India

V.S. Naipaul

Fragmento

1. El teatro de Bombay

1. EL TEATRO DE BOMBAY

Bombay es una muchedumbre; pero cuando ya llevaba un trecho recorrido desde el aeropuerto aquella mañana, empecé a pensar que la muchedumbre de las aceras y la carretera era enorme, y que tenía que ocurrir algo insólito.

Los vehículos que se dirigían hacia la ciudad se movían lentamente a causa de la multitud. Cuando se detenían, en ciertos cruces, debido a los semáforos o a los policías o a ambas cosas a la vez, las aceras hervían aún más, y por la carretera fluía tal torrente de personas, con tales chorros de ropas de leves tejidos y leves tonalidades, que parecía como si hubieran abierto una especie de compuerta invisible y que, si no la cerraban, la corriente de peatones se desbordaría, y los baqueteados autobuses rojos y los taxis amarillos y negros quedarían atrapados, como en calma chicha, cada uno de ellos en el centro de un remolino humano.

En el taxi me acompañaban el humo, el calor y el estruendo. El sol abrasaba; había poco aire; la carbonilla de los escapes de los autobuses empezó a pegárseme a la piel. Debía de ser peor para quienes iban por la calzada y las aceras; pero muchos parecían recién bañados, con marcas de puja recién hechas en la frente; también parecía que muchos de ellos llevaban sus mejores ropas: como si las gentes de Bombay estuvieran celebrando algo importante.

Le pregunté al taxista si era fiesta. Como no entendió la pregunta, no insistí.

Bombay continuó definiéndose: los bloques de pisos a ambos lados de la carretera, edificios de cemento enmohecidos en las plantas superiores por las condiciones atmosféricas de Bombay, el sol excesivo, la lluvia excesiva, el calor excesivo; enmugrecidos en las plantas bajas, como por las muchedumbres a la altura de la acera, y como si la mugre humana fuera ascendiendo, marea tras marea, para fundirse con el moho.

Las tiendas, incluso las pequeñas, incluso las más sórdidas, tenían grandes letreros, multicolores, fantasiosos, muy logrados, obra de personas que apreciaban la escritura latina y sánscrita (o devanagari). Muchas veces, ante estas tiendas, y bajo los letreros, solo había suciedad; de vez en cuando, se veían personas de aspecto deprimido, morenas, sentadas sobre la porquería, comiendo, indiferentes a todo salvo a su comida.

Había grandes carteles que anunciaban películas, y otros más pequeños que se repetían en las farolas. Resultaba difícil, justo en el momento de la llegada, relacionar lo novelesco que parecían prometer los anuncios con la gente de a pie. Y aún más difícil situar entre todo aquello la publicidad en inglés de bancos y líneas aéreas y del sesquicentenario de The Times of India («Buenos tiempos, tiempos tristes, tiempos cambiantes»): para el forastero recién llegado tras una noche de vuelo, la ciudad que sugería aquella publicidad era como una destilación casi inimaginable —una esencia especial, densa— de la humanidad que se le ofrecía a la vista.

La multitud continuaba. Y, de repente, vi que una gran parte estaba compuesta por una larga cola o hilera de personas, de a tres, cuatro, o cinco en fondo, en la otra acera. La fila crecía sin cesar, y aunque a trechos parecía parada, se movía lentamente. Me di cuenta de que llevaba un buen rato pasando con el taxi junto a aquella hilera, quizá de un kilómetro y medio de longitud. Se interrumpía en los cruces: unos policías uniformados de caqui mantenían despejadas las calles colindantes.

¿A qué esperaban aquellas personas? ¿Qué posibilidades tenían de lograr lo que querían? Parecían pacíficas y satisfechas, a pesar del sol y del humo pardo de los escapes de los coches. Llevaban buena ropa, ropa sencilla, a la usanza india. Quienes iban engrosando la fila llegaban casi a la carrera; después se quedaban más tranquilos: parecían dispuestos a esperar largo rato. Yo no me había fijado en el principio de la fila. No sabía qué pasaba. ¿Era un circo? Creo que había anuncios de un circo en un tramo anterior de la carretera. ¿Una presentación de estrellas de cine? Pero la gente que hacía cola no mostraba esa clase de inquietud. Eran bajitos, morenos, pacientes, serios, iban con sus mejores galas, y me acordé de que antes, en algún punto de la fila, había banderas y emblemas.

Cuando llegué al hotel, en el centro de Bombay, me dijeron que aquel día no se celebraba nada especial. Y aunque la multitud me pareció enorme, y la hilera extraordinaria, algo digno de aparecer en los periódicos, la gente del hotel con la que hablé no supo decirme el porqué. Lo que había sido un gran acontecimiento para muchos millares en la zona comercial de Bombay no se había reflejado allí.

Llamé a un conocido, escritor. Sabía tan poco como la gente del hotel. Me dijo que no había salido aquella mañana, que había estado en casa, escribiendo un artículo para Debonair. Más tarde, una vez que hubo terminado el artículo, me llamó. Me dijo que tenía dos teorías. La primera consistía en que la gente que yo había visto tal vez estuviera haciendo cola para las guías de teléfono. Había ciertos problemas con el reparto de las guías nuevas: Bombay era así. La segunda teoría se la había aportado su asistenta. La mujer llegó después de que yo hubiese llamado, y le contó que aquel día era el cumpleaños del doctor Ambedkar y que se celebraba en el barrio por el que yo había pasado al salir del aeropuerto.

El doctor Ambedkar había sido el gran dirigente de la población india conocida antaño como los intocables. Fue más importante para ellos que Mahatma Gandhi. En su momento, disfrutó de honores y poder; fue ministro de Justicia en el primer gobierno de la India independiente, y redactó el borrador de la constitución del país, pero vivió resentido hasta el final. Fue el doctor Ambedkar quien alentó a los intocables —los harijan, los hijos de Dios, como los llamaba Gandhi, y actualmente los dalit, como se autodenominan ellos— a abandonar el hinduismo, que los había esclavizado, y a abrazar el budismo. Murió antes de que sus ideas pudieran cambiar o desarrollarse, en 1956.

No había aparecido ningún dirigente de autoridad ni estima comparables entre las castas que defendía el doctor Ambedkar. Siguió siendo su dirigente, el hombre al que honraban por encima de todos los demás: casi su deidad. Según me contaron, en toda casa dalit había una fotografía del doctor Ambedkar. Era una fotografía que yo había visto muchas veces, y me extrañaba que no hubieran empleado otra mejor. La representación de Ambedkar era como una fotografía gris de pasaporte reproducida con un proceso de prensa anticuado: el dirigente reducido a una composición de puntos blancos y negros, inmovilizado en una imagen de los años cuarenta o cincuenta, un hombre rollizo de rasgos sin nada destacable, con gafas de estudiante y la respetabilidad semicolonial que otorgaban la chaqueta y la corbata. La chaqueta y la corbata contribuían a crear una imagen de santidad insólita en la India. Pero era adecuada, porque iba en contra de la ropa de fabricación casera y el taparrabos del Mahatma.

La posibilidad del doctor Ambedkar parecía mejor que la de las guías telefónicas. De hecho, la gente de la cola guardaba un silencio religioso. Era como si estuviera acumulando méritos haciendo lo debido. Con lo del doctor Ambedkar cobraban sentido las banderas y los emblemas que yo recordaba. Las personas que había visto honraban a su dirigente, su santo, su deidad, y también se honraban a sí mismas.

Aquel día, horas más tarde, hablé con un empleado del hotel. Me preguntó sobre mis impresiones de Bombay. Cuando le conté lo de la muchedumbre que se había congregado por Ambedkar, pareció sorprenderse unos momentos. Se quedó mudo. Después, con una irritación y una tristeza que asomaron por entre sus buenos modales de empleado de hotel, dijo: «El país va de mal en peor.»

Era otra versión de lo que tantas veces había oído sobre la India. La India había cambiado; ya no era el país bueno y estable de antaño. En los días del movimiento de liberación, los activistas políticos, en honor de Gandhi, llevaban ropa de fabricación casera como símbolo de sacrificio y servicio, de su comunión con los pobres. Después, las ropas caseras de los políticos pasaron a representar poder. Con la industrialización y el crecimiento económico, el pueblo había olvidado las antiguas formas de veneración. Solo honraba al dinero. La gran inversión en el desarrollo durante tres o cuatro décadas únicamente había desembocado en eso: en la «corrupción», en la «criminalización de la política». Al intentar elevarse, la India se había deshecho. Nadie podía sentirse seguro sobre nada; todo fluía. Policía, ladrón, político: los papeles eran intercambiables. Y con el dinero —el dinero que reflejaban los feos rascacielos abarrotados de Bombay— habían salido a la luz muchas peculiaridades largo tiempo enterradas. Esas lealtades menores, divisorias —de región, casta y clan— habían salido a la superficie de la vida india.

Los dalit, por ejemplo. Si hubieran seguido siendo solo los harijan del Mahatma, los hijos de Dios, gentes por las que se podía hacer algo bueno, objetos de sentimentalismo y de una piedad pasajera, una situación como la de la mañana del aniversario de Ambedkar no hubiera inspirado a nadie la idea de un mundo a punto de deshacerse. Pero a manos de las gentes antes conocidas como harijan había llegado cierta cantidad de dinero, cierto grado de educación, y junto con eso, el sentimiento de grupo y la conciencia política. Habían dejado de ser abstracciones. Habían empezado a hacer cosas por sí mismas. Eran personas que acentuaban sus particularidades, como otros grupos más poderosos de la India.

Y la particularidad de los dalit tal vez no fuera la más importante en la ciudad de Bombay. Justo junto al hotel se encontraba la Puerta de la India, un monumento británico: un magnífico arco que conmemoraba la llegada a la India, en 1911, del rey-emperador, Jorge V. Las connotaciones imperiales del arco habían sido absorbidas por la idea poética de la puerta, y la explanada enlosada que la rodeaba era un paseo muy popular por las tardes. A ambos lados de aquel monumento imperial habían colocado letreros sencillos y bastante pequeños, con una palabra en grafía devanagari, en negro sobre blanco, que denominaba a la ciudad Mumbai en lugar de «Bombay».

Aquellos carteles con el nombre de Mumbai reflejaban una lucha interna. Bombay era una ciudad cosmopolita. Así había sido desde el principio, y así se había desarrollado, atrayendo a gentes de todo el subcontinente. Pero, en la India independiente, Bombay quedó incluida en el estado de Maharashtra, y a mediados de los años sesenta comenzó un movimiento nacionalista que quería que el estado fuera para los maharashtras. Al principio, la hostilidad del movimiento se dirigió sobre todo hacia los emigrantes pobres del sur de la India, pero también se sintieron amenazados otros pueblos. El movimiento se conocía como Siv Sena, el Ejército de Siva, nombre tomado de Sivaji, dirigente guerrero del pueblo márata en el siglo XVII. Los periódicos mostraron una actitud crítica; calificaron al Sena de «fascista». Pero el movimiento creció sin cesar. Hacía dos años que dominaba el ayuntamiento de Bombay.

