Verdes colinas de África

Ernest Hemingway

Fragmento

Capítulo 1

1

Estábamos sentados en el aguardo que los cazadores wanderobos habían construido con ramas y ramillas en la linde del salegar cuando oímos llegar el camión. Al principio estaba lejos y nadie identificó qué ruido era ese. Luego se paró y todos deseamos que no hubiera sido nada o quizá solo el viento. Después se acercó lentamente, ahora inconfundible, cada vez más fuerte hasta que, expresando su padecer con un estrépito metálico de fuertes explosiones irregulares, pasó justo por detrás de nosotros para seguir hasta la carretera. De los dos rastreadores, el que era más comediante se puso en pie.

—Se acabó —dijo.

Me llevé la mano a la boca y le hice una seña para que se sentara de nuevo.

—Se acabó —volvió a decir, y extendió los brazos a lo ancho. Nunca me había caído bien, y ahora aún menos.

—Después —susurré. M’Cola negó con la cabeza. Contemplé su cráneo calvo y negro, y él volvió un poco la cabeza hacia mí, de manera que pude distinguir los cuatro pelos de las comisuras de su boca.

—No bueno —dijo—. Hapana m’uzuri.

—Espera un poco —le dije. Volvió a agachar la cabeza para que no asomara por encima de las ramas muertas y nos quedamos sentados en el polvo del agujero hasta que oscureció tanto que ya no pude ver la mira delantera de mi fusil; pero no ocurrió nada más. El rastreador comediante estaba impaciente e inquieto. Un poco antes de que se extinguiera la última luz le susurró a M’Cola que estaba demasiado oscuro para disparar.

—Cállate —le dijo M’Cola—. El bwana puede disparar aunque tú ya no veas.

El otro rastreador, el instruido, ofreció otra muestra de su educación escribiendo su nombre, Abdullah, en la piel negra de su pierna con una ramilla afilada. Lo observé sin admiración y M’Cola miró la palabra sin la menor expresión en la cara. Al cabo de un rato el rastreador la borró.

Por fin eché una última ojeada en la luz que quedaba y vi que no había nada que hacer, ni siquiera con la abertura grande.

M’Cola estaba mirando.

—No bueno —dije.

—Sí —repuso él en suahili—. ¿Vamos al campamento?

—Sí.

Nos pusimos en pie, salimos del aguardo y caminamos entre los árboles, pisando la marga arenosa, a tientas entre los árboles y bajo las ramas, de vuelta a la carretera. A kilómetro y medio carretera adelante estaba el coche. Cuando llegamos Kamau, el chófer, encendió los faros.

El camión lo había estropeado todo. Aquella tarde habíamos dejado el coche en la carretera y nos habíamos acercado al salegar con mucha cautela. La víspera había llovido un poco, aunque no lo suficiente para inundar el salegar, que no era más que un calvero entre los árboles con un trecho de tierra erosionada en profundos círculos y con surcos en los bordes donde los animales habían lamido la tierra para conseguir la sal, y habíamos visto huellas frescas, alargadas y en forma de corazón de cuatro grandes kudus que habían estado en el salegar la noche anterior, así como muchas huellas recientes de pequeños kudus. Había también un rinoceronte que, según dedujimos de las pisadas y de los montículos de boñiga pajiza pisoteada, acudía allí todas las noches. El aguardo se había construido a tiro de flecha del salegar, y sentados, recostados, las rodillas levantadas, la cabeza gacha, en un hueco medio lleno de cenizas y polvo, observando entre las hojas secas y las finas ramas yo había visto un pequeño kudu salir de la maleza hasta la linde del calvero donde estaba la sal y quedarse allí, hermoso, gris, con el cuello grueso, los cuernos en espiral contra el sol, mientras apuntaba a su pecho y luego me negaba a disparar, pues no quería asustar al gran kudu que seguramente vendría al anochecer. Pero antes de que oyéramos el camión el animal ya lo había oído y se había metido corriendo entre los árboles, y todos los demás animales que habían estado moviéndose, en la maleza o en la planicie, o descendiendo de las pequeñas colinas entre los árboles en dirección a la sal, se habían detenido al oír ese sonido metálico y explosivo. Vendrían después, una vez que hubiera oscurecido; pero entonces sería demasiado tarde.

