El río de la desolación

Javier Reverte

Fragmento

extendían de pronto hasta parecer mares, selvas que dormían como en los días de la Creación, brisas enfermizas sobre las junglas y los lagos rudos.

Todas las geografías acompañaron mi viaje: nieves perpetuas, roquedales ciclópeos, llanuras con aliento de eternidad e islas perdidas en los brazos de los ríos altivos; playas serenas, atardeceres de fuego, desiertos tristes, soles inquisidores y lunas muertas; oleajes de ruido y furia, y de mar bravo. Y todos los olores de la vida entrando en tus narices.

Sentía que llevaba a América agarrada por la cintura. Y que esa cintura se movía como una serpiente: lúbrica, deseable y venenosa.

Me preguntan a menudo por qué viajo y respondo que, en cierta forma, sólo por escapar de la idea de la muerte.

Pero ahora que recuerdo al Amazonas, creo que lo que hice allí fue algo así como meterme de cabeza en ella. Y entré por la misma boca, como Jonás en Leviatán. A veces, en el Amazonas sientes que allí hay algo que anhela devorarte.

1. DONDE NACE UN RÍO

«El horror supremo en la blancura de su infortunio», así expresaba su visión de Lima el novelista Herman Melville en su Moby Dick. Tal forma de definir a la capital del Perú sonaba, en la expresión del escritor norteamericano, a ballena asesina. Quién sabe si Melville pasó allí una noche de infame borrachera y perdió todo su dinero en un casino. Y tal vez un incidente semejante le hiciera odiar la ciudad para toda la vida, como si se tratara de un monstruo imaginario que no abandonaba su corazón. Así, al menos, le sucedió al capitán Ahab con el legendario cetáceo blanco.

En todo caso, a mí, la capital del Perú siempre me ha parecido una ciudad entristecida, brumosa, agobiada bajo el peso de una desolación que no sé si surge del clima o del corazón de sus habitantes. Lo incaico, como todo el indigenismo americano en general, convoca a la melancolía, quizás porque la memoria de su pasado remite a una tragedia desnuda de glorias literarias. Lima se nos aparece como abrumadoramente melancólica porque es abrumadoramente india.

El escritor José María Arguedas decía de Lima: «La gran ciudad que negaba, que no conocía bien a su padre y a su madre». Y mi amigo el novelista arequipeño Jorge Eduardo Benavides, va más lejos todavía al referirse a ella como «capital mundial de la desesperanza». Supongo que nadie incluiría tal frase en un programa turístico.

La tristeza de Lima me expulsa enseguida, casi al día siguiente de haber llegado. De modo que, como otras veces antes, tomé un avión y volé hacia el sur peruano, hacia Arequipa, el aeropuerto más próximo a Chivay, a su vez la ciudad más cercana a Nevado del Mismi, donde nace el Amazonas.

Llegué una tarde de finales del junio del año 2002, pocos días después de que hubiese concluido una revuelta popular contra el presidente Alejandro Toledo. A los arequipeños les han dado fama de pueblo orgulloso y rebelde, incluso de alentar ideas independentistas. Toledo, en su campaña electoral, había prometido que no privatizaría dos empresas hidroeléctricas estatales que proporcionan energía barata y un buen número de empleos a los habitantes de la región. El sur peruano le votó, Toledo ganó la presidencia y, unos meses después, decidió privatizar las dos hidroeléctricas. Y entonces Arequipa se alzó encolerizada; sus habitantes rompieron el pavimento de las calles para emplear los adoquines como sólidos argumentos con los que rebatir los del presidente electo; y Toledo se tragó su decisión antes de que Arequipa le obligara a tragarse unos cuantos pedruscos. En ocasiones, la historia funciona con una lógica lapidaria.

El día que yo llegué, aún quedaban pintadas contra el presidente en las fachadas de las casas. «Muérete, Toledo, y que viva Arequipa brava, carajo», decía una. «Toledo, privatiza a tu mujer y no jodas», rezaba otra.

