Verdes colinas de África

Ernest Hemingway

Fragmento

Capítulo 1

1

Estábamos sentados en el aguardo que los cazadores wanderobos habían construido con ramas y ramillas en la linde del salegar cuando oímos llegar el camión. Al principio estaba lejos y nadie identificó qué ruido era ese. Luego se paró y todos deseamos que no hubiera sido nada o quizá solo el viento. Después se acercó lentamente, ahora inconfundible, cada vez más fuerte hasta que, expresando su padecer con un estrépito metálico de fuertes explosiones irregulares, pasó justo por detrás de nosotros para seguir hasta la carretera. De los dos rastreadores, el que era más comediante se puso en pie.

—Se acabó —dijo.

Me llevé la mano a la boca y le hice una seña para que se sentara de nuevo.

—Se acabó —volvió a decir, y extendió los brazos a lo ancho. Nunca me había caído bien, y ahora aún menos.

—Después —susurré. M’Cola negó con la cabeza. Contemplé su cráneo calvo y negro, y él volvió un poco la cabeza hacia mí, de manera que pude distinguir los cuatro pelos de las comisuras de su boca.

—No bueno —dijo—. Hapana m’uzuri.

—Espera un poco —le dije. Volvió a agachar la cabeza para que no asomara por encima de las ramas muertas y nos quedamos sentados en el polvo del agujero hasta que oscureció tanto que ya no pude ver la mira delantera de mi fusil; pero no ocurrió nada más. El rastreador comediante estaba impaciente e inquieto. Un poco antes de que se extinguiera la última luz le susurró a M’Cola que estaba demasiado oscuro para disparar.

—Cállate —le dijo M’Cola—. El bwana puede disparar aunque tú ya no veas.

El otro rastreador, el instruido, ofreció otra muestra de su educación escribiendo su nombre, Abdullah, en la piel negra de su pierna con una ramilla afilada. Lo observé sin admiración y M’Cola miró la palabra sin la menor expresión en la cara. Al cabo de un rato el rastreador la borró.

Por fin eché una última ojeada en la luz que quedaba y vi que no había nada que hacer, ni siquiera con la abertura grande.

M’Cola estaba mirando.

—No bueno —dije.

—Sí —repuso él en suahili—. ¿Vamos al campamento?

—Sí.

Nos pusimos en pie, salimos del aguardo y caminamos entre los árboles, pisando la marga arenosa, a tientas entre los árboles y bajo las ramas, de vuelta a la carretera. A kilómetro y medio carretera adelante estaba el coche. Cuando llegamos Kamau, el chófer, encendió los faros.

El camión lo había estropeado todo. Aquella tarde habíamos dejado el coche en la carretera y nos habíamos acercado al salegar con mucha cautela. La víspera había llovido un poco, aunque no lo suficiente para inundar el salegar, que no era más que un calvero entre los árboles con un trecho de tierra erosionada en profundos círculos y con surcos en los bordes donde los animales habían lamido la tierra para conseguir la sal, y habíamos visto huellas frescas, alargadas y en forma de corazón de cuatro grandes kudus que habían estado en el salegar la noche anterior, así como muchas huellas recientes de pequeños kudus. Había también un rinoceronte que, según dedujimos de las pisadas y de los montículos de boñiga pajiza pisoteada, acudía allí todas las noches. El aguardo se había construido a tiro de flecha del salegar, y sentados, recostados, las rodillas levantadas, la cabeza gacha, en un hueco medio lleno de cenizas y polvo, observando entre las hojas secas y las finas ramas yo había visto un pequeño kudu salir de la maleza hasta la linde del calvero donde estaba la sal y quedarse allí, hermoso, gris, con el cuello grueso, los cuernos en espiral contra el sol, mientras apuntaba a su pecho y luego me negaba a disparar, pues no quería asustar al gran kudu que seguramente vendría al anochecer. Pero antes de que oyéramos el camión el animal ya lo había oído y se había metido corriendo entre los árboles, y todos los demás animales que habían estado moviéndose, en la maleza o en la planicie, o descendiendo de las pequeñas colinas entre los árboles en dirección a la sal, se habían detenido al oír ese sonido metálico y explosivo. Vendrían después, una vez que hubiera oscurecido; pero entonces sería demasiado tarde.

De manera que ahora, mientras seguíamos el rastro arenoso de la carretera en el coche y los faros iluminaban los ojos de los pájaros nocturnos que se agazapaban cerca de la arena hasta que la mole del vehículo estaba encima de ellos y salían volando con un leve pánico; mientras pasábamos junto a las hogueras de los viajeros que se desplazaban hacia el oeste durante el día por esa carretera abandonando la hambruna de la región que quedaba delante de nosotros; mientras estaba sentado, con la culata del rifle sobre el pie, el cañón en el pliegue del brazo izquierdo, una petaca de whisky entre las rodillas, vertiendo whisky en una taza de hojalata que pasé por encima de mi hombro en la oscuridad para que M’Cola le añadiera un poco de agua de la cantimplora, mientras bebía eso, el primer trago del día, el mejor que hay, y miraba la espesa maleza junto a la que pasábamos en la oscuridad sintiendo el viento fresco de la noche y aspirando el buen olor de África, me sentía completamente feliz.

Delante de nosotros vimos una gran hoguera, y cuando nos acercamos y pasamos al lado atisbé un camión junto a la carretera. Le dije a Kamau que parara y diera la vuelta, y mientras retrocedíamos marcha atrás hacia la hoguera vimos a un hombre bajito y patizambo con un sombrero tirolés, pantalones cortos de cuero y la camisa abierta de pie junto a un motor con el capó levantado en medio de un grupo de nativos.

—¿Podemos ayudar? —le pregunté.

—No —dijo—. A menos que sea mecánico. Me ha cogido manía. Todos los motores me cogen manía.

—¿Cree que podría ser el distribuidor? Cuando ha pasado por nuestro lado ha sonado como un golpeteo rítmico.

—Creo que es mucho peor que eso. Por como suena diría que es algo muy malo.

—Si puede llegar a nuestro campamento tenemos un mecánico.

—¿A qué distancia está?

—A unos treinta kilómetros.

—Lo intentaré por la mañana. Ahora me da miedo seguir con ese ruido de muerte dentro. El motor quiere morirse porque me tiene manía. En fin, yo también le tengo manía. Pero si me muero a él no le fastidiará.

—¿Quiere un trago? —Le tendí la petaca—. Me llamo Hemingway.

—Kandisky —dijo con una inclinación de la cabeza—. Me suena el nombre de Hemingway. ¿Dónde lo he oído? Ah, sí. El Dichter. ¿Conoce a Hemingway el poeta?

—¿Dónde lo ha leído?

—En el Querschnitt.

—Era yo —dije muy complacido. El Querschnitt era una revista alemana para la que había escrito algunos poemas bastante obscenos y en la que había publicado un relato largo años antes de que pudiera vender algo en Estados Unidos.

—Qué curioso —repuso el hombre del sombrero tirolés—. Dígame, ¿qué le parece Ringelnatz?

—Es espléndido.

—Vaya. Le

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