El edificio del ayuntamiento estaba construido en el sólido estilo gótico-victoriano del Bombay británico. Una escalera amplia y maciza, con cerrajería victoriana bajo un pasamanos de madera barnizada, llevaba hasta la cámara del concejo. Las paredes estaban revestidas hasta la mitad con paneles de madera de un intenso color pardo-rojizo, y las mesas y sillas estaban colocadas formando arcos y semicírculos alrededor de la silla del alcalde. Las de los concejales estaban tapizadas de verde, pero la del alcalde tenía una cubierta azafrán. El azafrán es un color hindú, y allí era el color del Siv Sena. El arco gótico bajo la galería en un extremo de la estancia estaba cubierto de satén azafrán. Delante del satén azafrán había un busto de Sivaji de color bronce; por encima del busto, sobre el satén, un escudo redondo con espadas cruzadas, también del color del bronce.

En lo alto de la pared, detrás de la silla del alcalde, y por encima de los arcos góticos (que arrancaban de columnas de mármol gris), había retratos de famosos alcaldes de Bombay de la época colonial. Los hombres de los retratos tenían aspecto muy digno; llevaban peluca o gorro parsi, turbante hindú o musulmán. La dignidad de aquellos hombres y el orgullo nacionalista que su dignidad debió de fomentar en otros tiempos habían quedado desplazados.

La cámara del concejo era tan perfecta a su manera, con tal aire de seguridad y unos detalles arquitectónicos tan estudiados, que resultaba difícil imaginar que todo hubiera sido negado por el sencillo azafrán del Sena. Me hizo pensar en la catedral cristiana de Nicosia, en Chipre, tomada por los musulmanes, despojada de gran parte de su mobiliario y recubierta de pendones coránicos. Me hizo pensar en los máratas del siglo XVIII, en el vacío entre los mogoles y los británicos, que en sus incursiones llegaron hasta Delhi por el norte, hasta Bengala por el este, y entronizaron a los dirigentes máratas en Tanjore, en el extremo meridional.

Al llegar a Bombay desde el aeropuerto, es posible que el viajero solo vea hombrecillos morenos en medio de una muchedumbre indiferenciada, y polvo y humo; que vea, entre los bloques de cemento, una aglomeración de chabolas y chamizos parasitarios engendrados por las chabolas, unos dependientes de las otras, algo que podría parecer como la eterna pequeñez de la humanidad. Pero en la cámara del ayuntamiento, en el color azafrán y las espadas cruzadas del Sena, estaban los emblemas de la guerra y la conquista.

Con eso, la lucha por la independencia parecía un intervalo. La independencia llegó a la India como una especie de revolución; después, hubo muchas revoluciones dentro de esa revolución. Lo que podía aplicarse a Bombay también podía aplicarse a otras partes de la India: al estado de Andra, de Tamil Nadu, Asam, al Punjab. Por toda la India empezaron a fluir de nuevo centenares de particularidades que habían quedado inmovilizadas por el dominio extranjero, o por la pobreza, la falta de oportunidades o la infamia. Y resultaba fácil comprender que alguien como el hombre del hotel, que se había criado con otra idea de la India y de su desarrollo, se sintiera alienado e inseguro.

Yo experimenté tal sentimiento de alienación la primera vez que fui a la India, en 1962. Fue un viaje especial para mí: llegué allí como descendiente de unos emigrantes indios contratados en el siglo XIX. Aquellos emigrantes fueron reclutados desde la sexta década del siglo pasado, sobre todo en la llanura oriental del Ganges, y después enviados desde estaciones de Calcuta a trabajar con contratos de cinco años a las plantaciones de diversas partes del Imperio británico, e incluso a otros lugares. Las personas como mis antepasados habían ido a Fiji, en el Pacífico; a Mauricio, en el océano Índico; a Suráfrica; a algunos territorios de las Antillas, sobre todo a las Guayanas (la Guayana Británica y la Holandesa), y a Trinidad. Precisamente a Trinidad fueron mis antepasados, empezando en la octava década del siglo XIX, según mis cálculos.

Estos grupos indios en el extranjero eran mixtos. Constituían Indias en miniatura, con hindúes y musulmanes, y gentes de diversas castas. Estaban desprotegidos, carecían de representación y de tradición política. Estaban aislados por el idioma y la cultura del pueblo entre el que se encontraron viviendo; también estaban aislados de la India misma (a muchas semanas de barco de Trinidad y las Guayanas). En estas circunstancias especiales surgió entre ellos algo que no hubieran conocido en su país: la sensación de pertenecer a una comunidad india. Este sentimiento de comunidad podía superar a los de religión y casta.

Fue este concepto de comunidad india el que, casi en las postrimerías del siglo pasado, descubrió Gandhi, a sus treinta años —por entonces apenas con ideas políticas, históricas o literarias—, cuando fue a Suráfrica y empezó a trabajar entre los emigrantes indios. Y fue durante su estancia en Suráfrica, que duró quince años, cuando vio los primeros indicios de una misión político-religiosa para toda la India.

Yo nací en 1932, quince años antes de la independencia de la India. Me crié con dos ideas sobre esa tierra. La primera —sin querer profundizar demasiado en ella— era la clase de país del que procedían mis antepasados. Éramos agricultores. En Trinidad, la mayoría de nosotros continuó trabajando en las plantaciones de azúcar coloniales, y también la mayoría llevaba una vida de pobreza; muchos vivíamos en chozas con techo de paja y paredes de barro. Al ser arrancados de las inmemoriales costumbres de acatamiento de la India campesina, la emigración al Nuevo Mundo nos hizo ambiciosos, pero en la Trinidad colonial y agrícola, durante la Gran Depresión, existían pocas oportunidades de prosperar. Con tal pobreza a nuestro alrededor, y con la sensación de que el mundo era una especie de prisión (con barreras interpuestas contra nosotros por todas partes), la India de la que habían emigrado mis antepasados para mejorar se transformó en mi imaginación en un lugar terrible. Aquella India era privada y personal, distinta de la India sobre la que yo leía cosas en los periódicos y los libros. Aquella India, o la angustia por nuestra ascendencia, era como una neurosis.

Había una segunda India. Contrarrestaba la primera. Esa segunda India era la del movimiento de independencia, la de los grandes nombres. Era también la India de la gran civilización y del gran pasado clásico. Era la India por la que, entre todas las dificultades de nuestras circunstancias, nos sentíamos apoyados. Era un aspecto de nuestra identidad, la identidad comunitaria que habíamos desarrollado y que, en la Trinidad multirracial, había pasado a ser más bien una identidad racial.

Esa fue la identidad que llevé a la India en mi primer viaje, en 1962. Y cuando llegué, descubrí que allí no tenía ningún sentido. La idea de una comunidad india —de hecho, una idea continental de nuestra identidad india— solo tenía sentido cuando la comunidad era muy pequeña, una minoría, y estaba aislada. En el torrente de la India, con sus centenares de millones, con la amenaza de caos y vacío, aquella idea continental no suponía ningún consuelo. La gente tenía que aferrarse a ideas menores, sobre quiénes eran y dónde estaban; hallaban estabilidad en las agrupaciones más pequeñas, de región, clan, casta, familia.

Eran agrupaciones que yo apenas comprendía. No me hubieran proporcionado el menor consuelo en Trinidad, no hubieran creado ningún equilibrio para la otra India que llevaba en mi interior como neurosis, la India de la pobreza y la infamia, demasiado terrible de imaginar. Ese fue el país que encontré en 1962, y, con mi idea sobre la identidad india, no pude reconciliarme con él. La pobreza de las calles y del campo eran una afrenta y una amenaza, como rascar mi antigua neurosis. Me separaban dos generaciones de esa clase de pobreza; pero me sentía más próximo a ella que la mayoría de los indios que conocí.

En 1962, a pesar de los planes quinquenales y del sufragio universal, de tanto insistir en el socialismo y el hombre de la calle, descubrí que, para la mayoría de los indios, la pobreza india seguía siendo un concepto poético, un acicate para la piedad y la dulce melancolía, parte de la singularidad del país, de su antimaterialismo gandhiano.

El director de una revista semanal de economía, un hombre bueno y entregado del que me hice amigo, me dijo un día en Bombay, cuando hablábamos de los intocables: «¿Se ha fijado en la belleza de algunos intocables?» La India era la causa que había defendido toda su vida; la mejora de la situación de los intocables, parte de esa causa, y pronunció esas palabras con toda la generosidad del mundo.

Había una paradoja. Con mi idea continental de la identidad india, unida al nerviosismo que continuamente provocaba, en la India me hubiera resultado difícil hacer un trabajo que mereciese la pena. La estabilidad de casta o de grupo que tenían los indios, la visión más centrada, les permitía trabajar —en cosas modestas, para prosperar, no en cosas revolucionarias—, manteniéndose íntegros, en unas condiciones que a otros les habrían parecido imposibles, como tuve ocasión de comprobar durante las muchas semanas que pasé en el campo, cuando estuve con jóvenes funcionarios indios.

Así habían vivido muchos millares de trabajadores en el transcurso de los años, muchos millones, sin sensación de tragedia personal; durante los cuarenta años posteriores a la independencia alcanzó las dimensiones de un enorme esfuerzo nacional. Podían apreciarse los resultados de tal esfuerzo. Lo que parecía improvisado había llevado mucho tiempo de preparación. Se veían indicios del aumento de la riqueza; también de la seguridad que habían adquirido quienes antes eran pobres. Un aspecto de esa seguridad recién adquirida consistía en la aparición de nuevas particularidades, nuevas identidades, tan inquietantes para los indios como lo fueron para mí las identidades de casta, clan y religión en 1962, cuando llegué a la India tan solo en calidad de «indio».

Los que antiguamente se conocían como intocables formaban una hilera de más de un kilómetro y medio en una carretera llena de tráfico para honrar a su dirigente, muerto tiempo atrás, el doctor Ambedkar, que en la fotografía que lo representaba llevaba chaqueta y corbata al estilo europeo. Esa proclamación de orgullo también era reciente. Hubiera podido decirse que era algo por lo que Gandhi y otros habían trabajado; hubiera podido decirse que era una reivindicación del movimiento de liberación, pero también hubiera podido considerarse una amenaza a la estabilidad que para muchos indios suponía ya algo cotidiano, y una persona perteneciente a la clase media hubiera podido pensar, por un reflejo de angustia, que el país iba de mal en peor.

La Bolsa de Bombay estaba en plena eclosión. Papu, un agente de veintinueve años, había ganado más dinero en los últimos cinco años que su padre durante toda una vida de trabajo. El padre de Papu emigró a Birmania durante la época británica, cuando ese país formaba parte de la India británica. Cuando alcanzó la independencia y se retiró de la Commonwealth, al padre de Papu lo obligaron a marcharse, como a otros indios. En la India, el padre de Papu se metió por su cuenta en el negocio de las acciones. Leía con atención las páginas financieras de la prensa y se ganaba la vida modestamente. «En la Bolsa, si tienes éxito siete de cada diez veces, te va bien», decía Papu. A su padre, un hombre sin estudios, le había ido bien, dentro de sus posibilidades.

A Papu, que tenía mejor educación y funcionaba en una economía mucho más amplia, le había ido muy bien, incluso según su propia escala. Según dijo, durante los últimos cinco años le había ido excepcionalmente bien, y pensaba que los diez años siguientes también serían bastante buenos.

Pero Papu estaba angustiado. No sabía en qué acabaría la reciente belicosidad de los negocios indios, y no estaba seguro de hasta qué punto podría encajar en el nuevo esquema de las cosas, con sus fuertes sentimientos religiosos. Además, había llegado a temer algo que nunca se le había pasado por la cabeza a su padre: a los veintinueve años de edad, Papu vivía con miedo a la revolución y la anarquía. En parte, era el miedo a la pérdida personal, pero también se debía a una prolongación de sus preocupaciones religiosas.

