Trilogía de Centroamérica

Javier Reverte

Fragmento

LOS LLUVIA

1

Lo que allá en el frente de combate, como otras veces, le llamaba la atención y le hacía estremecer en algún punto remoto de su sensibilidad, era la ausencia de sonidos familiares. Ni siquiera se oía el trino de los pájaros cantores, ni podía contemplarse el vuelo grácil de las garzas grises o blancas. Algún zopilote que otro merodeaba a veces por aquellos contornos, pero este pariente centroamericano del buitre es animal familiarizado con la muerte. El resto de las aves huyen de los frentes de batalla, escapan y anidan en otros lugares donde el silencio de las horas de tregua o el estruendo de los combates no aterroricen sus frágiles corazones.

Podía sentirse, junto a la quietud y el silencio, una cierta tensión en el aire, como si la atmósfera se volviera más espesa en aquel breve rincón del mundo donde las armas cargadas aguardaban que un breve sonido anunciase una tormentosa fusilería desde el otro lado o presagiara la letal sinfonía de los morteros.

Y Rubén Vivar, sin escuchar ahora un solo ruido, mientras se dejaba envolver por la sensualidad del aire denso y perfumado, en aquel día en que el viento bajaba débilmente desde las montañas que eran ya territorio hondureño, se sentía alejado de su propio cuerpo, como si se contemplara desde fuera. Estaba allí, junto a la línea

18 CENTROAMÉRICA de trincheras, a una veintena de kilómetros de Jalapa, y al mismo tiempo creía notar que no era él quien allí se encontraba. Podía verse como el protagonista de una historia ajena, cumpliendo un doble papel de actor y espectador. Y tal vez por esa razón no le producían miedo aquellas manchas blancas que, a unos ochocientos o mil metros de distancia, se distinguían con claridad en la falda verdosa de los cerros, aquellos puntos que escondían un francotirador o una ametralladora pesada de la guerrilla enemiga.

El pueblo quedaba atrás, aproximadamente un kilómetro y medio a sus espaldas. Se llegaba al frente de combate a través de un camino de arena, que serpenteaba entre altivas plantaciones de caña y bosquecillos de orgullosos guineos. No se trataba con exactitud de un pueblo, sino de un asentamiento campesino, construido poco más de un año antes. Lo conformaban medio centenar de casas, levantadas con adobe y techado de tejas, y un interior compuesto por dos o tres habitaciones. El asentamiento se llamaba El Ranchito, y vivían allí algo más de trescientas personas.

Oyó que le llamaban.
—Volvemos, amigo.

Había permanecido absorto en la contemplación del paisaje, indiferente a cuanto hacía el resto del grupo. Se dio la vuelta y encontró el rostro tostado del capitán.

—¿Fue aquí? —preguntó.
—Sí, aquí, unos cuantos pasos a su izquierda, amigo. Ahora le sonreía el tipo, bajo los bigotes de agresivo color negro. Tendría el capitán Julio poco más de veinticinco o veintiséis años, y vestía un uniforme de camuflaje, con pistolera al cinto y un gorro de visera de color verde olivo. Antes, a primera hora de la mañana, le había preguntado:

—¿Y usted quién es, amigo? —Soy periodista.

LOS LLUVIA —¿De dónde?
—Soy el corresponsal en Nueva Segovia del Nuevo Diario, un periódico amigo del gobierno.

—Ta bien entonces. Si fuera enemigo, se podía volver por donde llegó.

El resto de los hombres aguardaba a espaldas del capitán: otros dos soldados con ropa de camuflaje y los fusiles Kalashnikov echados al hombro; dos milicianos, unos chiquillos que no pasarían de los quince años; el padre Luis y el otro sacerdote que había llegado desde Managua enviado por el obispo. Echó a andar hacia ellos y el grupo tomó con fatiga la senda de regreso al asentamiento.

