proyecta allí una expedición rusa para dirigirse a Kiva. Marche después a la India, cruzando por Persia; desde Persépolis puede mandarnos alguna crónica interesante. Bagdad queda de camino: envíe alguna nota por vía férrea del valle del Éufrates. Y cuando esté usted en la India, embárquese desde allí hacia África en busca de Livingstone. Páselo bien y que Dios le acompañe.»
Es probable que, en la historia reciente del periodismo, no le haya sido formulada una propuesta semejante a nadie. Por lo que a mí respecta, no recibí ninguna siquiera aproximada en mis muchos años de práctica de esta profesión. Tal vez porque no tuve nunca la suerte de tropezar con un editor de periódicos de tanta ligereza de bolsillo e imaginación y tanta raza poética en la sangre. Con una propuesta semejante, creo que hubiera buscado a Livingstone debajo de las piedras y con toda seguridad lo habría encontrado, como hizo Stanley dos años después del encargo.
No obstante, viajar puede ser una necesidad esencial y hay que cumplirla aunque no existan directores como Gordon Bennet y a uno no le quede otro remedio que echar mano de los pocos dineros que pueda rescatar de su frágil economía. Cuando el veneno de viajar entra en tu sangre, no es preciso ir en busca de nada y hay que emprender camino antes de que las piernas empiecen a sostenerte peor, antes de que comiences a percibir que la marcha atrás de tu vida se ha iniciado de forma irreversible.
Mis lecturas y mis ensoñaciones infantiles, como le sucedía a Joseph Conrad, se dirigían sin remedio a África y, en el alba de mis cincuenta años, pensaba que al fin debía ir allí. No quedan, por supuesto, grandes espacios en blanco en el mapa del continente, pero el corazón de África sigue conservando su aura mítica, o al menos la conservaba en ese momento para mí. De modo que, sin un director excéntrico que financiara mi viaje, debía poner todo el empeño en ir, de la misma manera que otros hombres lo ponen en lograr que su cuenta corriente se engrose con una cifra respetable de millones. Creo que la única obligación que tiene el hombre en esta tierra es realizar sus sueños. Y el mío, en esos momentos, estaba en el corazón de África.
Así que aquel día de comienzos de 1992 volaba desde Bruselas a Uganda para iniciar un viaje de tres o cuatro meses. Mi plan consistía en recorrer Uganda, país que había permanecido veinte años cerrado, durante la cruel dictadura de Amín Dadá y Milton Obote, y que ahora comenzaba a abrirse a las visitas de extranjeros. Desde allí, pensaba trasladarme a las Tierras Altas de Tanzania y Kenia, para viajar después a las costas del litoral del Índico y a Zanzíbar. Pretendía pisar los lugares que pisaron los primeros exploradores europeos y americanos, encontrar los parajes descritos por los grandes narradores de África, ver los paisajes de la aventura africana. El objetivo era revivir cuanto había imaginado durante años mientras leía sobre África. Y pretendía también comprender por qué aquellas regiones del «continente oscuro», como lo llamó Stanley, habían poblado los sueños de tantos europeos, de tantos «hombres blancos», durante casi dos siglos: saber qué es esa obsesión que llaman «el mal de África» o «la llamada de África», una especie de patológica ansiedad por regresar al continente después de haber vivido o viajado allí; quería buscar en el África Negra el sueño de los blancos: los sueños de aventura, de posesión, de riesgo, de exploración, de avaricia; los sueños de conquista, los literarios, y también el sueño de vagar sin rumbo por las grandes sabanas.
Muchas horas más tarde desembarcaba en Uganda, en el aeropuerto de Entebbe, y respiraba el aire de las Tierras Altas, entre colinas redondas que rezumaban humedad y que eran de color azul en la lejanía y verdes en la proximidad. El aire venía cálido y meloso, empapado de una vaporosa sensualidad. Sobre mi cabeza se abría, como una inmensa campana, el cielo libre, noble y luminoso de África.
África tiene un aura especial y la tersura de un sueño infantil. África es también literaria, quizás el más literario de todos los continentes. Desde luego ha sido el sueño tangible de muchos hombres durante muchos siglos y su halo de ensoñación sigue sin apagarse.