Así estaba Arequipa por aquellos días y el turismo se había esfumado.

Poco más de una hora tardó mi avión en alcanzar la ciudad sureña viniendo desde la leviatánica Lima. Una ceñuda cadena de montañas de picos nevados flanqueaba el lado nororiental del aeropuerto arequipeño; al otro lado, la llanura caliza y despoblada se tendía hacia el sur, con hendiduras que rasgaban su suelo formando cañones secos de paredes desnudas. Desierto y montaña pintaban el paisaje andino. El orgulloso cielo rabiaba de azul, alumbrado por un sol de fragua.

Impresiona la primera visión de la cordillera andina y sus nevados. Siempre me ha producido una sensación de magnificencia esta hermosa y poética palabra de nevado, que denomina a las montañas cubiertas de nieves perpetuas. A menudo, el término designa a un tipo de montañas que, junto a la nieve eterna de sus cumbres, tienen la calidad de ser volcanes extintos. Por otra parte, un nevado, al nombrarse, siempre se acompaña con «del». No hay Nevado Mismi, por ejemplo, sino Nevado del Mismi; no se dice Nevado Ruiz, sino Nevado del Ruiz. Ese «del» confiere un definitivo toque aristocrático a las altaneras cumbres de los Andes.

El colosal volcán que se yergue al norte de Arequipa, para protegerla con su sombra o quién sabe si para zampársela en una súbita erupción, se llama Misti, que en lengua aimara quiere decir «señor». Hay otros dos montañones volcánicos en las proximidades de la ciudad: el Pichu Pichu («Pico Pico» en quechua) y el Chachani («Mujer Vestida», en aimara). El más alto de los tres, el Chachani, alcanza los 6.075 metros. En cuanto al

Misti, doscientos cincuenta metros menor que el Chachani, sus faldas casi que arrancan desde los arrabales mismos del costado norte de Arequipa.

Da gusto ver una ciudad a la que parece que van a comerse tres imponentes montes. Una ciudad así tiene que producir, por fuerza, gente exagerada, locos en abundancia y sin duda escritores. Aquí nacieron monstruos como Abimael Guzmán, líder de Sendero Luminoso, golfos como el ministro Vladimiro Montesinos y excelentes escritores como Mario Vargas Llosa y Jorge Benavides, supongo que además de numerosos buenos poetas de los que no tengo noticia, porque en muchos lugares de América Latina, como en las urbes y pueblos de Andalucía, hay mayor abundancia de poetas que de carneros.

La rebelión, ya dije, se veía en sus calles, todavía fresca, tras el fracasado trágala del presidente Toledo. Pero los arequipeños son gente trabajadora y aman a su ciudad, de modo que casi todos los cristales rotos durante la revuelta ya habían sido sustituidos por otros nuevos y en las calles del casco antiguo se procedía a devolver los adoquines a su lugar y a borrar las pintadas de las fachadas. Además de eso, las cuadrillas de reparadores estaban constituidas, como corresponde a una ciudad orgullosa de sí misma, por voluntarios.

«La ciudad blanca» llaman a esta urbe en Perú, por el tono de la piedra calcárea utilizada para la construcción de la sillería de la catedral y de los principales edificios de la ciudad vieja, como la antigua iglesia-convento de los jesuitas. Aunque la catedral no exhiba una extraordinaria belleza, tiene sin embargo un púlpito a la vez hermoso y extraño, cincelado por un artista francés. La base fue tallada en madera rojiza de encina y representa al mismísimo Diablo, un joven fornido y muy bello, con alas de pájaro y cola de serpiente, largos cabellos que forman un oleaje de bucles, cuernos mochos de cabra en las esquinas de la frente, boca desdentada y una expresión inmensa de sufrimiento en sus labios dolientes y en sus ojos enloquecidos. El joven Lucifer apoya su mano derecha sobre la cabeza, como si quisiera aliviar el peso de su desdicha, mientras que su mano izquierda se agarra con crispación a una piedra, tratando tal vez de impedir su irremediable caída al a

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