Papu pertenecía a una familia jainista. Los jainistas son una antigua rama del hinduismo, prebudista, y aspiran a lo que ellos consideran la pureza absoluta. No comen carne; no comen huevos; evitan quitar vidas. Todas las mañanas, el jainista debe bañarse, vestirse con un trozo de tela sin coser e ir descalzo al templo a orar. Y, sin embargo, los jainistas tienen fama en la India por su habilidad en los negocios.

El despacho de Papu estaba en la zona bursátil de Bombay. Desde la calle, al visitante no le resultaba fácil distinguir esta zona de otras del centro de Bombay. El vestíbulo del alto edificio en el que se encontraba el despacho de Papu presentaba una característica india especial: daba la impresión de que todos los días, en aras de la limpieza, alguien lo frotaba con un trapo ligeramente mugriento, y —al igual que a una imagen se le pone una marca nueva de pasta de sándalo— le daba grasa negra a las puertas correderas de metal de los ascensores. Cada ascensor tenía un número en un cartelito toscamente pintado, y para llegar a cada uno de ellos había que seguir una pequeña línea en zigzag, de modo que en el vestíbulo la gente formaba un dibujo floral.

En la planta superior en la que nos bajamos aún se apreciaban indicios del paso del trapo, pero en el vestíbulo de arriba, mucho más tranquilo, saltaba a la vista que la gente no sentía la misma preocupación que abajo por si la veían o molestaban, y soltaban escupitajos rojos y arenosos de pan, unas veces en un rincón, otras sobre las paredes, formando arcos amplios, con salpicaduras.

Tras aquella falta de protocolo había una oficina. Mesas, empleados, objetos de oficina. En las paredes había representaciones en color, enmarcadas, de deidades hindúes, algunas rodeadas de guirnaldas. El despacho de Papu era una pequeña habitación interior. Las pantallas de ordenador lanzaban destellos verdes. En una de las paredes había tres representaciones de deidades, unas junto a otras. La diosa Durga, a lomos de su tigre, estaba a la derecha; del cristal colgaba una guirnalda de caléndulas.

Le pregunté a Papu por Durga. No me contestó de una forma directa. Se puso a hablar sobre su fe jainista y las aplicaciones que tenía a lo que hacía. Dijo:

—Lo fundamental es que carecemos de instinto asesino, que es lo que deberían tener los hombres de negocios.

Yo le dije:

—Pero les va muy bien.

—Somos comerciantes. —La diferencia tenía gran importancia para él—. El instinto asesino es necesario en la industria, no en el comercio. Por eso la comunidad jainista no está relacionada con la industria. Si ahora yo comercio en el mercado bursátil y no consigo sacarle dinero a alguien, no voy a contratar a un mafioso para que se lo saque. Eso es lo que ocurre aquí en cosas como la industria de la construcción: si se es constructor, hay que tener contactos con la mafia.

—¿Desde cuándo es así?

—Está aumentando en las ciudades. Después de 1975 —durante el estado de emergencia de la señora Gandhi—, todos los jefes de la mafia abandonaron el contrabando y empezaron a dedicarse a la construcción. «Animan» a la gente a dejar la tierra, por ejemplo, para edificar.

De este tema hablaban muchas personas. Formaba parte de la «criminalización» de los negocios y la política de la India. Papu dijo:

—Es un problema. No sé cuánto durará esto (señaló su despacho, con los ordenadores, y el despacho de fuera). De momento nos va bien. Somos vegetarianos, pero no sé cuánto tiempo podremos continuar sin echarnos a la calle a luchar.

Resultaba extraño, el hincapié en el vegetarianismo; pero era algo fundamental en la fe de Papu. Entre el desconcierto, el fluir y la incertidumbre de la vida, el vegetarianismo, el negarse a ser impuro, era algo a lo que aferrarse. Suponía un ejercicio de voluntad y virtud que libraba de otro tipo de excesos, entre ellos el de «echarse a la calle a luchar».

Papu era de estatura media. El vegetarianismo y el deporte —curiosamente, el baloncesto— lo habían dotado de un cuerpo esbelto, delicado. Era fuerte, sin músculos demasiado pronunciados; se parecía a una figura lisa de mármol de la escultura jainista. Tenía ojos serenos, el rostro un tanto cuadrado y bien definido, la piel tersa, sin arrugas.

Pensaba que si el carácter del comercio cambiaba, si irrumpía el instinto asesino, los jainistas tendrían que luchar o retirarse. Por lo que dijo, me pareció que hasta entonces habían preferido retirarse. Habían dejado la industria de la construcción. En Bombay, como en Delhi, habían abandonado los negocios que les obligaban a emplear dinero en efectivo o valores.

Se puso a hablar de nuevo sobre su fe, y cuando —tras tardar un buen rato en volver a mi primera pregunta— habló sobre la diosa Durga, no se refirió a ella como una deidad con atributos especiales. Habló de ella simplemente como de Dios.

—Tengo que pensar en Dios siempre que ocurren ciertas cosas. He perdido a mi padre a principios de este año. Murió de un ataque al corazón. En momentos como ese tienes la sensación de que existe un factor externo contra el que no puedes hacer nada. Ahora utilizo ordenadores, como en los países civilizados. A veces, tengo la sensación de que si logro triunfar en el mercado es porque soy capaz de ponerme al día con todos estos adelantos. Pero después, cuando ocurre algo así, mi padre, su muerte, me da la impresión de que mi inteligencia o mi decisión no valen nada. Estoy metido en este negocio. Preveo los movimientos del mercado, los movimientos de los precios. Como sabrá, hay obsesión con el trabajo. Y de repente, esa sensación de no poder prever mi propia vida. Esos son los momentos en los que pienso que hay algo parecido a Dios, y en los que deseo tener fe.

»Durante el último año experimento esa sensación siempre que estoy exaltado o muy triste. Antes, si me exaltaba, lo expresaba. Cualquiera lo hubiera notado. Pero ahora sé que al final del día, tras la exaltación, puede suceder algo triste. Así que ¿para qué exaltarse?

—Comprendo que piensen así los hombres mayores, pero usted no es mayor.

—En la Bolsa de Bombay hay un dicho: «¿Cuántos Divalis has visto?» Divali, el festival hindú de las luces. Equivale a decir: «¿Cuántos años tienes?» El dueño de esta compañía, que es amigo mío, tiene solo treinta años y ha tenido mucho éxito durante los últimos cinco años. Ha superado dos investigaciones fiscales por sorpresa y varios altibajos. Cosas que mi padre hubiera tardado toda una vida en experimentar, él las ha hecho en cinco años. Por eso decimos que no es el número de Divalis que has visto, sino el número de petardos que has hecho estallar. Para mí es lo mismo, no solo en los negocios, sino en la vida. Voy al templo todas las mañanas. Rezo fundamentalmente para dominar ciertos sentimientos.

—¿La aflicción?

Yo estaba pensando en su padre. No me entendió. Creyó que había dicho «ambición», y contestó:

—La ambición y el miedo. Los dos sentimientos van unidos en mi negocio. Entro en el templo, junto las manos y me quedo allí esperando cinco minutos.

—¿A quién se dirige cuando hace eso?

—A algo que crees que controla el mundo.

—¿No piensa en ninguna deidad concreta?

—Si estás metido en los negocios, la imagen que tienes presente es la de la diosa Laksmi. En otras ocasiones puede ser Sarasvati. Laksmi es la diosa de la riqueza; Sarasvati, la de la sabiduría. Y cuando pienso en los niños de los barrios de chabolas, tengo que pensar en Dios. Esos son los momentos en los que pienso que existe un útero del que yo salí, por lo que hoy estoy aquí y no allí. Pero ¿por qué estoy aquí y no allí, en un barrio de chabolas? Entre todos los conocimientos que recibí en el colegio y la universidad, no encontré respuesta a este interrogante. Pero la respuesta es: Dios. Pienso en estas cosas un par de veces al día.

—¿Su padre también pensaba en estas cosas?

—Mi padre era un hombre que salió de la nada. No llegó a estudiar en la universidad. Tuvo que ocuparse más de su trabajo. Normalmente, un hombre piensa en estas cosas cuando tiene asegurados la comida y el techo. Aunque mi padre debía de pensar lo mismo, tenía que cumplir sus obligaciones para con su familia. Yo disfruto de más comodidades con menos edad que él. Es una de las razones por las que ocurre esto.

—¿Se puede tener éxito en los negocios sin cierta agresividad?

—La agresividad crea un círculo vicioso. Voy a ponerle un ejemplo. Aquí hay un señor que se llama Ambani. Dentro de un par de años será el industrial más importante de la India. Este hombre le ofrecería la auténtica imagen de cómo funciona el éxito comercial en la India. Es buen administrador y también buen manipulador. Son dos cosas distintas. El administrador organiza su negocio, el manipulador domina el mundo exterior. Ambani posee el don de la previsión, y también agresividad. Si se lo compara con viejos industriales como Tata y Birla, va una generación por delante. Birla tenía licencias. Creó industrias, está fabricando productos. Este señor, Ambani, les lleva la delantera. Impone y destruye normas para sí mismo. Ve que hay demanda de poliéster, que es brillante y dura mucho. Es perfecto para la India, donde la gente no puede comprar demasiada ropa. De modo que se mete en el negocio del poliéster y toma la precaución de que nadie más lo haga. El siguiente paso consiste en fabricar la materia prima para el poliéster. Después quiere que otros fabriquen poliéster para que utilicen su materia prima. Esta integración regresiva lo llevará a dominar la industria textil de la India. El poliéster será el mayor mercado.

»Si yo quiero meterme en algún negocio en la India, eso es lo que tengo que hacer. Algo parecido.

»Pero existe otro aspecto. Aquí hay una empresa llamada Bajaj. Es la segunda productora mundial de motocicletas. Hace tres años, cuando los japoneses entraron en la India, pensamos que vencerían a Bajaj al poco tiempo. No solo ha sido capaz de mantenerse, sino que ha crecido más que todas las demás. Es licenciado por Harvard, pero de familia convencional, con la cultura y las convenciones de los indios. Han sufrido impuestos sobre las personas físicas del 97 por 100 e impuestos sobre el patrimonio nada menos que del 80 por 100, y, sin embargo, siguen siendo muy importantes. Eso me hace confiar en que aún puede funcionar.

Con el «puede funcionar» se refería al sistema tradicional indio, el sistema que encajaba con «la cultura y las convenciones de los indios».

Papu añadió:

—Lo importante es su pregunta sobre cómo triunfar sin agresividad. El problema está en la disciplina. Creo que mis amigos no vegetarianos no tienen la fuerza de voluntad ni la disciplina y el carácter de los vegetarianos. Cuando empezamos a serlo no nos planteábamos estas cosas, pero ahora, al reflexionar sobre la vida, vemos que los no vegetarianos tienen un problema.

Papu se había trazado ciertos planes para el futuro. Quería seguir trabajando durante los diez años siguientes, para ejercitar las dotes comerciales que poseía. En esos diez años quería ganar suficiente dinero para el resto de su vida, y después dedicarse a las obras sociales. Pero tenía dudas sobre sus planes, sobre todo dudas acerca de la conveniencia o la eficacia de abandonar el trabajo. Si se dedicaba personalmente a las obras sociales, ¿no supondría malgastar su talento natural? ¿No serviría mejor a su causa social continuando en los negocios y dedicando los beneficios —que aumentarían— a las obras sociales?