Se quedó algo rezagado mientras el camino se hundía entre las altas cañas, coronadas por los penachos blancos que pregonaban su florecimiento. De inmediato el terreno se inclinaba en un descenso pronunciado, con la vereda de tierra mordida por las huellas de los vehículos militares. Suponía que todavía estaban a tiro del enemigo, al menos de sus morteros y de las ametralladoras de mayor calibre. Pero seguía sin sentir miedo, y permanecía aquella sensación de distancia que le dominó desde el momento en que pisara el frente de combate. Tal vez no era exclusivamente suya la impresión de lejanía: los soldados que se movían en las trincheras de primera línea parecían poseer una mirada perdida. Incluso, cuando hablaba con ellos, podía creerse que su pensamiento estaba en otro lado. Desde luego que eran distintos a los soldados de la retaguardia, a las tropas que esperaban acantonadas en Ocotal o en Jalapa. En la retaguardia, todos ellos, o al menos una buena mayoría, hablaban sin descanso de patria, de lucha, de desprecio a la muerte. En las trincheras, los soldados miraban con asombro a quienes les mencionaban tales cosas. Preferían hablar de su comida, del frío de las noches serranas, del calor del día, del tedio y de la tensión de las largas horas de guardia.

20 CENTROAMÉRICA

Los héroes vivían siempre en la retaguardia. En primera línea nunca se topaba uno con ellos. Allí sólo había hombres que reflexionaban sobre las cuestiones más inmediatas de la vida: comer, dormir…, hombres que, tal vez, como él, en los largos días y en las largas horas de calma, mientras esperaban un combate que podía surgir en cualquier impensado momento, se veían a sí mismos como seres ajenos a sí mismos. Era la infinita paradoja de la vida: que en la cercanía de la muerte, nadie parecía capaz de aceptarla como una realidad próxima.

Mientras descendía tras el grupo, sus ojos se toparon dos veces con la mirada del padre Luis. Iba unos metros delante, separado del otro sacerdote, el recién llegado de Managua. Al parecer, no habían cruzado muchas palabras entre ellos en el curso de aquella mañana. Desde luego, él no les había visto conversar. Tenían los dos sacerdotes aspectos muy distintos, como si vinieran de dos mundos diferentes. El hombre de Managua vestía un pulcro traje gris, zapatos y camisa negra y un inmaculado alzacuello cuyas puntas se levantaban hasta rozar la nuez en una milagrosa simetría. Era un tipo alto, de miembros largos, pelo liso oscuro con dos franjas de canas en las sienes. El padre Luis lucía un cierto desaliño, ataviado con una guayabera de color azul pálido, agujereada por las brasas de los cigarrillos en dos o tres lugares de la pechera. Era de estatura media, ancho cuerpo y algo barrigudo. Sus pantalones color crema asomaban bajo los faldones de la camisola, llenos de manchones que el jabón nunca borraría. El pelo, negro y ensortijado, coronaba un rostro amplio de tez blanquecina.

En la cabeza del grupo marchaban los dos milicianos. Pequeños de estatura, con los enormes sombreros de pita enterrados en la cabeza, parecían incapaces de cargar con los pesados mosquetones. Uno de ellos, el que intentaba aparentar mayor edad con un bigote que era casi una sombra de pelos indecisos, se cubría con una vieja cami

LOS LLUVIA seta en cuya pechera podía leerse Oxford University. El otro, de aire más aniñado y pelo color pajizo, llevaba una blusa ligera a cuadros con llamativos colores: verde, naranja, azul añil, rojo carmín, amarillo. Ambos vestían estrechos jeans, con bolsillos traseros bordados en brillantes dibujos dorados.

Detrás de ellos, seguían el capitán y el sacerdote de Managua. Un poco rezagado marchaba el padre Luis, cuya mirada, al cruzarse con la suya en dos ocasiones, le había parecido invadida por un cierto temor. O quizás era timidez.

Cerraban el grupo los dos soldados. Uno de ellos, el de cuerpo más espigado, no había cesado de charlar con él en el camino de ida. Rubén no llegó a comprender con exactitud lo que quería decirle, pues en

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