África fue siempre un mito y, en cierta medida, continúa siéndolo. El carácter del mito ha cambiado a lo largo de los siglos, pero su leyenda prosigue. Para los hombres de aquellos tiempos en los que no había mapas exactos y en los que la imaginación rellenaba los espacios vacíos de la geografía, África se dibujaba como un territorio misterioso, repleto de selvas, ríos y lagos que habitaban fieras terribles, y en los que también vivían tribus hostiles y sanguinarias. La Naturaleza indomeñable de las selvas era el símbolo exacto del fin de la civilización y de la muerte. Algunos audaces navegantes se habían acercado hasta sus costas, como los árabes Al-Massudi y Al-Idrisi. De hecho, en muchos lugares del litoral oriental se habían creado asentamientos musulmanes a partir del siglo xi, en el que se conocía entonces como país de Zenj, vocablo árabe que quiere decir «gente negra». Esa franja de primitiva civilización cubría la costa que va desde Mogadiscio, la actual capital de Somalia, hasta el norte de Mozambique, e incluía los actuales territorios del litoral tanzano y keniano, además de las islas de Lamu, Paté, Pemba, Mafia, las Comores, Kilwa y Zanzíbar. En toda esta región arrimada al océano se formó una peculiar civilización mestiza de la que desciende en línea directa el actual hemisferio swahili. Pero esa cultura no penetró más allá de la franja costera, mientras que el interior del continente permaneció cerrado todavía durante muchos siglos.
Los relatos de los viajeros que se habían aventurado en las tierras desconocidas del gran continente hablaban de selvas y desiertos, de terribles animales salvajes, de enfermedades y plagas, de tribus belicosas que practicaban el canibalismo. Todo era cierto y tan sólo los mercaderes árabes que comerciaban con esclavos, con el marfil y los cuernos de los rinocerontes osaban penetrar en aquel gran espacio en blanco de los mapas donde, según decían, había grandes lagos que alimentaban el curso de vigorosos ríos.
Hasta bien entrado el siglo xix, el misterio latía sin que nadie osara profanarlo. Los pocos hombres blancos que en los años primeros del siglo se habían atrevido a dejar atrás la franja costera de la civilización Zenj perecieron a manos de las tribus salvajes o en las fauces de los leones. Pero la virginidad del continente oscuro reclamaba un esfuerzo, era casi un reto deportivo para una Europa en plena expansión colonial, un reto que iba más allá de los intereses comerciales.
En la mitad del siglo xix, África parecía diseñada a propósito para el espíritu romántico de aventura que alentaba en el alma de muchos jóvenes europeos, un espíritu que habría de llegar a ser mucho más fuerte que el del beneficio. Eso sucedía, en especial, en Inglaterra, donde la avidez colonial se manifestaba con mayor vigor que en ningún otro país del Viejo Continente. Avidez colonial, sed de emociones, romanticismo descubridor, algunas novelas fantásticas que habían escogido como marco las selvas y las llanuras del interior, y una sociedad científica, la Royal Geographical Society, conformaban las condiciones necesarias para intentar la aventura. Como en los tiempos de la antigua Grecia, cultura en la que la Inglaterra victoriana se miraba como en un espejo, la fama era el principal impulsor de los corazones más ardientes. La fama y la evangelización, además de un gran interés comercial.
Era, pues, la hora de gentes como Livingstone, que antes que explorador era un pastor de almas; y a su estela, de los Burton, Speke, Stanley y Baker. Es cierto que, si se repasan con frialdad sus peripecias, encontraremos detrás de todos ellos un ideal imperialista. Pero en sus biografías particulares predominan el aliento de aventura, de curiosidad científica, e incluso el afán de redención de los pueblos primitivos y embrutecidos. Livingstone pretendía acabar con la esclavitud, Baker quería ampliar su colección de trofeos de caza, Burton trataba de investigar sobre lenguas y culturas ignoradas, Speke pensaba en descubrir y Stanley en gozar la satisfacción de las grandes exclusivas periodísticas. Todos querían escribir su nombre en la Historia, entrar en la galería de la fama como hacían los hombres semidioses de la Grecia antigua. África era el mejor paisaje para su gloria personal. Y África los cambió a todos, haciendo de Livingstone un explorador, de Baker un formidable narrador de historias, de Burton un neurótico vagabundo, de Speke un héroe trágico y de Stanley un conquistador. A la postre, uno por uno cayeron seducidos por el mal de África. Y todos murieron soñando con regresar.