Estas ideas le preocupaban. Se sentía inseguro sobre sus motivaciones, algo que le preocupaba aún más. Pensaba que, con la clase de vida que llevaba, el interés que despertaban en él los pobres era por el momento puramente «hipócrita».

—Si digo que debería estar haciendo obras sociales, ¿por qué este despacho con aire acondicionado? Si mis sentimientos fueran sinceros, debería irme a los barrios de chabolas, a trabajar. Pero es posible que tenga que seguir viviendo como un hipócrita hasta los cuarenta años. Y después haré lo que quiera. Hoy en día estoy obteniendo grandes beneficios por lo que invierto, y por eso pienso que debería trabajar más, que no debería tener derecho a estos lujos.

»La anterior generación de jainistas, cuando pensaban en las obras sociales, construían templos de mármol. A nosotros no nos parece bien, quizá porque tenemos tantos templos. Nosotros pensamos en orfanatos y hospitales. A nuestra generación le importan más las obras sociales que la religión.

—¿De verdad le pone la pobreza tan nervioso como dice?

—Estoy seguro de que va a haber una revolución. Dentro de una o dos generaciones. Esto no puede continuar, la desigualdad de ingresos. Me da escalofríos pensarlo. Estoy completamente seguro de que la mentalidad india es religiosa, fatalista. Incluso después de la educación que he recibido, sigo pensando que me llevará el destino, que llegaré allí haga lo que haga. Por eso no ha habido una revolución. Pero con las crecientes frustraciones, incluso si la gente es religiosa habrá revolución. Se está abusando demasiado de la tolerancia.

—¿Qué forma cree que adoptará la revolución?

—No será nada. Caos absoluto.

Para algunos, como el Siv Sena, la revolución ya había empezado. Nijil, un joven periodista que había conocido, me llevó un domingo por la mañana ante un «dirigente de zona» del Sena del barrio industrial de Zane. El Sena tenía cuarenta unidades en Zane —cuarenta unidades en un barrio—, y cada unidad un dirigente como el señor Patil, el hombre a quien fuimos a ver.

Zane se encontraba a una hora de tren al norte del centro de Bombay. Los vagones eran anchos, espaciosos y sencillos, destinados al duro trajín de los trayectos de cercanías de Bombay, sin absurdos tornillos, listones ni postes metálicos a la vista. Un prominente letrero de metal presentaba en cada vagón el nombre de la fábrica: Jessop and Co., Calcuta, antes británica, después india.

Pasamos junto a bloques de pisos, enmohecidos y mugrientos; ciénagas, desagües; pedazos de tierra pardusca; polvo, niños, y, por todas partes, las chabolas y los chamizos contiguos con techo de harapos cuya aparición fomentaban: la chabola, la choza o el chamizo ya existente proporcionaba una pared a quien llegaba a continuación, a las oleadas de seres humanos que invadían Bombay sin cesar, que a veces deshacían en una noche los esfuerzos de rehabilitación de años. En sus comienzos, el Siv Sena quiso que Maharashtra fuera para los maharashtras: hizo campaña contra la emigración a Bombay desde otros estados. Lo que se veía desde el tren ofrecía explicación suficiente.

Incluso en Zane, a una hora de distancia, se experimentaba la sensación de que el espacio vital seguía siendo inmensamente valioso. En un callejón de clase obrera cerca de la estación de ferrocarril —detrás de los tenderetes de vivos colores, unos de fruta, otros de relojes baratos, otros de fruslerías para las mañanas de domingo, brillantes objetos de feria—, un simple apartamento podía costar dos lajs y medio de rupias, o sea, doscientas cincuenta mil rupias, unas diez mil libras.

La entrada a la casa del señor Patil estaba junto a este callejón, en un pasadizo entre dos casas de dos pisos. El señor Patil vivía arriba, en la casa de la derecha, vieja; la de la izquierda, aún en construcción y de un estilo arquitectónico insólito, iba a ser bastante sólida. El patio situado en el extremo del pasadizo era como los antiguos patios traseros de Puerto España, con una ajetreada vida en el exterior; sin embargo, las dependencias de ladrillo medio desmoronadas contra el muro trasero mostraban las estrecheces propias de Bombay, y eran reflejo de personas que tenían que arreglárselas en un espacio muy reducido.

En el terreno o patio al otro lado del muro trasero, y no lejos de él, se alzaba el deteriorado armazón de hormigón de un edificio de cierta altura que parecía abandonado. Si ese edificio hubiera seguido creciendo, habría impedido que parte de la luz llegara al patio del señor Patil; el patio hubiera dado la impresión de estar cercado. Tal como estaba, con un espacio abierto detrás, curiosamente no se tenía sensación de opresión, a pesar de la multitud y del ruido envolvente: sonidos dispersos, acontecimientos diversos, múltiples, que unidos producían una especie de rumor marino.

La escalera de madera que llevaba al piso del señor Patil era empinada (ahorraba espacio), y necesitaba reparaciones. La construcción era interesante: cada grueso tablón iba ensamblado a las tablas laterales. En la terracita o galería de arriba estaban los zapatos y las zapatillas que se había quitado la gente, pero a nosotros no nos pidieron que nos descalzáramos.

En la habitación de dentro había una visita que había llegado antes que nosotros. Era un inspector de policía, con uniforme caqui, y estaba sentado en un sillón junto al señor Patil. Tampoco él se había quitado las botas. Eran unas botas magníficas, y debían de ser suyas, no parte del uniforme. Le llegaban al tobillo, eran de cuero suave, con bonitas muescas y estrías, y de color sangre de buey.

El inspector tenía treinta y tantos años, o poco más de cuarenta. Era serio y respetuoso, pero también consciente de su propia dignidad. El señor Patil tenía el ceño fruncido; el frunce podía interpretarse como expresión de su autoridad. Era bajo y había empezado a ponerse rechoncho. Era joven, de menos de treinta años, y la forma de sentarse resaltaba la pequeña barriga. Parecía reciente, algo con lo que aún estaba aprendiendo a vivir, como la redondez de sus muslos, que le estrechaba los pantalones visiblemente. Estaba descalzo en el salón. Era la costumbre, pero también una señal de sus privilegios: el dignatario local que recibe en casa.

El inspector de policía había ido aquella mañana de domingo a pedir ayuda al Sena para el problema del «suplicio de Eva». El acoso sexual de las mujeres en lugares públicos, en muchas ocasiones encubierta, en otras abiertamente, constituía un problema en toda la India. El incidente concreto que preocupaba al inspector había provocado el enfrentamiento de dos grupos de la zona. Con tal apiñamiento y tal proximidad, no se necesitaba mucho para que se desataran los nervios: las peleas surgían fácilmente.

El cuarto estaba pintado de rosa y tenía suelo de terrazo. En cuanto a decoración y mobiliario, era, salvo por detalles de época, como las habitaciones que había conocido en Trinidad en mi infancia, las habitaciones de personas que empezaban a pensar que les iba bien y también a tener conciencia de su propia dignidad. Había un televisor Sony, con vídeo. Un paño de encaje con dibujos cubría el aparato, y encima del paño había una muñeca. En las paredes rosas había ramas de hibisco sobre trozos de enrejado de plástico. Una cama doble ocupaba un rincón de la habitación; encima había dos travesaños de un color rosa desvaído situados simétricamente, formando ángulo, y de una especie de percha colgaban ropas del señor Patil.

La madre del señor Patil estaba sentada en el suelo de terrazo desnudo, junto a la puerta de la izquierda. La habitación trasera debía de ser la cocina. Se me antojó que de aquella habitación salía olor a pescado frito, pero quizá me equivocase. Quizá los Patil no comieran pescado: en la India, tales detalles tenían importancia, y podían ser cuestiones de casta. De todos modos, olía a guiso, y eso debió de ser lo que —mientras hablaban el inspector de policía y el señor Patil— atrajo a un gatito atigrado, de color anaranjado, que cruzó la habitación hasta donde estaba sentada la madre del señor Patil. El gato me sorprendió: creía que a los indios no les gustan mucho estos animales. Era un gato indio, delgado de cuello y patas, solo que con el vientre grueso, más flaco y desesperado que los gatos gordinflones de Inglaterra.

La madre del señor Patil llevaba un sari con dibujos rojos o rosas, atado de tal forma que le permitía separar las piernas. Era muy baja, de carnes fláccidas, con aspecto de cansancio, y llevaba gafas de gruesos cristales. Se había sentado junto a la puerta para disfrutar de la visita del domingo por la mañana, pero, por su actitud, saltaba a la vista que no quería entrometerse en los graves asuntos que tuviera que tratar su hijo.

El imponente inspector de policía, muy serio, se levantó al fin. Dijo que se alegraba de que el señor Patil fuera tan comprensivo. Los dos grupos implicados en el «suplicio de Eva» tenían suficientes seguidores como para crear problemas en la localidad, según dijo, y en esas cuestiones, la policía seguía la estrategia de intentar reconciliar a la gente. A continuación salió, y se le oyó bajar, pisando delicadamente los empinados escalones con sus botas.

El señor Patil frunció el ceño aún más, apretó los labios y esperó a ver de qué quería hablarle yo. No sabía inglés; solo márata. Nijil hizo de intérprete. Dije que, en primer lugar, quería averiguar algo sobre la localidad y sobre la familia del señor Patil.

El señor Patil dijo que su familia había pasado toda la vida allí, en aquella localidad. Su padre trabajó en la sala de herramientas de una fábrica del centro de Bombay durante cuarenta años. ¿Qué hacían en la fábrica? Ni el señor Patil ni su madre lo sabían. La fábrica estaba cerrada, acabada. Pero lo importante era que su padre había tenido trabajo fijo. Gracias a ello, la familia no había conocido penalidades cuando eran niños. Solo conocieron penalidades como familia cuando murió el padre, en 1975. En la India no había pensiones.

El señor Patil tenía el rostro cuadrado, la piel oscura. Llevaba bigote. Empezaba a clarearle el pelo.

Se puso a trabajar cuando murió su padre. Encontró empleo en el departamento de embalaje de una empresa que fabricaba transistores. Una prima suya le habló de aquel puesto. Ella trabajaba en la fábrica; aún seguía allí. Él no ganaba mucho en el departamento de embalaje: trescientas rupias al mes, ocho horas al día. No le gustaba lo que hacía, pero era un puesto de trabajo. Entabló amistad con muchas personas de la fábrica, y la mantenía con bastantes.

Nunca se había considerado pobre, ni tampoco a su familia. Nunca se había considerado ni rico ni pobre. Siempre había pensado que pertenecía a la clase media (en el sentido indio del término). Y lo que dijo pareció un eco de las palabras de Papu, el corredor de bolsa jainista. Un hombre tiene que ocuparse de la comida y el techo antes de fijarse en la existencia de otras cosas. Al igual que el éxito le había deparado a Papu unas preocupaciones sociales que su padre, con más agobios, jamás había experimentado, y aunque el Siv Sena hablaba de las privaciones de los maharashtras, esa idea solo podía ocurrírsele a la gente cuando de verdad dejaba de pasar privaciones.

