Las rosas de piedra

Julio Llamazares

Fragmento

Contents
Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Prólogo 1
Prólogo 2
Preámbulo
Primer viaje
A los pies del señor Santiago
La barca del Miño
Las maravillas de Orense
La Virgen de los Ojos Grandes
Con Merlín en Mondoñedo
Segundo viaje
En San Salvador de Oviedo
La catedral de vidrio
Los pintores de Astorga
Los tapices de Zamora
La piedra de Salamanca
El guía de Ciudad Rodrigo
Tercer viaje
La catedral quemada
La filigrana de Burgos
Villancico castellano
El frío de Valladolid
Ávila, sueño de hielo
El árbol de la vida
Los canónigos de El Burgo
Cuarto viaje
Vitoria: abierto por obras
Personajes de Bilbao
La pelota vasca
La sombra de Hemingway
Los judíos de Tudela
¡Calahorra, Calahorra...!
Las gallinas de Santo Domingo
Quinto viaje
La perla del Pirineo
La Campana de Huesca
Barbastro y Roda de Isábena
Las catedrales del Ebro
Las torres de Tarazona
La catedral más pobre de España
Fiesta en Teruel
Sexto viaje
Lérida: la vieja y la nueva
Los obispos de Solsona
El Beato de la Seo de Urgel
La creación del mundo
Corazón de Cataluña
Si la bossa sona
La Cataluña obrera
Tarragona para turistas
El vergel de Tortosa
Créditos
dedicatoria

Para Cecilia

prologo1

Muy pocos hombres —las soledades se extienden hacia el oeste, hacia el norte, hacia el este, inmensas, y terminan por invadirlo todo—, tierras yermas, ciénagas, ríos vagabundos y landas, bosquecillos, pastizales, todas las formas degradadas del bosque que subsisten después de los zarzales y de los quemadores de bosques —de tanto en tanto claros, un suelo conquistado esta vez, pero que sin embargo apenas ha sido dominado, surcos irrisorios que instrumentos de madera arrastrados por flacos bueyes han trazado sobre una tierra reacia; en este espacio nutridor del que aún están ausentes las grandes empresas, los campos que se dejan en barbecho uno, dos, tres años, diez a veces, para que se reconstituyan naturalmente los principios de su fertilidad (chozas de piedra, de barro o de ramas, reunidas en pequeñas aldeas, rodeadas por cercas de espinos y por huertos), a veces, en medio de las empalizadas que protegen la residencia de un jefe, una construcción en madera, graneros, los cobertizos de los esclavos y las cocinas, que se mantienen apartados—, de tarde en tarde, una ciudad, penetrada por la naturaleza rural, que no es más que el esqueleto rejuvenecido de una ciudad romana, barrios enteros de ruinas contorneados por los arados, una muralla tal vez reparada, edificios de piedra que datan del Imperio, convertidos en iglesias o en ciudadelas; no lejos de ellas algunas docenas de cabañas en las que viven viticultores, tejedores, herreros, aquellos artesanos domésticos que fabrican para la guarnición o para el señor obispo armas y ornamentos; por último, dos o tres familias de judíos que prestan un poco de dinero a interés; caminos, largas filas de hombres obligados al transporte de mercancías, flotillas de embarcaciones en todos los cursos de agua: así es el Occidente en el año 1000. Un mundo salvaje. Un mundo acechado por el hambre (...).

Sin embargo, desde hace cierto tiempo, movimientos imperceptibles empujan a esta humanidad miserable a emerger lentamente de la barbarie.

GEORGES DUBY

La época de las catedrales

prologo2

La más fuerte impresión de nuestra primera juventud —teníamos a la sazón siete años—, de la que conservamos todavía un vívido recuerdo fue la emoción que provocó, en nuestra alma de niño, la vista de una catedral gótica (...). Después, la visión se transformó, el hábito modificó el carácter vivo y patético de aquel primer contacto, pero jamás hemos podido dejar de sentir una especie de arrobamiento ante estos bellos libros de imágenes que se levantan en nuestras ciudades y que despliegan hacia el cielo sus hojas esculpidas en piedra.

FULCANELLI

El misterio de las catedrales

preambulo