Bajotierra

Robert Macfarlane

Fragmento

cap-1

PRIMERA SALA

 

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La entrada al subsuelo se inicia en el tronco hendido de un viejo fresno.

Ola de calor a finales de verano, aire bochornoso. Las abejas zumban soñolientas por encima de la hierba del prado. Maíz enhiesto, dorado; hileras de heno recién segadas, verdes; grajos en los campos de rastrojos, negros. Más abajo, en alguna parte, un fuego invisible desprende una columna de humo. Un niño arroja piedras de una en una a un caldero de metal, pin, pin, pin.

Se abre un camino entre los campos más allá de una colina que se destaca en el este, señalada por una fila de nueve túmulos funerarios, nueve protuberancias de la tierra como vértebras de una columna. Tres caballos en una chispeante nube de moscas, ganado inmóvil, salvo por algún balanceo de rabo o movimiento brusco de cabeza.

Se salta la cancela de un murete de piedra caliza; se sigue por la orilla del río hasta una hondonada cubierta de matorrales en la que crece el viejo fresno. La copa prospera hacia el cielo. Las largas ramas se inclinan alrededor y rozan el suelo. Las raíces se hunden en la tierra a gran profundidad.

Las golondrinas viran y se lanzan como dardos entre destellos de plumas. Los vencejos cruzan el aire a media altura. Un cisne vuela alto hacia el sur, crujen sus alas. Este mundo superior es muy hermoso.

El tronco del fresno se escinde cerca de la base formando una fisura irregular de la anchura justa para permitir el paso de una persona por el corazón hueco del árbol… que lleva al espacio oscuro que se abre debajo. Los bordes de la fisura están alisados y pulidos debido a la cantidad de gente que ha recorrido antes este camino para entrar en el subsuelo por el viejo árbol.

Debajo del fresno se despliega un laberinto.

Se baja entre raíces hasta un pasadizo de piedra que se hunde en la tierra con una inclinación pronunciada. Los colores se reducen a grises, marrones y negro. Corre un aire frío. Por arriba, piedra maciza, pura materia. La superficie es casi inimaginable.

Se entra en el pasadizo; crece el laberinto. A los lados serpentean profundas bifurcaciones. Es fácil desorientarse. La noción del espacio se enturbia… y también la del tiempo. Este se mueve de otra forma aquí, bajo tierra. Se espesa, se remansa, fluye, se precipita, se ralentiza.

El pasadizo describe una curva, luego otra, se estrecha… y desemboca en un espacio sorprendente. Es una sala. El sonido se amplifica, resuena. Al principio las paredes parecen desnudas, pero después sucede algo extraordinario. La piedra empieza a revelar escenas del subsuelo, alejadas unas de otras en la historia, pero unidas por ecos.

En una cueva, dentro de un desplome cárstico, una figura aspira una bocanada de polvo rojizo de ocre, apoya la mano en la pared de la cueva —los dedos están separados; la palma se enfría al contacto— y a continuación se sopla con fuerza el ocre del dorso de la mano. Se produce una efusión de polvo… y, al retirarse la mano, la pálida huella queda enmarcada en la piedra, que se ha cubierto de rojo. La mano se desplaza, se sopla más polvo y se deja otra silueta clara. La calcita cubrirá estas huellas, las sellará en la roca. Sobrevivirán más de treinta y cinco mil años. ¿Señales de qué? ¿De alegría? ¿De advertencia? ¿De arte? ¿De vida en la oscuridad?

Hace unos seis mil años, en el suelo arenoso del norte de Europa, entierran con delicadeza el cadáver de una mujer joven fallecida en el parto junto con su hijo. A su lado depositan una blanca ala de cisne y, sobre el ala, el cuerpo del hijo; así el pequeño descansa en paz doblemente arropado: por las plumas de cisne y por los brazos de su madre. Un túmulo de tierra redondeado señala el lugar del entierro: la mujer, el niño y el ala de cisne.

Trescientos años antes de la fundación del Imperio romano, en una isla del Mediterráneo, un grabador termina de acuñar una moneda de plata. La cara de la moneda representa un laberinto cuadrado con una sola entrada en el borde superior y un camino complicado hasta el centro. Las paredes del laberinto —igual que el borde de la moneda— tienen un ligero relieve y están pulidas y brillantes. En el centro del laberinto ha grabado la figura de un ser con cabeza de toro y piernas de hombre: el Minotauro, que aguarda en la oscuridad lo que pueda suceder.

Seiscientos años después, en Egipto, una mujer joven posa para un retratista. Se ha ataviado con elegancia para la sesión. Tiene las cejas de color castaño oscuro y los ojos, casi negros, son grandes y oscuros también. Una diadema metálica con una cuenta de oro le sujeta el pelo hacia atrás, y lleva un pañuelo dorado y un broche. El pintor trabaja con cera caliente, pan de oro y pigmentos, que aplica sobre madera. Está creando la imagen de la muerte de la mujer. Cuando ella muera, envolverán la máscara en las mismas vendas que embalsamen el cadáver, y así la máscara sustituirá su verdadero rostro. El cuerpo se pudrirá dentro de los vendajes, pero el retrato conservará la atemporalidad. Es oportuno hacer estas cosas a tiempo, cuando uno está en su mayor esplendor. El cadáver descansará en una necrópolis: una ciudad de los muertos construida a la entrada de una depresión en el desierto, en una cámara subterránea, forrada de piedra caliza y cubierta de losas de cuarcita para desalentar a los ladrones de tumbas, cerca de las bóvedas que guardan los cadáveres momificados de más de un millón de ibis.

A finales del siglo XIX, en el subsuelo de una meseta del sur de África, los mineros se arrastran por un túnel estrecho de muchos kilómetros —el más profundo de toda la Tierra en su época— cargados con mena de una recóndita veta de oro. Algunos de ellos, que han emigrado a la zona por millares para trabajar, morirán pronto a causa de desprendimientos y accidentes. Otros fallecerán más lentamente por silicosis, porque habrán pasado años respirando el polvo de la roca allí abajo, en la oscuridad mortal. Aquí el cuerpo humano está completamente a disposición de las corporaciones propietarias de la mina y de los mercados que la gobiernan: no es más que una herramienta de extracción insignificante y no especializada, que se sustituye cuando se estropea o se gasta. La mena que extraen los hombres se machaca y se funde, y la riqueza que produce forra los bolsillos de los accionistas de países lejanos.

Poco después de la partición de la India, en una cueva al pie del Himalaya, una joven medita dieciséis horas al día a lo largo de setenta y cinco días. Está inmóvil como una piedra, solo mueve la boca murmurando mantras. Generalmente sale de la cueva por la noche; cuando el cielo está despejado se ve la Vía Láctea, que cruza el firmamento por encima de las cumbres. Bebe agua de un río sagrado recogiéndola en el cuenco de las manos y se alimenta de las bayas y la fruta que recolecta. Los mantras, la soledad y la oscuridad le procuran percepciones nuevas y experimenta un profundo cambio de visión. Cuando por fin concluye su retiro, se siente inmensa como los cielos, vieja como las montañas, informe como la luz de las estrellas.

Hace treinta años un niño y su padre, armados con un martillo de carpintero, levantan un tablón del suelo de una casa que están a punto de dejar. Han preparado una cápsula del tiempo en un fr

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