De manera que ahora, mientras seguíamos el rastro arenoso de la carretera en el coche y los faros iluminaban los ojos de los pájaros nocturnos que se agazapaban cerca de la arena hasta que la mole del vehículo estaba encima de ellos y salían volando con un leve pánico; mientras pasábamos junto a las hogueras de los viajeros que se desplazaban hacia el oeste durante el día por esa carretera abandonando la hambruna de la región que quedaba delante de nosotros; mientras estaba sentado, con la culata del rifle sobre el pie, el cañón en el pliegue del brazo izquierdo, una petaca de whisky entre las rodillas, vertiendo whisky en una taza de hojalata que pasé por encima de mi hombro en la oscuridad para que M’Cola le añadiera un poco de agua de la cantimplora, mientras bebía eso, el primer trago del día, el mejor que hay, y miraba la espesa maleza junto a la que pasábamos en la oscuridad sintiendo el viento fresco de la noche y aspirando el buen olor de África, me sentía completamente feliz.

Delante de nosotros vimos una gran hoguera, y cuando nos acercamos y pasamos al lado atisbé un camión junto a la carretera. Le dije a Kamau que parara y diera la vuelta, y mientras retrocedíamos marcha atrás hacia la hoguera vimos a un hombre bajito y patizambo con un sombrero tirolés, pantalones cortos de cuero y la camisa abierta de pie junto a un motor con el capó levantado en medio de un grupo de nativos.

—¿Podemos ayudar? —le pregunté.

—No —dijo—. A menos que sea mecánico. Me ha cogido manía. Todos los motores me cogen manía.

—¿Cree que podría ser el distribuidor? Cuando ha pasado por nuestro lado ha sonado como un golpeteo rítmico.

—Creo que es mucho peor que eso. Por como suena diría que es algo muy malo.

—Si puede llegar a nuestro campamento tenemos un mecánico.

—¿A qué distancia está?

—A unos treinta kilómetros.

—Lo intentaré por la mañana. Ahora me da miedo seguir con ese ruido de muerte dentro. El motor quiere morirse porque me tiene manía. En fin, yo también le tengo manía. Pero si me muero a él no le fastidiará.

—¿Quiere un trago? —Le tendí la petaca—. Me llamo Hemingway.

—Kandisky —dijo con una inclinación de la cabeza—. Me suena el nombre de Hemingway. ¿Dónde lo he oído? Ah, sí. El Dichter. ¿Conoce a Hemingway el poeta?

—¿Dónde lo ha leído?

—En el Querschnitt.

—Era yo —dije muy complacido. El Querschnitt era una revista alemana para la que había escrito algunos poemas bastante obscenos y en la que había publicado un relato largo años antes de que pudiera vender algo en Estados Unidos.

—Qué curioso —repuso el hombre del sombrero tirolés—. Dígame, ¿qué le parece Ringelnatz?

—Es espléndido.

—Vaya. Le gusta Ringelnatz. Bien. ¿Y qué le parece Heinrich Mann?

—No es bueno.

—¿Eso cree?

—Solo sé que soy incapaz de leerlo.

—No es bueno, para nada. Veo que tenemos cosas en común. ¿Y qué está haciendo aquí?

—Cazar.

—Espero que no para conseguir marfil.

—No. Quiero un kudu.

—¿Por qué iba alguien a matar un kudu? Usted, un hombre inteligente, un poeta, ¿quiere matar un kudu?

—Todavía no he matado ninguno —dije—, pero llevamos diez días acechándolos. Hoy habríamos cazado uno de no haber sido por su camión.

—Pobre camión. Debería usted pasarse un año cazando. Transcurrido ese tiempo has disparado contra todo tipo de animales y lo lamentas. Ir a la caza de un animal en concreto es absurdo. ¿Por qué lo hace?

—Me gusta.

—Claro, si le gusta. Dígame, ¿qué piensa de Rilke?

—Solo he leído una cosa.

—¿Cuál?

El corneta.

—¿Le gustó?

—Sí.

—Yo no tengo paciencia con su obra. Es esnob. Valéry, sí. A Valéry lo entiendo; aunque en la suya también hay mucho esnobismo. Bueno, al menos usted no mata elefantes.

—Mataría uno grande.

—¿Cómo de grande?

—Treinta y cinco kilos de colmillos. Quizá más pequeño.