El cielo de África, que al descender del avión en Entebbe me había parecido noble, luminoso y libre, de pronto se cubrió de nubes opacas y esponjosas que amenazaban lluvia, y tenía un aspecto sórdido camino de Kampala. O tal vez no era el cielo lo que me provocaba una sensación acerba, sino la súbita visión, a la izquierda de la carretera, de una larga sucesión de chabolas, en realidad talleres artesanos, donde se fabricaban decenas de ataúdes de madera.
Volví la mirada hacia el otro lado. El lago Victoria traía sus aguas rizadas y plomizas hasta las orillas cubiertas de vegetación, un verdor que brillaba impúdico, bruñido a pesar de la falta de sol, como si una luz poderosa surgiera de su interior a la manera de las esmeraldas. Crecían en las orillas del gran lago las buganvillas moradas y los magnolios de flores blancas y rosadas. Olía a tierra húmeda y a jardín abandonado sobre aquella tierra rojiza. Un banano se derrumbaba junto a la carretera bajo el peso de un enorme racimo de plátanos amarillos. El aire venía cargado de aromas densos y dulces.
James conducía por el carril izquierdo, como es obligado en la mayoría de los países que han sido colonia o protectorado británico. Con su anticuado todoterreno sorteaba frágiles velomotores, ciclistas, carros tirados por bueyes y pequeños rebaños de cabras. Yo me sentaba a su lado y, en el asiento trasero, una muchacha canadiense daba saltos y lanzaba ocasionales exclamaciones cuando pasábamos sobre algún bache. Habíamos viajado juntos en el avión desde Bruselas y me había contado que iba a incorporarse a un proyecto de cooperación humanitaria, durante un período de veinte meses, después de haber vivido varios años en el Zaire. Le brindé plaza en mi coche cuando me explicó que nadie iría a esperarla al aeropuerto.
James era un tipo orondo y recio, con aire de muñecón escapado de un escenario de guiñol. Se sentía orgulloso de ser chófer, a pesar de no ganar más de treinta dólares al mes y tener que alimentar a una familia de diez hijos. Pero el suyo era un buen empleo en una Uganda empobrecida por veinte años de guerra civil. El inglés de James podía resultar por completo ininteligible si se empeñaba en relatar una larga historia, como era el caso de sus cuitas familiares, y preciso e inteligente cuando no tenía mucho que decir.
—¿Hay mucha demanda de ataúdes en su país, James? —pregunté.
—Hay sida, señor.
—¿Mucho sida?
—Todas las familias de Uganda tienen algún muerto por
el sida.
—Es la incultura —sentenció la canadiense.
James sonrió, dejando que saltaran fuera de sus labios los gruesos incisivos, y yo guardé silencio. Ahora, a ambos lados de la carretera, el fulgor vegetal que cubría la tierra hablaba de la vida. Junto al lago, la gente lavaba viejos coches de chapa oxidada y un muchacho enjabonaba con esmero su bicicleta. Casas de adobe y de madera se sucedían en el recorrido, cruzábamos ante cercados con cultivos de maíz, espigados árboles de papaya, mangos de espesas copas y apretados huertos de bananos. Surgían colinas redondas a la izquierda y por sus faldas trepaban hatos de bueyes de largos cuernos en forma de arco. A la derecha, el lago Victoria, terso y tocado ahora por reflejos de platino, parecía perseguirnos y jugar al escondite, asomando y ocultándose una y otra vez detrás de la espesura que formaban las barreras de frutales.