¿Cómo, viviendo en esa localidad, había empezado el señor Patil a tener ambiciones? ¿Ya era ambicioso de niño? Pues sí. Quería ser famoso. Por ninguna razón especial; sencillamente, ser famoso. En una época pensaba que le gustaría alcanzar la fama como jugador de críquet. Pero ya no tenía esa ambición; se había reducido. Solo quería hacer lo que el dirigente supremo del partido quería que hiciera.

Tenía diez años la primera vez que vio al dirigente. Lo vio allí, en aquella localidad. Debió de ocurrir en 1969 o 1970. Un día vio un cartel que anunciaba una visita del dirigente. Hasta entonces no había oído hablar de él: el Sena solo tenía tres años de existencia, y el dirigente no era tan famoso como lo sería más adelante. Pero el señor Patil se fijó en el anuncio de su visita. Eso ocurrió durante las festividades de Ganpati. Y en la charla del señor Patil empezaron a confluir la religión y la política del Sena.

En Maharashtra se veneraba a Ganpati, Ganesha, el elefante hindú de trompa larga y amistosa, ojos brillantes y gran panza de satisfacción. Era muy importante en la casa de los Patil: la familia tenía una imagen del dios. Todos los años se celebraba un festival en su honor. Duraba nueve días, y diariamente, tenía lugar un gran acontecimiento. De muchacho, el señor Patil asistía al gran acontecimiento todos los días que duraba el festival, año tras año.

Dijo, mientras Nijil traducía sus palabras del márata y su madre (de piel mucho más clara que la suya) asentía:

—Todas las cosas buenas que me han pasado han ocurrido por la gracia de Ganpati. Todos los meses hay un día dedicado al culto de Ganpati. Recorro ciento diez kilómetros para rendirle culto en su enorme santuario de Pali.

En la pared detrás del televisor Sony había una fotografía o dibujo de esa imagen de Pali: la panza amplia, desbordante, de la deidad, de un rojo violento, chillón, nada benévolo.

Le pregunté si en su familia siempre había predominado aquella idea de Ganpati como dador de buena suerte. Dijo que sí. ¿Cuándo relacionó a Ganpati con algo bueno por primera vez en su vida?

Se rascó la cabeza, de escaso cabello. El gato o gatito atigrado se había sentado debajo de la silla que antes ocupaba el inspector de policía, y miraba delicadamente a su alrededor. La madre del señor Patil, sentada en el suelo de terrazo, junto a la puerta, que parecía ser su sitio, alzó la cabeza, como si estuviera pensando en la primera vez que el dios había bendecido a su hijo: los gruesos cristales de las gafas formaban manchas de luz sobre sus ojos.

En la pared sobre la cama con los travesaños simétricos había un tubo fluorescente: en la India se utilizaban los tubos fluorescentes porque eran baratos. Había dos ventanitas en aquella pared. En una de ellas las barras de hierro estaban colocadas verticalmente; en la otra —por cuestión de variación de estilo—, eran horizontales. Las dos ventanas tenían cortinas parecidas, cada una de ellas recogidas con una banda en dos puntos.

La habitacioncita de paredes rosas estaba atestada de objetos para mirar: mucho cuidado, mucho orgullo en todo ello. Había un armario, y también una especie de vitrina con armazón negro de aproximadamente un metro de altura. Sobre la vitrina había una vela multicolor muy grande, como para equilibrar la muñeca del Sony. Entre las cosas que llenaban las estanterías había un juego de vasos de acero inoxidable y ocho tazas de loza con un motivo floral. La vitrina y los objetos que contenía —aparte de los vasos metálicos— se parecían a las cosas que yo había conocido en mi infancia. Allí mantenían una especie de unidad: me llegaron al corazón.

El señor Patil dijo al fin:

—Yo no iba a clase. Me dedicaba a holgazanear, a jugar al críquet. Llegó un momento en que me dijeron que me iban a expulsar del colegio. Entonces le recé a Ganpati. Tenía unos quince o dieciséis años. Le dije a Ganpati que si no me expulsaban iría en peregrinación a Pali. Y no me expulsaron. La jefa de estudios cambió de opinión. Cuando me llamó a su despacho, me dijo que de momento solo quería amonestarme.

Después de aquella ocasión, recordó otras en las que había recibido la gracia de Ganpati.

—Hace unos tres o cuatro años, mi madre se puso enferma. Tenía la tensión alta. La llevaron al hospital. Estuvo con oxígeno. No podía hablar. Fui a Pali, al santuario de Ganpati, a hacerle una ofrenda, una guirnalda y un coco. Cuando volví, estaba mucho mejor.

Y su madre —sentada junto a la puerta, no en el suelo desnudo, como yo creía, sino sobre un delgado trozo de madera como de unos dos centímetros— juntó las manos mientras su hijo hablaba, y después dijo, según la traducción de Nijil, que unía sus manos en acción de gracias a Ganpati.

Ya el día que nació le fueron concedidas ciertas gracias. Fue en 1959. Había disturbios en la zona. La gente tiraba piedras. No resultaba fácil coger taxis, pero su padre logró encontrar uno para llevar a la señora Patil al hospital. El taxi tuvo que recorrer cinco kilómetros en medio de los disturbios para llegar al hospital estatal. Llegó sano y salvo, y en cuanto la madre entró en el hospital, dio a luz.

Madre e hijo fueron turnándose para contar la historia, y después, la madre, sentada en el suelo, volvió a juntar las manos y dijo que todo se debía a la misericordia de Ganpati.

Y más adelante, hacía un par de años, había sufrido una grave crisis. Fue en su vida política, y se prolongó durante nueve días. Fueron momentos muy dolorosos. Peregrinó a Pali, y le juró a Ganpati que si salía de la crisis le haría una ofrenda de ciento un cocos.

¿No era como intentar comprar al dios?

—Mi fe está arraigada en la realidad. No tengo por costumbre ofrecer ciento un cocos para pedir que me nombren primer ministro.

¿Era muy profunda su fe en Ganpati, algo que siempre había sentido? ¿O después de haber orado buscaba alguna señal del dios?

Dijo, según la traducción de Nijil:

—Incluso cuando parece que las cosas van mal, oigo una voz interior. Supongo que se podría llamar confianza en mí mismo.

Nijil repitió la palabra en márata que había utilizado para la expresión «confianza en mí mismo»: atmavishwas. Ese era el mayor don de Ganpati.

Le dije:

—¿Cómo llevó ciento un cocos hasta el santuario?

—Se pueden comprar allí mismo.

Me contó más cosas sobre el festival de Ganpati. Todos los años había que comprarle una imagen nueva a la persona que las fabricaba. Se guardaba la imagen en casa durante el tiempo que se quisiera, pero cuando acababa el festival había que tirarla o sumergirla. La tradición en su familia era conservar la imagen un día y medio; después, la llevaban a un lago no lejos de allí y la sumergían en él. Su madre siempre había tenido el deseo de llevar la imagen desde la casa del fabricante a la suya con banda de música. Lo había cumplido recientemente. Su otro hijo encontró un trabajo muy bueno, y la familia contrató una banda y llevó la imagen a su casa, e hizo otro tanto cuando la sacaron para llevarla al lago.

Con la conversación sobre Ganpati, los santuarios, las peregrinaciones, las promesas y ofrendas, empecé a hacerme una idea de los misterios que contenía la tierra para las personas como los Patil, el esplendor que a veces rozaba su vida, los prodigios entre los que se desenvolvían. En su mundo había más de lo que se veía. Zane era un barrio industrial, pero la tierra era muy antigua; era sagrada, y la misma gente podía vivir de un modo natural con múltiples formas de sentir.

Fue durante aquel festival propiciatorio de Ganpati —allí mismo, en aquella localidad, en los callejones por los que yo había pasado viendo solo la superficie— cuando el señor Patil, a los diez años de edad, vio el cartel que anunciaba la visita del dirigente del Siv Sena. Asistió a la reunión, para ver al dirigente, que por entonces llevaba su propia revista semanal y era más conocido como dibujante cómico. El dirigente no impresionó físicamente al joven Patil cuando lo vio. Vio a un hombre delgado, con gafas, con un abrigo abrochado hasta el cuello. Pero en cuanto empezó a hablar, al muchacho le «hirvió» la sangre. Su discurso duró entre treinta y treinta y cinco minutos, y al final, las personas como el joven Patil, cuya sangre se había puesto a hervir al pensar en todas las injusticias que sufrían las auténticas gentes de Maharashtra, lo aclamaron a gritos.

—¿No era usted demasiado joven para comprender el discurso sobre la discriminación contra el pueblo maharashtra?

—No. Había oído muchas cosas sobre los problemas que le estaban creando los musulmanes y los forasteros. Lo oía en casa y en la calle. Me lo contaba mi hermano mayor.

—¿Y su padre?

—No le interesaba lo más mínimo.

El padre no tenía la confianza de sus hijos. Le ocurría lo mismo que al padre de Papu.

Y aunque aquel muchacho de diez años no volvió a asistir a grandes discursos del Siv Sena durante mucho tiempo, empezó a echar una mano cuando el partido necesitaba gente para pegar carteles y desplegar pancartas. Más adelante, cuando murió su padre y él se puso a trabajar en la fábrica de transistores, empezó a desempeñar tareas políticas para el partido por las tardes. Siguió haciéndolo incluso cuando encontró otro trabajo. En su nuevo puesto, se encargaba de exportar mano de obra a Dubai y Oriente Medio. Ganaba novecientas cincuenta rupias al mes, mientras que en la fábrica de transistores solo le daban trescientas. Entrevistaba a la gente.

¿No le hubiera gustado ir a Oriente Medio, para ganar dinero?

—No aprobé el último curso del colegio, y si hubiera ido habría tenido que dedicarme al trabajo doméstico.

—¿No pensaba que tuviera nada de malo enviar gente de aquí a un país musulmán?

—No todos los musulmanes son enemigos.

Por entonces, su trabajo para el partido consistía en estar en el despacho del Sena por las tardes para atender las quejas de la gente. El Sena siempre había visto el aspecto social de las cosas. Había mucho que hacer en ese sentido. La gente necesitaba ayuda. Algunas personas solo tenían agua durante cuatro horas al día. En muchos edificios, el agua no llegaba más allá del primer piso. Incluso después de haber sido elegido jefe de zona del Sena —la elección había tenido lugar tres años antes— siguió desempeñando ese tipo de labor social. Por ejemplo: cuando llegamos nosotros, había una señora en la cocina con la madre del señor Patil. Había ido a quejarse por la instalación del agua. Había pagado mil rupias para la instalación de una cañería, y todavía no tenía ni cañería ni agua. El jefe de zona debía ocuparse de los problemas de la gente: al partido le convenía políticamente.

¿Le seguía hirviendo la sangre? ¿O se había tranquilizado un poco, con el éxito del Sena y su puesto de jefe de zona?

Le seguía hirviendo la sangre.

—Hay un sitio que se llama Bivandi, a unos veinticinco kilómetros de aquí. Cuando la India perdía un partido de críquet con Pakistán, ponían petardos en el mercado, los musulmanes. Cuando yo era pequeño, no podía hacer nada, pero ahora no lo aguanto. Había grupos de musulmanes que venían de Bivandi a Zane. La gente de aquí estaba tan resentida con esos musulmanes que en 1982 hubo enfrentamientos, y asaltaron sus tiendas y vendieron los artículos. Vendieron toallas a dos rupias. Los tenderos musulmanes han vuelto ahora, pero viven atemorizados. El Siv Sena tiene mucho poder. Es más: los musulmanes incluso le hacen donativos.