—Ya veo que hay cosas en las que no estamos de acuerdo. De todos modos es un placer conocer a alguien del fabuloso grupo del Querschnitt. Dígame cómo es Joyce. No tengo dinero para comprar el libro. Sinclair Lewis no vale nada. Me lo compré. No. No. Cuéntemelo mañana. ¿No le importa si acampo cerca? ¿Ha venido con amigos? ¿Tiene un cazador blanco?

—Con mi esposa. Estaremos encantados. Sí, tenemos un cazador blanco.

—¿Por qué no está con usted?

—Cree que el kudu hay que cazarlo solo.

—Es mejor no cazarlos. ¿Qué es? ¿Inglés?

—Sí.

—¿Un maldito inglés?

—No. Es muy simpático. Le caerá bien.

—Es mejor que se vaya. No quiero entretenerlo. A lo mejor le veo mañana. Es muy curioso que nos hayamos conocido.

—Sí —repuse—. Mañana haremos que le echen un vistazo al camión. Haremos todo lo que podamos.

—Buenas noches —dijo—. Buen viaje.

—Buenas noches —dije. Reemprendimos la marcha y le vi caminar hacia la hoguera haciendo señas con el brazo a los nativos. No le había preguntado por qué le acompañaban veinte nativos de la zona del interior ni adónde se dirigía. Pensándolo bien, no le había preguntado nada. No me gusta hacer preguntas, y donde me crié era de mala educación. Hacía dos semanas que no veíamos a un hombre blanco, desde que habíamos salido de Babati para dirigirnos al sur, y toparse con uno en esa carretera donde solo te cruzabas de vez en cuando con algún comerciante indio y la permanente emigración de los nativos que huían de la hambruna del campo, y el hecho de que pareciera una caricatura de Benchley vestido con traje tirolés, que conociera tu nombre, te llamara poeta, hubiera leído el Querschnitt, fuera un admirador de Joachim Ringelnatz y quisiera hablar de Rilke, era algo demasiado fantástico. Y justo entonces, para rematar esta fantasía, los faros del coche mostraron tres montículos altos y cónicos de algo que humeaba en la carretera. Le hice una seña a Kamau para que parara, y cuando pisó el freno derrapamos hasta quedar a un palmo de los montículos. Tenían entre sesenta y noventa centímetros de alto, y cuando toqué uno estaba caliente.

Tembo —dijo M’Cola.

Eran boñigas de elefantes que acababan de cruzar la carretera, y en el frío de la noche las veías humear. Al cabo de un rato estábamos en el campamento.

A la mañana siguiente, antes de que amaneciera ya me había levantado y dirigido a otro salegar. Había un kudu cuando nos acercamos a través de los árboles, y emitió un fuerte ladrido, parecido al de un perro pero más agudo y marcadamente gutural, antes de desaparecer, sin hacer ruido al principio, y a continuación provocando sonoros crujidos entre la maleza cuando estuvo lejos; pero no llegamos a verlo. Resultaba imposible atacar ese salegar. Era una zona abierta rodeada de árboles, con lo que era como si la presa estuviera en el escondite y tú fueras hacia ella a través de campo abierto. La única manera de lograrlo habría sido que un hombre fuera solo y a rastras, aunque entonces sería imposible conseguir una posición de tiro cercana entre los árboles que se entrelazaban hasta que estuvieras a veinte metros de distancia. Naturalmente, una vez a cubierto entre los árboles, y en el aguardo, estabas magníficamente colocado, pues cualquier animal que se acercara al salegar tenía que salir al espacio abierto, a veinticinco metros de cualquier refugio. Aunque permanecimos allí hasta las once, no pasó nada. Alisamos meticulosamente el polvo del salegar con los pies de manera que se viera cualquier huella nueva cuando regresáramos y recorrimos los tres kilómetros hasta la carretera. Sabiéndose acechada, la caza había aprendido a aparecer solo de noche y a irse antes del alba. Y como habíamos asustado al único kudu que se había quedado aquella mañana, eso dificultaría aún más las cosas.

Llevábamos diez días intentando cazar un gran kudu y todavía no habíamos visto ningún ejemplar adulto. Solo nos quedaban tres días más, pues las lluvias avanzaban hacia el norte desde Rodesia, y a no ser que estuviéramos dispuestos a permanecer donde estábamos hasta que pasaran las lluvias debíamos dirigirnos hacia Handeni antes de que llegaran. Habíamos decidido que el 17 de febrero era el último día seguro para marcharnos. Ahora el cielo encapotado, de una consistencia como de lana, tardaba cada mañana una hora más en despejarse y sentías que se acercaban las lluvias, a medida que se desplazaban sin pausa hacia el norte, con la misma certeza que si lo vieras en un mapa del tiempo.