Conforme nos aproximábamos a Kampala aumentaba el tráfico, compuesto en su mayor parte por bicicletas, nubes de bicicletas, como insectos rodantes, y los famosos matatus, los autobuses colectivos que en Uganda apañan sus recorridos y sus paradas a gusto de los clientes y que, por lo general, son viejas furgonetas de ocho o nueve plazas que pueden enlatar más de una veintena de viajeros en las horas punta.
La velocidad de nuestro vehículo aumentaba y James se abría camino, haciendo sonar su bocina sin interrupción, entre los atestados matatus y las riadas de bicicletas. Recordé la descripción que, del mismo recorrido, hacía Winston Churchill en su libro My African Journey, publicado en 1908. Por entonces, a los lados de la carretera se cultivaba el algodón, que alcanzaba en el puerto británico de Manchester precios superiores, por su calidad, al que llegaba de Estados Unidos. Desde Entebbe, adonde Churchill llegó por ferrocarril desde el territorio de Kenia, el camino a Kampala había que hacerlo en los populares rickshaw, cochecillos con ruedas de bicicleta de los que tiraba un hombre mientras que otros tres lo empujaban por detrás. Cuenta Churchill que, en las veinticuatro millas de recorrido que separan Entebbe de Kampala, el equipo de conductores de aquellos singulares carruajes era relevado por otro de refresco cada ocho millas, y que la velocidad podía ser de seis millas por hora, «de una manera muy confortable». Añade Churchill que, para animarse en su fatigosa tarea, los rickshaw-boys interpretaban un canto rítmico y monocorde que duraba todo el trayecto y que a él llegó a ponerle nervioso: mientras los tres mozos que empujaban desde atrás gritaban «burrulum», el que iba delante tirando del coche contestaba «huma». Y así, al paso de «burrulum, huma, burrulum, huma», Churchill, que entonces tenía treinta y un años y era subsecretario de Estado para las Colonias, entró en Kampala, la capital del Protectorado británico de Uganda.
Las autoridades ugandesas de hoy han extraído del libro de Churchill, y la airean con orgullo, la definición que el político inglés hizo entonces de su país, cuando lo llamó «la perla de África». Tal vez no se han molestado en averiguar que la definición ya la había hecho Stanley cuando visitó Uganda en 1875 y que Churchill se limitó a copiarla sin citar la fuente. Tampoco parece importarles mucho que, en su libro, el joven subsecretario plantease sin complejos ni tapujos lo ventajoso que podría resultar exprimir aquellas tierras para sacarles todo su jugo en nombre del más puro colonialismo. En Winston Churchill alentaban pocos sueños románticos y sí un calculado espíritu de aventura capaz de impresionar a sus contemporáneos. Tenía menos idealismo del que pregonaba poseer. Lo suyo era hacer más poderosa a Inglaterra y más rico al hombre blanco. Él era un político pragmático y un servidor del Imperio, no un poeta. Lo que no quiere decir que no dominase el lenguaje con precisión poética y no supiera ponerlo al servicio de sus fines, como cuando prometió a los hombres comunes, al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, tan sólo «sangre, sudor y lágrimas». Churchill ganó en su vida un premio Nobel y una guerra mundial, lo que no es moco de pavo. Es natural que un tipo así pudiera lograr cualquier cosa echando mano de la poesía, al mismo tiempo que alentaba el alma menos romántica del mundo. Su corazón no estaba hecho para amar mitos como el de África, sino para crear los propios.
