El mundo inconmensurable

William Atkins

Fragmento

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PRÓLOGO

Era la noche de la luna de sangre. El término fue acuñado por milenaristas del llamado Cinturón de la Biblia para quienes dicho fenómeno —un eclipse lunar en que la luna se encuentra en su perigeo y, por tanto, agrandada y rosa— anunciaba el Armagedón. Joel 2, 31: «Se oscurecerá el sol, y se teñirá de sangre la luna, antes de que llegue el día grande y terrible de Jehová». Fue por chiripa, pero estaba a punto de disfrutar de una de las mejores vistas sobre la tierra. Ignorante de mí, me esperaba una luna roja además de grande, aparte de eclipsada, de ahí que cuando apareció, más ascuas que sangre, me sentí decepcionado; tan decepcionado como pueda estarlo uno ante una luna llena recién salida.

Para cuando hube rehidratado los fideos chinos y servido mi ración diaria de vino, la luna ya había pasado de un rosa grisáceo a su blanco de costumbre, como una huella dactilar sobre cristal, y todos los cactus y todos los arbustos, así como la cabaña hecha con balas de paja, habían generado una sombra dura y exclusiva. Pensé que la principal característica de la noche en el desierto no era la oscuridad, sino esa luz que no era la del sol.

La cabaña está en lo alto de un cerro sobre el río San Pedro, sesenta kilómetros al este de Tucson (Arizona). Tiene una sola habitación de unos tres metros por cinco, con una puerta que mira al nordeste. En las otras tres paredes hay sendas ventanas provistas de mosquitera. Es agradable abrirlas a la brisa vespertina, pero durante el día permanecen cerradas para que no entre el calor. Por dentro, las paredes están enyesadas de cualquier manera y tienen grietas. El suelo es de tierra apisonada y hay dos alfombras que los ratones han mordisqueado a conciencia. Muebles: un armarito para utensilios de cocina; una cama metálica plegable con su colchón; una mesa de pino y sillas a juego; y un baúl del siglo pasado con su chapa de hierro, en su interior mantas mexicanas, pilas, un botiquín de primeros auxilios y docenas de velas. La mesa parece un altar, presidida como está la mayor parte del tiempo por un quinqué y una botella de Cabernet Merlot con tapón de rosca (8,99 $ en Trader Joe’s).

Cada una de las cuatro ventanas (en la puerta hay una pequeña) da a un monte atiborrado de mezquite, paloverde, gobernadora, ocotillo, nopal, asiento de suegra y sahuaro, este último el cactus característico de la región, y de las películas de vaqueros. Son los «candelabros» gigantes de los sahuaros lo que rompe la línea de cada ladera, proporcionando así un punto de referencia. El más alto en muchos kilómetros está justo al lado de la cabaña. Desde la ventana que mira al sudoeste se puede ver la sierra del Rincón, precedida por la de Little Rincon, que baja hasta el valle del río San Pedro, y las escasas viviendas de la comunidad rural de Cascabel a diez kilómetros de distancia. Cuando el sol sale a mi espalda, un filo de luz cae desde los lejanos picos de la Rincón, pasa por las estribaciones de la sierra y corre hacia mí por la llanura aluvial hasta que, lentamente, como un río de lava, el umbral donde coinciden luz y sombra se aproxima a la cabaña… y ¡ahí está! La caricia del sol en la nuca y mi larga sombra extendiéndose delante de mí.

Cada mañana, de un gancho clavado en una viga, cuelgo una vasija de agua utilizando un pulpo, y a eso de las seis de la tarde el agua está ya lo bastante caliente para darse una ducha. En el lado opuesto de la cabaña, donde hay más sombra, está la cisterna de doscientos litros de donde obtengo toda el agua, emplazada sobre un lecho de piedras y protegida del sol por costillas de sahuaro sujetadas con alambre.

El cerro separa dos torrentes (secos salvo en caso de un aguacero ocasional): uno es ancho y poco profundo; el otro es hondo y angosto, lo que aquí llaman un arroyo. El cerro se eleva al nordeste; como a media altura, y a una treintena de metros de mi puerta, hay un doble bastidor de madera en el que se han metido dos tableros cuadrados idénticos, pintados de rojo por una cara y de blanco por la otra. Al atardecer, antes de la ducha, aunque no siempre me acuerde de hacerlo, enfilo la cuesta por un sendero señalado con piedras a derecha e izquierda, retiro los tableros, les doy la vuelta y los meto de nuevo en su bastidor. Desde el cerro próximo a su casa, cerca del San Pedro, mi amigo Daniel echa un vistazo cada mañana con sus prismáticos (no siempre se acuerda de hacerlo); si ve que pasan un par de días y los tableros están igual, vendrá a comprobar que me encuentro bien.

Hay unos cuantos libros en la cabaña: una historia natural del desierto de Sonora y un volumen sobre los animales peligrosos de la región, todos ellos más que dispuestos —cabría deducir— a picarte, morderte, machacarte o chamuscarte con su aliento abrasador. Mi contribución a la biblioteca es una edición facsímil en tapa blanda de The Desert, escrito por John C. Van Dyke en 1901. Es la historia de un hombre que viaja, solo, por el desierto sonorense, un viaje realizado mayormente en 1898, aunque el itinerario no está muy claro. Van Dyke era un experto en historia del arte, pero muy poco fiable en todo lo demás. Helo aquí, al muy bruto, hablando sobre el tema del agua y la comida: «Cualquier atleta y cualquier indio os dirán que es mejor viajar sin. Ambas son cosas buenas al final del trayecto, pero no al principio». A los crótalos los describe como «indolentes». Caza lobos grises en California, donde no hay ni uno solo, y canta alabanzas de las flores moradas del sahuaro, que en realidad son blancas (aunque los frutos son colorados). Advertido de ciertos errores por un bienintencionado ecologista, Van Dyke tuvo a bien reconocer las equivocaciones, prometió corregirlas en futuras ediciones del libro —The Desert gozó de larga vida—, pero que se sepa no hizo el menor esfuerzo por enmendarlas. Una nota al final del manuscrito de su autobiografía deja bien claro su propósito: «describir el desierto desde un punto de vista estético, no científico».

Ya no duermo en la cabaña. Después de la ducha vespertina, saco el catre al claro que hay frente a la puerta y así no me molestan las lagartijas que rondan por el tejado; mejor dicho, el ruido que producen queda mitigado por el estruendo del desierto en la noche. Levanto las patas de la cama y meto debajo recipientes con agua —tazones metálicos, una fuente de madera, una cazuela— para que no se me acerquen las chinches besuconas ni los escorpiones. Coloco las dos sillas junto a la cama, una a los pies y otra al lado de la cabeza, y pongo quinqués encima. Entre ambas, una hilera de media docena de velas recorre el suelo. Por la mañana, la cera endurecida en torno a la mecha está negra de insectos voladores. Dentro de este perímetro iluminado duermo mejor que nunca en los últimos meses, lo cual tampoco es decir mucho. Cuando me despierta el zumbido de las cigarras, o el aullido de un coyote, experimento un peso de tranquilidad que es casi como una confortable colcha. Llámenlo la paz del moribundo, si se tercia.

Por la tarde, cuando primero el aire se pone caliente como un horno y luego no te deja hacer nada que no sea sentarte a la sombra de la cabaña envuelto en un paño húmedo, trato de recordar la letra de aquella canción:

Iba un pastor por el monte solo…

Una mocita escuchó al cabrero…

Es lo que hago principalmente por la tarde: recordar la letra. Y día a día, las palabras van volviendo

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