Por otra parte, es agradable acechar una presa que deseas muchísimo durante un largo período de tiempo, ser burlado, superado en habilidad por ella, y fracasar al final de cada jornada, pero seguir con el acecho y saber, cada vez que sales, que tarde o temprano tu suerte cambiará y tendrás la oportunidad que estás buscando. Pero no es agradable tener límite de tiempo en el cual has de conseguir tu kudu, o en que puede que no lo consigas o ni siquiera llegues a verlo. La caza no debería ser así. Se parece demasiado a esos muchachos que antes se mandaban a París con dos años de plazo para que se convirtieran en buenos escritores o pintores, y después de ese tiempo, si no lo habían logrado, podían volver a casa y meterse en el negocio de sus padres. Cazar tiene que ser enfrentar tu vida mientras exista a la de uno u otro animal mientras este exista; al igual que pintar tiene que ser unir tu vida a las telas y colores, y escribir unir tu vida al lápiz o al papel o a la tinta o a cualquier máquina que te ayude a hacerlo, o a cualquier cosa sobre la que quieras escribir, y te sientes como un bobo, y eres un bobo, si lo haces de cualquier otro modo. Pero ahí estábamos ahora, acuciados por el tiempo, por la estación y por el hecho de que se nos acababa el dinero, de manera que algo que habría resultado divertido hacer cada día, mataras o no al animal, se estaba convirtiendo en la perversión más excitante de la vida; la necesidad de realizar algo en menos tiempo del que debería concederse para su consecución. De manera que al regresar a mediodía, después de haberme levantado dos horas antes del amanecer, con solo tres días por delante, empezaba a sentirme un poco nervioso por la situación, y vi a Kandisky, el de los pantalones tiroleses, charlando sentado a la mesa que había bajo la entrada de la tienda que utilizábamos de comedor. Me había olvidado por completo de él.

—Hola. Hola —dijo—. ¿No ha tenido éxito? ¿Nada que hacer? ¿Dónde está el kudu?

—Tosió una vez y se fue —respondí—. Hola, muchacha.

Ella sonrió. También estaba preocupada. Desde el alba los dos habían estado atentos por si oían un disparo. Habían estado atentos todo el rato, incluso cuando llegó nuestro invitado; atentos mientras escribían cartas, atentos mientras leían, atentos cuando Kandisky regresó y se puso a parlotear.

—¿No le ha disparado?

—No. Ni lo he visto. —Observé que Pop también estaba preocupado y un poco nervioso. Era evidente que había habido una larga cháchara.

—Toma una cerveza, coronel —me dijo.

—Asustamos a uno —le informé—. No tuvimos oportunidad de disparar. Había muchas huellas. No vino ninguno más. Soplaba el viento. Pregúntale a los chicos.

—Como le estaba diciendo al coronel Phillips —intervino Kandisky moviendo las posaderas enfundadas en pantalones de cuero y cruzando una de sus piernas de pantorrillas gruesas y peludas encima de la otra—, no deberían quedarse aquí mucho tiempo. Han de saber que vienen las lluvias. A unos veinte kilómetros de aquí hay un trecho que no se puede atravesar si llueve. Es imposible.

—Eso me estaba diciendo —confirmó Pop—. Por cierto, puede llamarme señor. Utilizamos las graduaciones militares como apodos. No se ofenda si es usted coronel. —Y dirigiéndose a mí—: Malditos sean estos salegares. Si los dejaras en paz seguro que conseguirías uno.

—Lo fastidian todo —coincidí—. En el salegar estás demasiado seguro de que tarde o temprano podrás dispararles.

—Acecha también en las colinas.

—Lo haré, Pop.

—De todos modos, ¿qué es matar un kudu? —preguntó Kandisky—. No debería tomárselo tan en serio. No es nada. En un año matas veinte.

—Aunque es mejor no decírselo a los del departamento de caza —dijo Pop.

—No me ha entendido —repuso Kandisky—. Quiero decir que en un año un hombre podría matar veinte. Claro que ninguno querría hacerlo.

