Un otoño romano

Javier Reverte

Fragmento

Mediados de septiembre de 2013, domingo

Inicio esta suerte de diario dos días después de llegar a la ciudad. Desde la ventana de mi estudio, en las alturas de la colina del Gianicolo, arriba del Trastevere, miro hacia Roma cuando la tarde desfallece.

«Lo verdaderamente grande no debe de tener ninguna afectación», escribía Stendhal en sus Paseos por Roma, en mi opinión el mejor libro escrito sobre la urbe. Y en estas primeras horas en Roma, tras casi un año sin visitarla, de nuevo me asombra su capacidad de seducción, su serena sobriedad y su belleza austera. Roma no es una metrópoli estirada, nunca lo fue. Podría ser frívola, como decía Henry James, pero nunca artificialmente pomposa. Y resulta curioso que lo que en otro lugar nos parecería estrambótico o extraordinario, aquí se nos hace habitual. Uno de sus grandes misterios es que es capaz de transformar en espontáneo aquello que posee una cualidad artificiosa. Quizá sea ése el secreto de toda belleza.

Hasta los cardenales romanos, ataviados con sus chillones mantos rojos, que parecen salidos de una ópera bufa, no nos resultan seres demasiado extraños a la vida. En Roma cualquiera actúa y cumple con ejemplaridad su papel, por muy histriónica que sea su naturaleza: esos soldados bersinglieris tocados con gorros de plumas, los guardias suizos del Vaticano con sus extravagantes uniformes, los agentes del tráfico urbano de cascos blancos diseñados en los años cincuenta del pasado siglo, las maduras cincuentonas de dadivoso escote que caminan casi propinando golpes de cadera a las fachadas de las calles más estrechas, los sesentones con la camisa abierta y pantalón ajustado, marcando sus atributos masculinos y mostrando el canoso vello rizado de su pecho a las jovencitas, el fraile franciscano que carga del cuello un pesado crucifijo y que arrastra sus sandalias por la Via del Corso como si llevara la cruz a cuestas, las cuatro monjas que caminan del brazo cual si jugaran «a tapar la calle, que no pase nadie» y a las que los otros transeúntes parecen ignorar cuando les dan la espalda porque, según se dice, cuatro monjas vistas por detrás traen mala suerte, y el limosnero cargado de pesados fardos que viste harapos de colores vivos y parece un arlequín antes que un mendigo… Roma naturaliza todo, incluso aquello que no es natural. Y los romanos saben cómo lograr que todo extranjero se sienta un poco en su propia patria. Por ejemplo, los guiris que marchan en procesión detrás de los guías sin dejar de fotografiar ni una sola iglesia; ellos también forman ya parte inseparable del paisaje.

Ya lo advertía Michel de Montaigne, en 1581, en su Diario de viaje a Italia:

Roma es la ciudad más universal del mundo, en donde la extranjería y diferencia de nacionalidad tienen menos importancia. Por su naturaleza, es una ciudad hecha de remiendos extranjeros. Cada uno está aquí como en su casa… Al pueblo llano, nuestra manera de vestir, o la española o la alemana, le llama la atención tanto como la suya propia, y apenas se ve un pícaro que no nos pida limosna en nuestra lengua.

Y qué decir de esos callejones sucios, malolientes, llenos de gatos y de basuras sin recoger, donde, de pronto, tras un recodo, te das de bruces con un obelisco del Antiguo Egipto o una fachada de Bernini o los restos de un edificio de la antigüedad clásica que se usa como aparcamiento. En otra ciudad, creerías estar soñando. En Roma lo encuentras como algo sencillamente normal. Byron decía que Roma es un museo al aire libre y que todos los siglos han dejado algo hermoso en su fisonomía.

Mi mujer y yo nos hemos instalado en la Real Academia de España, en San Pietro in Montorio, en una especie de apartamento que, desde los altos del Gianicolo, en el corazón del barrio del Trastevere, mira a Roma. La idea de venir a la ciudad y residir en ella para escribir lo que se me ocurriera partió hace cosa de un año de José Antonio Bordallo, el actual director de la Academia, a quien conocí en la República Democrática del Congo en 1997, cuando era embajador de España en Kinshasa. Allí trabamos una buena amistad, como quien dice, «bajo las bombas».* Y puesto que, también como quien dice, yo me apunto a un bombardeo, acepté de inmediato la invitación.

La de mi apartamento es sin duda una de las mejores vistas de la ciudad, si es que no la mejor. Cuenta con cinco grandes ventanales distribuidos entre la sala de estar (en donde hay tres de ellos), el despacho y el dormitorio; y si ahora levanto la mirada, veo las cúpulas de varias basílicas e iglesias teñidas por la rosácea luz del ocaso, además del pretencioso monumento de los Saboya en la Piazza Venezia. Al fondo, hacia el sudeste, se dibujan el perfil de los montes Albanos, y las desvaídas montañas azules de Castelli Romani, en donde se encuentra Castel Gandolfo, la residencia veraniega de los papas. «¿Quién me explica esta extraña fascinación que tiene el crepúsculo aquí en Roma? —se preguntaba Gabriele D’Annunzio—. Todo se vuelve de oro.» Stendhal, más mundano que D’Annunzio y menos cursi, en su libro Vida de Henry Brulard escribía:

Esta mañana, 16 de octubre de 1832, me encontraba en la Piazza di San Pietro in Montorio, en el monte Gianicolo de Roma. Brillaba un sol magnífico. Sobre el monte Albano flotaban unas nubecillas blancas movidas por un ligero viento apenas perceptible. Me sentía feliz de vivir… Ante mi vista se extienden toda la Roma antigua y la moderna, desde la Via Apia hasta el magnífico parque de Pinicio. Este lugar es único en el mundo.

San Pietro in Montorio, cuyo segundo nombre le viene del latino «Monte Aureo», es, por decirlo así, territorio español. El Gianicolo, que está en la orilla occidental del Tíber, es una de las alturas más elevadas de la ciudad y se la conoce como la Octava Colina, ya que las otras famosas Siete se alzan en el centro histórico, al este del río. Su nombre le viene del dios Jano.

Desde la época de los Reyes Católicos, el Estado español posee bienes inmuebles en Roma y uno de ellos es el gran espacio de la colina del Gianicolo en donde se arraciman la iglesia de San Pietro, la Real Academia de España, el Liceo Cervantes y la residencia del embajador de España en Italia.

La tradición señala que en el sitio que ocupa el claustro fue crucificado san Pedro, en el año 67 d.C. También se supone que el primus inter pares de los doce apóstoles pidió, una vez clavado en los brazos de la cruz, que ésta se colocara boca abajo, porque no se consideraba digno de morir como Jesús. Sin embargo, Constantino, el primer emperador cristiano, hizo construir una basílica en el Gianicolo, junto a la gruta-cabaña que conservaba el memorial del martirio, y allí se levantó la iglesia actual, alrededor de doce siglos después, en el 1500 más o menos, bajo el patronazgo de los Reyes Católicos.

Según se cuenta, Isabel y Fernando le pidieron a un monje llamado Amadeo que intercediera ante Dios para poder tener un hijo varón y, a cambio, le prometieron financiar la construcción de una iglesia-convento para la orden. Amadeo logró el «milagro», aunque el niño murió de adolescente; pero los reyes cumplieron con el trato, y el templo fue consagrado por el papa español Ale

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