Sin que yo hubiera preguntado nada, Nijil dijo:

—Pero eso, ¿no es extorsión?

El señor Patil no lo creía así.

Me interesaba saber —pensando en el culto a Ganpati— qué era más importante para él: ¿la religión o la política? Según la traducción al márata, la pregunta se planteó así: ¿dharma o rajnithi?

El señor Patil dijo: «Dharma.» La religión. Pero no se trataba de la fe personal en Ganpati de la que había hablado. Con el crecimiento y el éxito, las ideas del Sena también habían crecido: la religión a la que se refería el señor Patil era el hinduismo mismo. «Hay un complot para borrar el hinduismo de la faz de la tierra.» Era un complot musulmán, razón por la que era fundamental mantener vivo el hinduismo.

En el cuarto de estar habían entrado otros dos gatos o gatitos indios, igualmente delgados —uno con manchas y otro anaranjado—, que se pusieron a deambular por la habitación con aire inquisitivo. También se habían presentado unos amigos o parientes de los Patil, para oír lo que el señor Patil iba a contarles a sus invitados.

Pregunté si el hinduismo podía mantenerse vivo si la industria y los negocios en la India seguían creciendo como hasta entonces.

El señor Patil no veía ninguna contradicción en ello.

—Si quieres sobrevivir, tienes que ganar dinero.

—Esa no es la actitud que defendía Gandhi.

—Yo desprecio a Gandhi. Él pensaba que había que ofrecer la otra mejilla. Yo creo que si alguien te da una bofetada, debes tener la fuerza de preguntarle por qué lo ha hecho, o devolverle la bofetada. Detesto la idea de la no violencia.

Aquellas palabras encajaban con su orgullo de guerrero márata. Me pregunté hasta qué punto conocería la historia márata ¿Qué ideas sobre la historia se mantenían a flote en aquella zona, en aquellos estrechos callejones? ¿Conocía la cronología de la vida de Sivaji?

Sí la conocía. Dijo:

—De 1630 a 1680. Lo sé todo. Sivaji salvó a los maharashtras de las atrocidades que estaban cometiendo con ellos, pero después llegaron los ingleses, y cometieron atrocidades con todos los demás.

Comprendí el sentimiento comunitario, aun mayor allí, el conflicto entre hindúes y musulmanes; pero me pregunté qué significado tendría la casta en una zona industrial como aquella, donde las personas vivían tan próximas. ¿Cuáles eran las relaciones del Sena con los dalit? Por lo poco que había visto, los dalit habían empezado a tener esa confianza en sí mismos, el atma-vishwas, que formaba parte del don que Ganpati le había concedido al señor Patil. ¿Le tocaba eso alguna fibra sensible? Su interés por el hinduismo, ¿le despertaba un sentimiento de solidaridad hacia ellos?

Se puso rígido.

—No tenemos diferencias con ellos. No se consideran maharashtras ni hindúes. Son budistas.

¿No se habían apartado del hinduismo por prejuicios de casta? ¿Nadie simpatizaba con ellos? Cuando el señor Patil era muchacho, le hirvió la sangre al oír a su dirigente hablar de la discriminación contra los maharashtras. ¿No pensaba que los dalit también tenían motivo para sentir lo mismo?

No lo creía. La cólera de esas gentes era algo que fomentaban sus dirigentes y un grupo llamado los Panteras Dalit —a imitación de los Panteras Negras de Estados Unidos— por razones políticas.

—No tienen ninguna razón para estar furiosos. No han sufrido tanto como dicen. Y las actuales organizaciones dalit están vinculadas a grupos musulmanes.

Le pregunté a Nijil si era así. Dijo que sí.

—Esos dos grupos, los dalit y los musulmanes, están alienados. Y a alguien se le ocurrió la idea de unirlos.

La alienación: el tema común. El señor Patil se sentía triunfal, pero aún le hervía la sangre. Seguía pensando que su grupo podía hundirse y que había otros esperando para pisotearlos. Parecía como si en aquellos espacios tan pequeños, tan abarrotados, nadie pudiera sentirse realmente a gusto. Todos pensaban que el vecino, el otro grupo, se reía de ellos; todo el mundo vivía con la sensación de estar cercado.

Llegó el momento de ir con el señor Patil a las oficinas del Sena. Nos despedimos de su madre, y ella, sin levantarse, alzó la cabeza, los ojos perdidos tras los círculos concéntricos de sus gruesas gafas, y volvió a juntar las manos. En compañía de algunas personas que habían venido a oír al señor Patil, salimos de la habitación rosa a la terraza, pasando junto a los zapatos y zapatillas que la gente se había quitado en el umbral.

Primero fuimos al extremo de la terraza para contemplar la vista que había detrás: los cobertizos de ladrillo recortados contra el muro trasero, el edificio a medio construir al lado, con barras de refuerzo oxidadas que sobresalían del cemento. Uno de los hombres que estaba con nosotros dijo, en inglés: «Desautorizado.» Así que, a pesar de que todo parecía tan improvisado en la zona, había ciertas normativas municipales.

Bajamos la empinada escalera hasta el pasadizo que se abría entre las dos casas, y después salimos a la luz del sol del callejón empedrado. Un poco a la derecha se encontraba la sede local del Sena, los dominios del señor Patil. Desde el punto de vista estructural, era una caja de cemento, un cobertizo de una sola habitación, pero en el exterior lo habían decorado de forma que parecía una fortaleza, con almenas proporcionadas, muy sencillas, arriba, y un muro de cemento pintado de tal modo que se entreveían bloques de piedra gris con remates blancos. Resultaba un tanto chocante entre el polvo, la suciedad y la decadencia del callejón. Parecía un escenario teatral o algo sacado de una feria, pero era un recuerdo del pasado guerrero de los máratas. El pasado era real; el poder y la organización presentes del Sena eran reales.

No nos pidieron que nos quitásemos los zapatos antes de entrar en el salón de la casa del señor Patil, pero sí tuvimos que quitárnoslos antes de pasar del callejón a las oficinas del Sena: aunque tenían más polvo que el salón de la casa del señor Patil, eran su verdadero santuario. Las paredes interiores estaban pintadas de azul. El suelo era de piedra: los maharashtras la trabajaban bien de forma natural.

Había una mesa apoyada contra la pared de enfrente, con una silla de respaldo alto, como un trono. En cuanto entramos, el señor Patil fue a sentarse en la silla de respaldo alto, como si esa acción contribuyera a la seriedad del lugar. Frente a la mesa había nueve sillas plegables de metal; eran para las visitas, y estaban pintadas del mismo color azul que la pared. En la pared de atrás, por encima de la silla del señor Patil, había una fotografía de un tigre: el tigre era el emblema del Sena. La otra fotografía de la pared representaba al dirigente del Sena. Sobre la mesa había un busto de color bronce de Sivaji, y otro busto similar sobre un pedestal situado en el rincón más apartado de la mesa. Los bustos eran de yeso, y ambos tenían una marca reciente de pasta de sándalo, marca santa o sagrada, en la frente. Había una vitrina alta de hierro verde oscuro junto a la puerta, y la iluminación provenía de un tubo fluorescente. En una de las paredes, un reloj de cuco —que recordaba el salón del señor Patil— era el único objeto decorativo de la pequeña celda.

Las oficinas del Sena eran una fortaleza, y en Zane había cuarenta iguales. En cierto sentido, eran una imitación marcial; en otro, totalmente reales. En aquella zona estallaban peleas entre los distintos grupos constantemente. Algunas se producían entre el Sena y los dalit, sobre todo con los que, entre los dalit, se autodenominaban Panteras, y también había peleas entre el Sena y algunos grupos del Partido del Congreso. Las peleas eran serias, a veces mortales, con espadas y bolas de ácido como armas. El Sena también luchaba para proteger a sus seguidores contra delincuentes y vándalos. Algunos seguidores del Sena eran tenderos, que tenían puestos como los que habíamos visto al salir de la estación de ferrocarril; siempre había gente dispuesta a extorsionarlos.

Mientras hablábamos en el despacho, el señor Patil, reclinado en su silla de respaldo alto, Nijil y yo inclinados hacia delante en las sillas de metal azul (el azul estaba rayado y herrumbroso en los bordes), se oyó ruido de pisadas en el callejón. Parecía poco menos que un ligero desorden, como si se avecinase un pequeño acontecimiento. Y vimos, cuando pasaron a la luz del sol por delante de la puerta, a varios jóvenes esposados, atados unos a otros con una cuerda que parecía nueva, brazo con brazo. Iban en dos filas, y los dirigía o llevaba, sin gritos ni prisas ni rudeza, un grupo de policías con uniforme caqui.

Nijil dijo:

—Pero eso es anticonstitucional. No pueden maniatar a la gente así como así. El Tribunal Supremo ha dictado normas al respecto.

Los hombres que se llevaban parecían haberse puesto la ropa de los domingos. Sus camisas estaban limpias, tenían cierto estilo, la de uno de ellos con anchas rayas verticales, negras y plateadas. Eran muy jóvenes, todos ellos esbeltos, algunos muy delgados.

El hombre que había comentado, refiriéndose al edificio de cemento sin terminar detrás de la casa de los Patil «Desautorizado», ese hombre pronunció otra palabra, con el movimiento de cabeza afirmativo de los indios, para explicar lo que habíamos visto. Dijo: «Sin.»

¿Sin qué?

Billetes de tren: cuantos me rodeaban lo sabían, todos estaban deseando explicarlo.

¿Qué pensaba el señor Patil de lo que habíamos visto?

Se lo tomaba con calma.

—Es algo que ocurre a diario. Los llevan a la cárcel, y tendrán que quedarse allí tres o cuatro días. Algunos son pobres, pero otros lo hacen por la experiencia.

Abandonamos el despacho y salimos al callejón. Los policías y los presos casi se habían perdido de vista. El ligero desorden había pasado; la vida del callejón empezó a envolverlo.

En un canal (o algo peor) junto al callejón vi un animal en medio del agua, de un verde-marrón oscuro. ¿Un perro? ¿Una vaca, de la variedad pequeña típica de la India? ¿Un ternero? Resultaba difícil distinguir el oscuro ser recortado contra el agua oscura. Pero de repente apareció sobre la superficie un hocico todo rosa: un cerdo. Y, una vez que lo hube reconocido, también vi, chapoteando un poco más arriba, con sus manchas irregulares, blancas, que desde lejos parecían luces sobre el oscuro canal, o espuma, varios cerditos negros y blancos, chapoteando y salpicando en el agua inmunda.

El hombre que había pronunciado las palabras «Desautorizado» y «Sin», dijo: «Cerdos dalit.»

¿A qué se refería? Muchos indios, hindúes y musulmanes, consideraban el cerdo impuro; algunos apenas soportaban ver el animal. ¿Querían provocar los dalit, soltando cerdos (que pocas personas se atrevían a tocar) en una zona abarrotada de gente?

No era eso.

El hombre que había dicho «Cerdos dalit» añadió: «Los dalit se los comen los domingos.» De modo que los cerdos no solo formaban parte de la diferencia de los dalit, sino que existía un ceremonial en torno al consumo de su carne. El hombre añadió: «También los venden.»