—Desde luego —continuó Pop—. Si viviera en una zona de kudus, podría. Es el antílope grande más común de esta región de maleza. Lo que pasa es que cuando quieres verlos no los ves.

—Yo no cazo —nos dijo Kandisky—. ¿Por qué no les interesan más los nativos?

—Nos interesan —le aseguró mi mujer.

—Son realmente interesantes. Escuche… —dijo Kandisky, y siguió hablando con ella.

—Lo peor de todo esto —le comenté a Pop— es que cuando estoy en las colinas tengo la certeza de que esos cabrones están abajo, en el salegar. Las hembras están en las colinas, pero no creo que los machos estén con ellas ahora. Vas allí por la tarde y hay huellas. Han estado en el maldito salegar. Creo que acuden a cualquier hora.

—Es probable.

—Estoy seguro de que van allí varios machos. Probablemente solo acuden a la sal cada dos días. Desde luego algunos están asustados porque Karl le disparó a uno. Ojalá lo hubiera matado al instante en lugar de tener que seguirlo por todo el campo. Maldita sea, ojalá hubiera matado algo limpiamente. Vendrán otros. Lo único que tenemos que hacer es esperarlos. Naturalmente, ellos no pueden saberlo. Pero ese Karl ha espantado a todos los de la zona.

—Se pone demasiado nervioso —afirmó Pop—, pero es un buen tipo. A aquel leopardo lo mató de un buen disparo. No se les puede matar más limpiamente. Espera a que la cosa vuelva a calmarse un poco.

—Claro. No hablaba en serio cuando le maldije.

—¿No has pensado en quedarte en el aguardo todo el día?

—El puñetero viento comenzó a soplar en círculo. Esparcía nuestro olor en todas direcciones. Maldita sea, no tenía ningún sentido quedarse allí pregonando nuestra presencia. Si el maldito viento se estuviera quieto. Abdullah ha llevado hoy un cubo de ceniza.

—Lo vi marcharse con el cubo.

—Cuando acechamos el salegar no corría ni una pizca de viento y había luz suficiente para disparar. Estuvo comprobando con las cenizas si soplaba el viento durante todo el camino. Fui solo con Abdullah y dejamos a los demás y avanzamos en silencio. Llevaba puestas unas de esas botas con suela de crepé y la tierra es suave como el algodón. El cabrón se asustó cuando estaba a cincuenta metros.

—¿Alguna vez les ha visto las orejas?

—¿Que si alguna vez les he visto las orejas? Si llego a ver las orejas de uno de esos cabrones, el desollador no tardará en arrancarle el pellejo.

—Son unos cabrones —dijo Pop—. No me gusta todo eso del salegar. No son tan listos como pensamos. El problema es que los persigues donde son listos. Desde que hay sal los han estado cazando allí.

—Eso es lo divertido —repuse—. Me encantaría hacerlo durante un mes. Me gusta cazar sentado tranquilamente. Sin sudar. Sin hacer nada. Quedarme sentado y cazar moscas para dárselas de comer a las hormigas león que hay en la tierra. Me gusta eso. Pero ¿y el tiempo?

—Eso es. El maldito tiempo.

—Sí —le decía Kandisky a mi mujer—, eso es lo que debería ver. Los grandes ngoma. Los grandes festivales de baile nativos. Los de verdad.

—Escucha —le dije a Pop—. El otro salegar, el que vi anoche es infalible si no fuera porque está cerca de la maldita carretera.

—Los rastreadores dicen que es propiedad de los pequeños kudus. Además, está muy lejos. Son más de ciento veinte kilómetros entre ir y volver.

—Lo sé. Pero había huellas de cuatro grandes kudus. Sin la menor duda. Anoche, de no haber sido por el camión. ¿Y si me quedo allí esta noche? Aprovecharía la noche y la primera hora de la mañana y dejaría descansar el otro salegar. También hay un rinoceronte grande por esa zona. Al menos las huellas son grandes.

—Bien —dijo Pop—. Mata también a ese maldito rinoceronte. —Detestaba que se matara nada excepto lo que estábamos acechando, nada de matar ningún animal de propina, nada de muertes ornamentales, nada de matar por matar, excepto cuando el deseo de cobrar la pieza era mayor que el deseo de no matarla, excepto cuando conseguirla era necesario para ser el primero del gremio, y comprendí que me estaba ofreciendo el rinoceronte para complacerme.