La figura del explorador europeo del siglo xix respondía a características parecidas a las del héroe de la Grecia clásica. La Fama, el gran trono de los héroes, era también el objetivo de los exploradores, cuyas hazañas debían realizarse en los descubrimientos. La figura del explorador alcanzó un carácter excepcional en el pasado siglo. Y no sólo porque se enfrentase en soledad a peligros sin cuento, sino porque llegaba a lugares a los que nadie había llegado antes que él. En la mentalidad del xix no había otra raza «humana» que la blanca, y cuando un explorador llegaba a un lugar nunca pisado por los blancos se le consideraba como el primer hombre en hacerlo. Para nada contaban los no blancos que habitaban aquellas regiones, hombres que estaban familiarizados con esos parajes «no descubiertos» y supuestamente vírgenes. Casi puede decirse que, hasta que el blanco no hubiera estado allí, ese lugar no existía. El mapa era el acta que daba su ser y su realidad a la naturaleza. El «descubrimiento» era una suerte de nacimiento y el descubridor tenía, en cierta manera, la capacidad de un creador. «Más que un explorador, era un demiurgo», ha escrito la historiadora francesa Anne Hugon. Así, todos los nombres indígenas con que se conocían los ríos y las montañas eran desdeñados y olvidados, porque el «demiurgo» gozaba en exclusiva el derecho de «bautizar» su descubrimiento. Nombres más exactos y expresivos como los primitivos eran sustituidos por los nuevos. Las cataratas Victoria, por ejemplo, bautizadas así por Livingstone en 1855 en honor de la reina de Inglaterra, tenían un nombre indígena mucho más hermoso y ajustado: Mosioatounya, que quiere decir «la humareda que ruge». Los exploradores del xix dejaron inundada África con los nombres de la familia real inglesa, pero también aprovecharon para legar el suyo, como fue el caso de Stanley, o para honrar a sus mecenas, lo que hicieron algunos exploradores al usar los nombres de los presidentes de la Royal Geographical Society, los de Murchinson, Ripon y Aberdare.
Además de los descubrimientos, el mito de África permitía todo tipo de aventuras, era un continente abierto a la imaginación, era un sueño inconquistado. Todo estaba allí por ver, por hacer y por ganar. Existían relatos muy antiguos, leyendas muy viejas, como las relativas a las minas de Ofir, citadas en el Libro de los Reyes, de donde extraía riquísimos cargamentos de oro el rey Salomón. Se escuchaban historias sobre grandes lagos en el interior, verdaderos mares de agua dulce, historias que los portugueses habían oído contar a los nativos cuando invadieron las costas del Índico en el siglo xvi. Los mercaderes árabes de esclavos, durante todo el siglo xvii, hablaban también de los legendarios lagos y traían en sus caravanas, a su regreso a las costas desde el interior, fabulosos cargamentos de marfil y de cuernos de rinoceronte, tenidos estos últimos por el más poderoso de los afrodisíacos. Había, en fin, leyendas que se referían a grandes montañas donde habitaban dioses de cabellos blancos, dioses que gustaban de vivir solos y que castigaban a los hombres que osaban acercarse a sus moradas cortándoles los dedos de las manos y de los pies. Junto a toda esa mitología había relatos sobre animales salvajes, selvas intrincadas, ríos interminables. El hombre blanco estaba, pues, preparado para el descubrimiento, la conquista y la aventura, tal vez porque la búsqueda del mito constituye la verdadera naturaleza del hombre.
Y sobre todos los otros crecía el mito de las fuentes del Nilo, el supremo de todos los misterios.
Entrábamos en Kampala. Cada vez había más gente a los lados de la carretera, más sonidos, más olores, un aire más espeso. Notaba mi piel impregnarse de sensaciones táctiles. El aire de África parece tener dedos, te toca y te sensualiza. Tal vez ésa es la primera forma de penetración de «el mal de África», a través de la piel, como si el aire fuera una mano invisible capaz de acariciarte y apoderarse poco a poco de tu voluntad. A mí me sedujo de golpe, con una sensación parecida, de placer y de rechazo, a la que produce el primer pecado. Hay algo de pecaminoso en el amor a África, quizá porque no es racional en un principio, sino tan sólo sensual. La visión de la miseria de las gentes que caminaban a los lados de la carretera despertaba en mi ánimo, al mismo tiempo, piedad y rechazo; pero una atracción meramente animal tiraba de mí como un embudo, me cautivaba sin remedio.
Toda la ciudad parecía haberse echado a la calle en la hora próxima al mediodía. Algunos hombres se sentaban en cuclillas en las puertas de sus casas para contemplar el desfile de la multitud, las rodillas separadas y apuntando al cielo, los brazos juntos y las palmas abiertas sobre la tierra roja. Unos pocos dormitaban bajo los árboles. En las calles, la ola humana semejaba seguir la cadencia de las mareas.
Sobre las copas de grandes mimosas, los marabúe