A poca distancia, callejón arriba —por donde habían pasado los policías—, había un montón de niños pequeños jugando al críquet con una pelota de tenis vieja, lisa, gris. La fortaleza del Sena; los esbeltos jóvenes con sus bonitas camisas, esposados y atados; el críquet, el elegante juego de caballeros originario del otro extremo del mundo: todo estaba abierto a la inspección allí. Y había muchas más cosas expuestas a la vista, inocentemente: justo debajo de la superficie se desbordaban las emociones y necesidades humanas, y las ideas de misterio y esplendor.

En una pared blanca cerca de Mohamed Alí Road, en el centro de Bombay, había visto esta pintada, en letras alargadas y negras: LIBERAD A LA HUMANIDAD CON EL ISLAM.

Mohamed Alí Road tenía cierta fama. Era la arteria principal de la zona musulmana del centro de Bombay. Se definía aquella zona como «gueto», y aparecía con frecuencia en las noticias, en términos tan alarmantes que la gente empleaba el lenguaje de la prensa para describirla. Era «sensible», un «lugar explosivo», donde podían comenzar los disturbios de la comunidad y, una vez comenzados, propagarse como el fuego.

Estaba terriblemente superpoblado, y había toda clase de olores y ruidos. El humo negro y marrón de los coches que funcionaban con combustible adulterado con queroseno era como una niebla hirviente a la luz del sol. Quemaba la piel y parecía cortar los pulmones. Formaba parte de la sensación de opresión, y el lema del islam, al verlo en medio de aquel humo, producía el impacto de un grito. Las letras eran tan altas como la pared en la que estaba pintado, en inglés. No iba dirigido a la gente del gueto; era para la gente de fuera, para gente como los miembros del Siv Sena, que podían causar problemas.

Nijil conocía a un joven que vivía en la zona de Mohamed Alí Road. El joven en cuestión se llamaba Anuar. Una noche, temprano, después de haber acabado su trabajo, Anuar nos llevó a ver dónde vivía. Anuar era menudo y frágil, con algo que sugería una debilidad heredada; pero la compensaba con el apasionamiento de su fe musulmana, y estaba lleno de bríos.

El tráfico de las primeras horas de la noche en Mohamed Alí Road discurría con mucha lentitud. Las tiendas y las aceras estaban tan abarrotadas como la carretera. Las luces eléctricas producían la sensación de un techo o dosel y parecían presionarlo todo, contribuyendo, junto con el humo caliente, a crear una sensación de aglomeración y abrasión y una vida llevada al límite. Había demasiado ruido para hablar en el taxi.

En un momento dado bajamos del vehículo, y después seguimos a Anuar, alejándonos de las luces y el humo, hasta llegar a una zona de inesperada pequeñez. Los estrechos callejones desembocaban en otros aún más estrechos, y estaban flanqueados por casitas bajas. A cierta distancia, Mohamed Alí Road fulguraba, retumbante; pero las luces de la otra calle eran tenues, los callejones estaban llenos de sombras, y los ruidos cercanos eran domésticos, moderados. No estábamos en un barrio de chabolas sin reglamentaciones. Los callejones eran rectos y estaban asfaltados, y —aunque a escala muy reducida— la regularidad del trazado y de la construcción daba a entender que se trataba de un plan de viviendas oficiales. Anuar dijo que así era: estábamos en un poblado municipal.

Su casa era una estrecha parte de una hilera de alambre y cemento. Hasta medio metro o un metro del suelo, las paredes de la habitación principal eran de cemento; por encima, de alambre. Una sábana blanca extendida sobre la alambrada ocultaba la habitación principal de la casa de Anuar de la de su vecino por un lado: la pantalla estaba en la parte de alambrada del vecino. La casa de Anuar, su parte de la hilera, tal vez no tuviera más de tres metros de ancho. El alambre y el cemento estaban pintados de azul. La habitación delantera podía tener unos dos metros de largo. Había un pasillo a un lado, con zapatos y zapatillas en estanterías empotradas en la pared de cemento. El pasillo llevaba a la habitación principal, en el centro de la casa. Detrás, según dijo Anuar, estaba la cocina.

En el espacio superior de la habitación del centro había un desván para dormir. El desván para dormir era muy importante. Sin él, las casas como aquella no hubieran funcionado, no hubieran proporcionado espacio a familias enteras. Eso fue lo primero que oí sobre el desván para dormir en Bombay. Oí muchas más cosas durante los días siguientes, y empecé a comprender cómo se las arreglaban las familias numerosas —no siempre habitantes de barrios de chabolas o que dormían en las aceras— para vivir en una habitación pequeña. Por la noche, los cuartos de estar de toda Bombay cambiaban de función: las diversas dependencias de una casa como la de Anuar (sobre todo la habitación del centro) se transformaban en un sitio simplemente para dormir. Un desván para dormir en el que se empleaba la totalidad del espacio, del volumen, de una habitación.

Habíamos estado hablando en el callejón a la puerta de la casa de Anuar. Todavía no habíamos entrado en ella. Nuestra conversación incitó a un joven de la casa o parte contigua a salir a vernos. Era de estatura media, con buen físico, y acababa de vestirse, como para descansar, con camiseta y pantalones cortos de color caqui. Por unos momentos me sorprendió ver que alguien de tamaño normal y razonablemente presentable hubiera salido de un espacio tan reducido. Guardamos silencio cuando salió y se quedó en el callejón a la débil luz, en su pedazo de territorio, sin decir nada; y, como si tuviéramos la impresión de haber sido indiscretos o descorteses al hablar a cielo abierto sobre las casas del poblado, entramos, casi como si quisiéramos estar en privado, en la habitación delantera con alambrada. El joven volvió a la suya y estuvo deambulando por ella un rato. A la débil luz, se lo veía, a él o su pálida sombra, de tamaño cambiante, recortado contra la pantalla o división de la sábana blanca —la sábana colocada sobre la alambrada correspondiente a su casa— como una figura de un teatro de marionetas.

Algún miembro de la familia de Anuar había hecho preparativos para nuestra visita. Había una sábana limpia extendida sobre la hamaca de la habitación delantera, como gesto de cortesía hacia Nijil y hacia mí. Por invitación de Anuar, allí nos sentamos. Después, su padre salió de la habitación central. Él pasó a ser nuestro anfitrión, y envió a Anuar a comprar limonada fría.

El padre de Anuar, un hombre menudo, si bien no tanto como Anuar, parecía frágil y enfermizo; y pensé que parte de la evidente debilidad del hijo debía de proceder del padre. Era muy moreno, con barba plateada, muy poblada. La barba era la única vanidad física del anciano: estaba hábilmente recortada y peinada, ondulante y brillante. Y en ella había algo más que vanidad física: en la India, los diversos grupos llevan distintos tipos de barba, y la del padre de Anuar, en forma de espada, era musulmana. Eso era lo que indicaba claramente su barba.

Dijo que tenía sesenta y cuatro años. Y antes de que Nijil o yo pudiéramos hacer ningún comentario, añadió que sabía que parecía mucho mayor, y era verdad: yo pensé que rondaba los ochenta. Los europeos no parecían tan mayores como los indios, dijo. Lo sabía: había trabajado en una empresa italiana, y había visto a europeos de setenta años sanos y que trabajaban mucho. Los indios envejecían tanto por las condiciones en que vivían. Allí, por ejemplo, no solo tenían los humos de los coches; también los de la industria, una fábrica textil. Sin embargo, tenía sesenta y cuatro años. Y no estaba tan mal: su padre había muerto a los cuarenta.

Anuar regresó con unas botellas de limonada fría. Nos la ofrecieron con todas las formalidades, botella a botella. Bebimos un poco —la limonada estaba muy dulce, y debía de contener un colorante químico— e intentamos iniciar una conversación general, aunque lo cierto es que había demasiada gente en tan reducido espacio, nos llegaban voces y ruidos desde todas partes, y la pantalla blanca (enganchada al otro lado de la alambrada) empezó a parecer un tanto ambigua, con una intención no completamente amistosa.

Le pregunté al anciano si había ladrones en el poblado. Se me ocurrió que lo abierto de la vida allí y su carácter comunitario (como en una comuna) podían ofrecer a la gente una especie de protección.

El anciano dijo que había robos a diario. Y también peleas a diario. Las peleas eran peores. Muchas se producían a causa de los niños. La gente pegaba a los hijos de otros, y los padres se enfadaban.

Él había vivido bajo toda clase de presiones. También Anuar. Tal vez —si, en circunstancias como aquellas, hubiera podido hablarse de una escala en tales cuestiones— hubiera sido más duro para Anuar, que era más sensible, tenía más cultura y, en el mundo exterior, tenía que luchar con más fuerza en el terreno técnico que había elegido.

Mientras jugueteaba con la limonada, reflexionando sobre la anticuada cortesía de padre e hijo en aquel marco, la humanidad que conservaban, el callado reconocimiento del anciano de que otros tenían más salud y más fuerza, mejores condiciones de vida, empecé a sentir aprecio por ambos. Pensé que si me hubiera encontrado en su situación, confinado a Bombay, a aquella zona, a aquella hilera de viviendas, también hubiera sido ferviente musulmán. Yo me había criado en Trinidad, miembro de la comunidad india, parte de una minoría, y sabía que si se tenía la sensación de que la comunidad era pequeña, no se podía uno separar de ella; cuanto más feas se ponían las cosas, más se empeñaba uno en ser lo que era.

Con el anciano por anfitrión en el espacio delantero de su casa, la alambrada, y con Anuar, que allí era únicamente el hijo de su padre, nuestra conversación solo podía tener un carácter formal. Me dio la impresión de que no era posible plantear preguntas difíciles. Para que la conversación llegara a algo más allá del trabajo a tiempo parcial que el anciano había tenido la suerte de encontrar, para que Anuar hablase con mayor libertad, sin la preocupación de que nos oyeran, tuvimos que irnos a otro sitio.

Y, delicadamente, tratando de evitar un percance, dejamos las botellas de limonada apoyadas contra la pared de cemento azul con la alambrada; y el anciano, que también estaba un poco inquieto, interpretó la señal. Se calló; se hizo el silencio, y nosotros nos despedimos.

Volvimos a salir a los estrechos callejones, donde las débiles luces arrojaban grandes sombras. A la vuelta de la esquina había un niño defecando en un charco de luz. En la habitación delantera de una casa, un gran televisor en color colocado sobre un velador bajo destellaba y parpadeaba, sin que nadie le prestara atención. Anuar dijo que en su casa no tenían televisor. Su padre decía que la televisión era contraria al islam.

Llegamos donde terminaba el poblado de tejados bajos y donde volvía a empezar la Bombay propiamente dicha. Detrás de un sendero o carretera de separación había un bloque de pisos muy alto. Allí estaba el enemigo. Era un edificio del Siv Sena, según dijo Anuar. Cuando había problemas, quienes vivían en aquellos pisos les tiraban botellas a los que vivían debajo.

Al pasar el edificio, llegamos a la estruendosa carretera principal. Fuimos a una pequeña cafetería que conocía Anuar: tubos fluorescentes, azulejos, mármol gris, un fregadero, vasos de cristal y acero inoxidable.

Le dije a Anuar:

—Entonces, ¿está usted constantemente con los nervios de punta?

Nijil interpretó la respuesta.

—Esto le destroza los nervios.