—No lo mataré a menos que sea bueno —le prometí.

—Mata a ese cabrón —dijo Pop, convirtiéndolo en un regalo.

—Vamos, Pop —dije.

—Mátalo —repitió Pop—. Te encantará hacerlo por ti solo. Puedes vender el cuerno si no lo quieres. Todavía te queda uno en tu licencia.

—Así pues —dijo Kandisky—. ¿Han detenido su plan de campaña? ¿Han decidido cómo engañar a los pobres animales?

—Sí —contesté—. ¿Cómo está el camión?

—El camión está acabado —dijo el austríaco—. En cierto modo me alegro. Se había convertido en un símbolo. Era lo único que quedaba de mi shamba. Ahora todo ha desaparecido y es mucho más sencillo.

—¿Qué es una shamba? —preguntó P.O.M., mi mujer—. Hace meses que oigo hablar de ellas. Lamento tener que preguntar por esas palabras que todo el mundo utiliza.

—Una plantación —respondió él—. No queda nada de ella aparte de ese camión. Con el camión llevo braceros a la shamba de un indio. Es un indio muy rico que cultiva agave. Soy el gerente de ese indio. Un indio es capaz de sacar beneficio de una shamba de agave.

—De lo que sea —dijo Pop.

—Sí. Allí donde nosotros fracasamos, donde nos moriríamos de hambre, él saca dinero. No obstante, este indio es muy inteligente. Me valora. Represento la organización europea. Ahora vengo de organizar un reclutamiento de nativos. Eso requiere tiempo. Es impresionante. Llevo tres meses lejos de mi familia. La organización es organizada. Se hace fácilmente en una semana, pero no resulta tan impresionante.

—¿Y su esposa? —preguntó la mía.

—Me espera en casa, la casa del gerente, con mi hija.

—¿Le quiere a usted mucho? —preguntó mi esposa.

—Debe de quererme, pues de lo contrario se habría ido hace tiempo.

—¿Qué edad tiene su hija?

—Trece años.

—Debe de ser muy bonito tener una hija.

—No se lo imagina. Es como una segunda esposa. Mi esposa ya sabe todo lo que pienso, todo lo que digo, todo en lo que creo, todo lo que puedo hacer, lo que no puedo hacer y lo que no puedo ser. Y yo también lo sé todo de ella. Pero ahora siempre hay alguien a quien no conoces, que no te conoce, que te quiere sin conocerte y es una desconocida para ambos. Alguien muy atractivo que es tuyo y no es tuyo y que hace que la conversación sea más… ¿cómo decirlo? Sí, es como… cómo se llama… tenerla contigo, con los dos, sí… Es el ketchup Heinz de la comida diaria.

—Eso está muy bien —dije.

—Tenemos libros —prosiguió él—. Ahora no puedo comprar libros pero siempre podemos charlar. Las ideas y la conversación son muy interesantes. Lo comentamos todo. Todo. Tenemos una vida intelectual muy interesante. Antes, con la shamba, teníamos el Querschnitt. Eso te da una sensación de pertenecer a un grupo de personas muy brillantes, de formar parte de él. La gente a la que uno trataría si pudiera tratar a quien se le antojara. ¿Conoce usted a todas esas personas? Seguro que las conoce.

—A algunas —contesté—. A algunas en París. A algunas en Berlín.

No deseaba destruir lo que ese hombre tenía, así que no me puse a hablar en detalle de todas esas personas tan brillantes.

—Es gente maravillosa —mentí.

—Le envidio que los conozca —dijo—. Y dígame, ¿quién es el mejor escritor de Estados Unidos?

—Mi marido —afirmó mi esposa.

—No. No quiero que sea su orgullo familiar el que hable. Quiero saber quién es realmente el mejor. Desde luego no es Upton Sinclair. Upton Sinclair de ninguna manera. ¿Quién es su Thomas Mann? ¿Quién es su Valéry?

—Nosotros no tenemos grandes escritores —respondí—. A todos nuestros grandes escritores les ocurre algo llegada cierta edad. Puedo explicárselo pero es bastante largo y tal vez le aburra.

—Por favor, explíquemelo —dijo—. Eso es lo que más me gusta. Es lo mejor de la vida. La vida intelectual. Eso no es matar un kudu.

