La máscara de África

V.S. Naipaul

Fragmento

1. EL SEPULCRO DE KASUBI

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EL SEPULCRO DE KASUBI

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En 1966 pasé entre ocho y nueve meses en África Oriental. Un mes en Tanzania; unas seis semanas en la altiplanicie de Kenia; el resto del tiempo en Uganda. Años más tarde incluso utilicé una versión de Uganda para un relato, algo que únicamente puedes hacer cuando crees tener una idea imparcial de un sitio, o una idea acorde con tus necesidades. Volví a Uganda cuarenta y dos años después de aquella primera visita. Esperaba dar comienzo allí a este libro sobre la naturaleza de las creencias de África y pensaba que sería mejor adentrarme sin prisas en mi tema en un país que conocía o que medio conocía. Pero me di cuenta de que el país se me escapaba de las manos.

Había ido a Uganda en 1966, en calidad de escritor residente, a la universidad de Makerere, de Kampala, la capital. Vivía en una casita gris de una planta en el campus, que era espacioso y abierto y estaba bien cuidado, con calles asfaltadas y bordillos y vigilantes a la entrada enrejada. Mi asignación (que concedía una fundación estadounidense) me daba para chófer y cocinero. Mis obligaciones no estaban muy definidas, y vivía más o menos retirado, absorto en un libro que me había llevado, en el que trabajaba a diario con ahínco, y prestaba menos atención de la debida a África y a los estudiantes de Makerere. Cuando quería descansar un poco del libro y el campus iba en coche hasta Entebbe, a unos veinticinco kilómetros, donde estaba el aeropuerto y donde, a la orilla del lago Victoria, grandioso, el mayor de África, también había un Jardín Botánico (como en otras ciudades coloniales británicas) por el que daba gusto pasear. En ocasiones algunas partes del jardín quedaban anegadas por el agua del lago Victoria que se filtraba (recordatorio de la naturaleza salvaje que nos rodeaba, pero de la que estábamos protegidos).

El viaje de Kampala a Entebbe era un paseo por el campo; en parte por eso resultaba tan apacible en 1966. Había cambiado. Mientras aterrizaba el avión, desde el aire se veía cómo había crecido Entebbe, con algo más que unos cuantos poblados o aldeas desparramados por la tierra verde y húmeda bajo las cargadas nubes grises de la estación de las lluvias, y se comprendía que lo que en su momento había sido monte en una zona sin importancia de una pequeña colonia se había transformado en valioso terreno edificable. Los brillantes techos de chapa ondulada nuevos daban la sensación de que a pesar del terrible pasado reciente, cuarenta de los peores años de África –la guerra y las pequeñas guerras tras una sangrienta tiranía–, allá abajo podía haber un auténtico frenesí por el dinero.

El viaje hasta la capital ya no era un paseo por el campo. Una vez pasados los antiguos edificios administrativos y residenciales de la Entebbe colonial, que habían logrado resistir (los tejados rojos de chapa ondulada y los entarimados de los aleros pintados de blanco aún en buen estado), te topabas con una zona improvisadamente semiurbanizada, de aspecto endeble, donde muchos de los edificios que se habían levantado (tiendas de comestibles, pisos, garajes) parecían a la espera de ser derruidos y mientras tanto eran luminosos y repetitivos, con anuncios de telefonía móvil en las paredes pintadas.

Así seguía durante todo el trayecto hasta la capital. En ningún tramo se tenía una vista de la ciudad y de las verdes colinas por las que Kampala era famosa años atrás. Todas las colinas estaban edificadas, y muchos de los espacios entre ellas, las hondonadas, parecían pavimentados con la vieja chapa ondulada de las viviendas pobres. Pero con todas aquellas viviendas habían llegado el dinero y los coches, y, para quienes no tenían dinero, las boda-bodas, bicicletas y motocicletas que por una pequeña cantidad ofrecían una rápida carrera en el asiento trasero por entre los atascos de tráfico, carreras que en la época colonial podrían haber estado prohibidas. Las carreteras no podían con tanto tráfico; incluso en esa estación de lluvias estaban polvorientas, con el asfalto consumido hasta la fértil tierra roja de Uganda. No reconocí aquella Kampala, e incluso en aquella primera etapa me pareció un sitio donde se había producido un desastre.

Más adelante me enteré de los datos de población. Lo decían todo. En 1966 había unos cinco millones de habitantes en Uganda. Actualmente –a pesar del mandato, entre 1971 y 1979, de Idi Amín (quien, según se contaba, había matado a ciento cincuenta mil personas) y el gobierno no muy diferente, entre 1981 y 1985, del sanguinario Milton Obote, a quien le gustaba peinarse con un alto tupé que le subía desde la raya, una versión del estilo conocido en el país como inglés, a pesar de esa pareja y de todas las guerras posteriores, que continuaban al cabo de cuarenta años (según se decía, con un millón y medio de desplazados en el norte), y a pesar de la epidemia de sida–, Uganda tenía entre treinta y treinta y cuatro millones de habitantes. Como si, en contra de la lógica, la naturaleza deseara superarse a sí misma, compensar la sangre que había perdido Uganda, y no quisiera que desaparecieran el pequeño país y su gran sufrimiento.

En la cima de cada colina había una mezquita o una iglesia, y destacados edificios eclesiásticos por todas partes. Estaban representadas todas las confesiones religiosas. Y en las zonas más pobres, excesivamente edificadas, había construcciones más sencillas de los cristianos «renacidos», en ocasiones con letreros y nombres increíbles, como si allí la religión fuera un negocio que cubría una agobiante necesidad consumista a todos los niveles. Había mezquitas diversas, rivales: suníes, chiíes, ismaelíes; la comunidad ismaelí, considerada herética por algunos, tenía gran poder en África Oriental. Incluso había una mezquita y una escuela de la secta ahmadí, que honra a un profeta del islam del siglo XIX nacido en India y que no todos los musulmanes aceptan. Para colmo, a los pocos días iba a llegar el hermano líder Gadafi, con su ropa estilosa y sus célebres mujeres guardaespaldas (además de sus doscientos guardias de seguridad, todos hombres), para inaugurar una mezquita libia en una prominente colina de la antigua Kampala. En la zona comercial de la ciudad había dos templos indios de piedra bastante nuevos cerca de los negocios de los indios. Habían invitado a los indios a volver tras haber sido expulsados por Amín, y a su regreso los habían recibido con cierta ambigüedad: un periódico local se planteaba si los habían compensado doblemente y pedía comentarios al respecto a los lectores. De modo que las banderas rojas ondeaban en los templos de piedra, anunciando que los templos funcionaban.

Hasta la cuarta década del siglo XIX Uganda había estado aislada, viviendo ensimismada. Después llegaron del este los mercaderes árabes. Querían esclavos y marfil; a cambio regalaban rifles de mala calidad y lo que en realidad eran juguetes. El kabaka Sunna, conocido por su gran crueldad, recibió bien a los árabes. Le gustaban sus juguetes. Sobre todo le gustaban los espejos; nunca se había visto la cara y no se lo po

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