Tan consumido como su padre, con el rostro oscuro, delgado y trémulo, bebía lentamente la leche que había pedido.

Dijo, y Nijil hizo una traducción directa:

—Los niños. Estallan peleas entre los niños que se convierten en odio a muerte entre los adultos, y yo me siento impotente para hacer nada. Hay constantes altercados entre vecinos. Cuando se producen entre hindúes y musulmanes (aquí los hindúes son minoría), se convierten en enfrentamientos entre comunidades. La situación se pone fatal durante los partidos de críquet. Cuando se celebró la Copa del Mundo, el año pasado (los partidos duran todo el día), la gente se puso nerviosa cuando se enfrentaron India y Pakistán. Pero ni la India ni Pakistán llegaron a la final. Cuando Pakistán perdió las semifinales contra Australia, los hindúes enloquecieron: se pusieron a tirar piedras y a romper los tejados de uralita de las chabolas.

¡Cómo le preocupaban aquellas peleas! Tanto su padre como él hablaron con un temor especial sobre las peleas entre los vecinos, y me pregunté si se referirían a sí mismos. Intenté averiguarlo. Le pregunté por el odio a muerte entre los adultos: ¿le afectaba de algún modo a su familia?

Su respuesta me sorprendió.

—Mis hermanos tienen fama de gundas, de matones. No son buena gente. Y por su fama, los vecinos se lo piensan dos veces antes de empezar cualquier cosa.

Unos hermanos agresivos: por alguna razón, debían de ser físicamente distintos de Anuar y su padre. Hermanos agresivos, no buenas personas; no obstante, le permitían a Anuar hablar con cierta agresividad. ¿Cabían todos en aquella casita?

Le pregunté a Anuar:

—El vecino de al lado, el que salió a vernos... ¿qué tal se lleva con él?

—Estudia en una universidad a las afueras de Bombay. Podrá imaginarse qué clase de hermanos tengo... Son seis, y mi padre tiene que seguir trabajando.

Una fragmentación familiar. Quizá los hermanos a los que se refería Anuar, los agresivos, fueran de otra madre. Dijo:

—No los considero hermanos míos. —Pero inmediatamente suavizó sus palabras—. El entorno los ha hecho como son. Tuvieron que embrutecerse para sobrevivir. Voy a contarle el porqué de la violencia de mis hermanos. Habrá leído recientemente en los periódicos lo que ocurre con el mafioso que se ha convertido en el nuevo jefe de los delincuentes de Bombay. Hace algún tiempo, cuando le contrataron para matar a una persona de la localidad, vino a inspeccionar nuestra zona. Y, le parecerá increíble, pero uno de mis hermanos se enzarzó en una pelea con él.

—¿A qué clase de persona tenía que matar el mafioso?

—El hombre a quien tenía que matar estaba metido en el negocio de enviar gente a Oriente Medio —exportación de mano de obra—, y debió de engañar a alguien. Pero mis hermanos pensaron que estaba invadiendo su territorio. Se insultaron y se faltaron al respeto, mis hermanos y el mafioso, y cada bando dijo que ya vería lo que hacía el otro. Mi hermano cogió un coche Ambassador y lo llenaron de armas. Tenían planeado atacar el barrio del mafioso, pero alguien le dio el chivatazo a la policía y cogieron a mis hermanos. Los soltaron al cabo de dos días. Salieron bajo fianza.

—Entonces, ¿sus hermanos tienen dinero?

—Cuando ganan dinero hacen apuestas.

—¿Diría usted que también ellos viven con los nervios de punta?

—No tienen la misma mentalidad que yo. Si se presentara la ocasión, darían la vida sin pensárselo. Es el entorno.

Al hablar sobre sus hermanos camorristas, dispuestos a dar la vida, aprecié de repente una especie de orgullo a la inversa, como cuando me explicaba el temor que les inspiraban sus hermanos a los vecinos.

Le pregunté por los disturbios de 1984. La gente hablaba de ellos como de un terrible acontecimiento en Bombay, un hito histórico.

Pareció como si soplara la leche, como si quisiera enfriarla. Pero la leche no estaba caliente. La boca constantemente abierta, aparentemente para expulsar aire, era solo un movimiento de los músculos de su delgada cara, parte de su cara trémula. Dijo:

—Fue entonces cuando empecé a sentir el deseo de luchar. Estaba en el último año de mis estudios. Hay un cementerio musulmán cerca de Marine Drive, y un día, cuando se aproxima el Ramadán, hay que ir allí. Fue un grupo de esta zona. Volvimos a casa a las dos de la mañana. Algunos llevábamos fez, el gorro musulmán. Pasamos junto a un refugio del Siv Sena. Nos apedrearon. Nos quejamos a unos policías. No nos hicieron caso. Es más: nos siguieron durante unos tres kilómetros. Creían que los agresores éramos nosotros. Ese fue el primer indicio de los disturbios. Hasta aquella noche nada indicaba que fuera a haber problemas. De hecho, el verdadero problema estaba muy lejos, a unos veinticinco kilómetros de aquí.

Empezó a costar trabajo oír lo que decía Anuar en el establecimiento. Además del ruido del tráfico en la carretera, había voces quejumbrosas en el bar, voces indias, especialmente afiladas como para cortar la mayoría de los ruidos de hombres y máquinas y, por encima de todo, el ruido, como el canto de las cigarras, ascendente y descendente, de las bocinas de los coches.

Anuar dijo:

—Volvimos a nuestro barrio hacia las tres de la mañana. Algunos íbamos sangrando, por las pedradas, y la gente nos preguntó qué había pasado. He de decirle que esa noche, la chab-e-baraat, los musulmanes se quedan despiertos.

»Al día siguiente yo ya me había olvidado del incidente, pero cuando fui con un amigo a una casa cerca de aquí, vi que estaba llena de armas. Era obra de uno de los grandes mafiosos. Sus hombres se habían pertrechado, para tomar represalias. Poco después empezó un tiroteo en la zona. Impusieron el toque de queda durante todo el día, y después prohibieron las reuniones de más de cinco personas. En la colonia propiamente dicha —la zona donde vivía el mafioso— se infiltró la policía para comprobar si había armas.

—La presencia de la policía, ¿calmó a la gente?

—No confío en absoluto en la policía. Verá usted por qué. Aquí no se pueden matar vacas en público: hay que llevarlas a un matadero. Pero se puede dar dinero a un policía para matar una vaca en público. Cuando tienen que sacrificar cabras en la festividad de Id, la mayoría de los musulmanes llevan las cabras al matadero. Pero hay algunos rufianes de la zona que se empeñan en matarlas en público. Es un acto de machismo, un desafío a la policía. Cuando llega la policía, los camorristas dicen: «Si os metéis en esto, no saldréis vivos de aquí.»

Se había apartado del asunto de los disturbios de 1984 para volver al de los camorristas.

Le dije:

—Esas peleas con la policía, ¿le exaltan?

Dijo, con cierto tono de solemnidad:

—Claro que me exaltan. Me gustan. Es porque la policía discrimina a los musulmanes, y los musulmanes detestan a la policía.

—Pero ¿qué sentido tiene todo ese juego?

No contestó de una forma directa. Dijo:

—Entre los musulmanes hay muy pocas personas sensatas. —Pronunció la palabra «sensatas» en urdu: samajdar—. Aquí hay pocos musulmanes cultos. La gente culta no participaría en esas peleas.

Me dio la impresión de que había cambiado ligeramente de actitud hacia los contrincantes.

—Entonces, ¿todo continuará como hasta ahora?

Dijo, con aquella curiosa mezcla de melancolía y resignación:

—No veo que esto vaya a acabar. No veo cómo puede acabar.

—¿Cómo acabaron los disturbios aquella vez?

—Vino la señora Gandhi y le pidió a la gente que arreglara las cosas. Pero las cosas se arreglaron y después... todo volvió a estallar.

Pensé en los estrechos callejones y las viviendas bajas con alambrada, con desvanes para dormir bajo los frágiles techos de uralita.

—¿Cómo era la vida durante los disturbios? La gente, ¿podía dormir?

—Cuando hay disturbios, nadie sabe lo que es dormir. Es un gran pecado que ataquen a alguien de tu misma fe y no hagas nada.

—¿No cree que una persona como usted debería intentar vivir en otro sitio?

—No puedo dar ese paso. —Justo lo que yo pensaba que iba a decir—. Hay demasiados vínculos familiares. El musulmán tiene la obligación de respetar esos vínculos.

Familia, fe, comunidad: constituían un todo.

—¿Qué le aconsejaría a un hermano más joven que usted, o a alguien que viniera a verle?

No me refería a que le aconsejara sobre marcharse o escaparse. Era algo más inmediato, una cuestión de supervivencia, en la zona.

—Le diría que pensara en desquitarse y devolver el golpe únicamente si la persona que se le enfrentaba había cometido un error.

—¿Cómo que un error?

—Si alguien te ofende, por ejemplo.

Ofensas, discusiones, peleas, dentro y fuera: ese era el mundo en el que vivía y para el que, físicamente, estaba tan poco preparado.

Le hablé de la pintada que había visto: LIBERAD A LA HUMANIDAD CON EL ISLAM. Dijo:

—Estoy totalmente de acuerdo.

—¿Cuándo se enteró de qué era el islam?

¿Cómo, viviendo donde vivía, había tenido tiempo, intimidad y calma para ello?

—Me enteré por mis padres. Y, además, he leído el Corán.

—Hay muchas personas en Bombay que creen saber cómo liberar a la humanidad.

Me dio la impresión de que cambiaba de opinión.

—Así es el mundo. Cuando la gente se agrupa, todos dicen que su grupo es mejor que los demás.

Volví a pensar en la familia del gran televisor en color cerca de la casa de nuestro anfitrión. Le pregunté por ellos.

—Tienen un negocio, de confección de ropa. Ganan algo de dinero.

Gente con negocios, que ganaba dinero y, sin embargo, seguía viviendo allí: otra prueba de lo que se decía, que lo único que se necesitaba en Bombay era alojamiento. En cuanto se tenía un lugar en el que dormir, en cualquier sitio, ya fueran las aceras, una chabola, un rincón en una habitación, se podía encontrar trabajo y ganar dinero. Pero la gente del televisor, ¿no se daba ciertos aires?

La gente del televisor y del negocio de confección no se daba aires, según dijo Anuar. Pero mi pregunta le inquietó, por algo. Dijo:

—Saben que su religión prohíbe la televisión. —A continuación, como tantas otras veces, suavizó un poco lo que acababa de decir—. Pero no quieren que sus hijos vayan a otras casas a ver la televisión y que los rechacen. Eso puede causar problemas.

—¿Por qué cree que tantos mafiosos de Bombay son musulmanes?

—Ya se lo he dicho. Entre los musulmanes hay pocas personas cultas. Se descarrían desde muy jóvenes.

—¿Son gente religiosa, los mafiosos?

—Son seguidores fervientes del islam.

—¿Defensores de la fe?

—Es inevitable que luchen por el islam. Un papel contradictorio, el que desempeñan. Por un lado, continúan con sus actividades delictivas, pero también leen el Corán y hacen el namaaz cinco veces al día. La comunidad no siente ninguna admiración por esta gente, pero les encanta el comportamiento de los mafiosos con los musulmanes normales y corrientes.

—¿Son los guerreros de la comunidad?

—Nos organizan en la clandestinidad. Tanzin-Al

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