—Todavía no lo ha oído —dije.

—Ah, pero me lo imagino. Tome un poco más de cerveza para que se le suelte la lengua.

—Ya está suelta —le dije—. Siempre está demasiado suelta la puñetera. Pero usted no bebe nada.

—No, nunca bebo. No es bueno para el intelecto. Es innecesario. Pero cuente. Por favor, cuente.

—Bien —dije—, en Estados Unidos hemos tenido escritores hábiles. Poe es un escritor hábil. Su obra es competente, maravillosamente construida, y está muerta. Hemos tenido escritores retóricos que tuvieron la suerte de descubrir un poco, en las crónicas de otros y a base de viajar, cómo pueden ser las cosas, las cosas reales, las ballenas por ejemplo, y este conocimiento está tan envuelto en retórica como las pasas de un pudin. De vez en cuando está ahí, solo, fuera del pudin, y es bueno. Ese es Melville. Pero la gente que lo elogia, lo elogia por la retórica, que no es lo importante. Rodean de misterio lo que carece de él.

—Sí —dijo—. Entiendo. Pero es el funcionamiento del intelecto, su capacidad para trabajar, lo que crea la retórica. La retórica son las chispas azules de la dinamo.

—A veces. Y a veces son solo chispas azules, ¿y qué impulsa la dinamo entonces?

—Bueno. Siga.

—Se me ha olvidado.

—No. Siga. No se haga el tonto.

—¿Alguna vez se ha levantado antes del alba?

—Todas las mañanas —respondió—. Siga.

—Muy bien. Hay otros que han escrito como si fueran colonos británicos exiliados de una Gran Bretaña de la que nunca formaron parte y sus lectores fueran habitantes de una Gran Bretaña nueva que estuvieran construyendo. Hombres muy buenos con la sabiduría estrecha, reseca y excelente de los unitarios; hombres de letras; cuáqueros con sentido del humor.

—¿Y quiénes fueron esos?

—Emerson, Hawthorne, Whittier y compañía. Todos nuestros primeros clásicos que ignoraban que un clásico moderno no guarda ningún parecido con los clásicos que le han precedido. Le puede robar a cualquier obra inferior, a cualquiera que no sea un clásico, todos los clásicos lo hacen. Hay escritores que solo nacen para ayudar a otro escritor a escribir una frase. Pero el clásico no puede partir de un clásico anterior ni parecerse a él. Todos esos hombres fueron caballeros, o desearon serlo. Todos fueron muy respetables. No utilizaban las palabras que la gente siempre ha utilizado al hablar, las palabras que sobreviven en la lengua. Y tampoco imaginarías que tenían cuerpo. Tenían intelecto, sí. Un intelecto exquisito, seco, limpio. Todo esto es muy aburrido, y ni lo mencionaría si no fuera porque usted lo ha preguntado.

—Siga.

—Hay un escritor de esa época que según dicen es realmente bueno, Thoreau. No puedo hablarle de él porque todavía no he conseguido leerlo. Pero eso no significa nada, porque soy incapaz de leer a otros naturalistas a menos que sean extremadamente precisos y nada literarios. Todos los naturalistas deberían trabajar solos y tener a alguien que supiera establecer una relación entre sus hallazgos. Los escritores deberían trabajar solos. Únicamente deberían verse cuando hubieran acabado la obra, y tampoco demasiado a menudo. De lo contrario se convierten en escritores neoyorquinos. Lombrices para cebo metidas en una botella intentando obtener conocimiento y alimento del contacto entre ellos y de la botella. A veces la botella es arte decorativo, a veces economía, a veces religión económica. Pero una vez que están en el frasco se quedan ahí. Fuera del frasco se sienten solos. No quieren sentirse solos. Les da miedo estar solos en sus creencias y ninguna mujer les amaría lo suficiente para que pudieran matar su soledad con esa mujer, o compartirla con la de ella, o hacer algo con ella que haga que todo lo demás carezca de importancia.

—¿Y qué me dice de Thoreau?

—Tendrá que leerlo. Tal vez yo consiga leerlo más adelante. Puedo hacer casi cualquier cosa más adelante.

—Bebe un poco más de cerveza, Papá.

—Muy bien.

—¿Y qué me dice de los buenos escritores?

—Los buenos escritores son Henry James, Stephen Crane y Mark Twain. No los he ordenado de mejor

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