Viajes por la tierra de Kublai Khan (Serie Great Ideas)

Fragmento

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El camino a Catai

Donde trata de los Khanes que reinaron tras la muerte de Gengis Khan

Habéis de saber que después de Gengis Khan fue Kui Khan quien ostentó la Señoría; y Batú Khan fue el tercer Señor; Oktai Khan, el cuarto; Mongú Khan, el quinto, y Kublai Khan, el sexto; este último fue más grande y poderoso que ninguno de los anteriores. Y ni siquiera los otros cinco juntos hubieran podido reunir tanto poder como Kublai, pues éste ha heredado cuanto los otros tenían, y mucho más le añadió, habiendo permanecido más de sesenta años en el trono. Por eso puedo asegurar que todos los emperadores y reyes del mundo reunidos, tanto cristianos como sarracenos, no podrían igualarle en poderío, pues Kublai Khan en todo los supera, siendo Señor de todos los tártaros del mundo, de los de Levante y de los de Poniente, todos son súbditos y servidores suyos. Por lo demás, la palabra Khan quiere decir en nuestro idioma emperador. Y todo a lo largo de este libro iréis viendo con perfecta claridad su enorme y gigantesco poder.

Tienen allí la siguiente costumbre: que todos los emperadores de los tártaros, descendientes en línea directa de Gengis Khan, una vez muertos son conducidos a enterrar hasta una gran montaña llamada Altai. Hacen esto aunque su muerte se produzca a más de cien jornadas de distancia; pues está dispuesto que sólo puedan ser enterrados en aquel lugar. Sabed también que cuando los cuerpos de estos emperadores son transportados hasta la montaña, aunque se encuentren a cuarenta o más días de distancia, quienes los llevan van dando muerte con su espada a todo aquel que se cruza en su camino. Y matándolos dicen: «Así serviréis en el otro mundo al Gran Señor». Y lo creen firmemente; hacen lo mismo con los caballos que encuentran, así calculan cuántos tiene el Señor en el más allá, pues a su muerte matan para él los mejores caballos, camellos y mulas que tenía. De este modo, cuando falleció Mongú, el quinto Khan, mataron a más de veinte mil personas a lo largo de la ruta, según se iban cruzando con el cuerpo que llevaban a enterrar.

Ya que hemos comenzado a hablar de los tártaros, añadiré que suelen criar muchos rebaños de vacas, ovejas y caballos; y que nunca los mantienen en el mismo lugar, sino que en invierno se dirigen hacia las llanuras y sitios cálidos, donde pueden encontrar ricos herbazales y buenos pastos para su ganado; en cambio, en el verano, se van a vivir a los lugares fríos, a unas montañas y valles en los que encuentran agua, madera y buenos pastos para sus animales; como viven en lugares de baja temperatura, tanto ellos como sus rebaños, se ven libres de moscas, mosquitos y otros insectos; avanzan así durante dos o tres meses, subiendo siempre hacia los lugares más elevados y siguiendo la ruta de los pastos, pues si se quedaran siempre en el mismo lugar no tendrían hierba suficiente para la gran multitud de sus rebaños. Viven en pequeñas casas con forma de tienda, redondas y construidas con largas varas, recubiertas de pieles; llevan estas tiendas consigo cuando se desplazan, en carros de cuatro ruedas. Y colocan con tan buen orden las largas varas que digo, que, reunidas en un haz, pueden transportarlas con facilidad a donde les plazca. Y siempre que extienden y enderezan sus viviendas, colocan la puerta en dirección a Mediodía. Tienen también otras magníficas carretas, de dos ruedas, cubiertas de fieltro negro, tan bueno y bien dispuesto que aunque llueva durante todo un día el agua no puede mojar nada de cuanto va en su interior. Usan como animales de tiro bueyes o camellos. Y en el interior de estas carretas llevan a sus mujeres, y a sus hijos, y todos cuantos víveres e instrumentos necesitan. Así van donde quieren, llevando siempre consigo su propia casa.

Las mujeres tártaras compran, venden y hacen todo cuanto precisan su familia y su marido. No son una carga, pues obtienen grandes beneficios con su trabajo. Son además muy previsoras en cuanto concierne a su familia y muy cuidadosas preparando las comidas; realizan todas las labores domésticas con gran diligencia. Sus maridos dejan la casa enteramente a su cuidado y no se ocupan sino de la caza, de la guerra y de la cetrería; pues, igual que los Señores de nuestra tierra, son muy amantes de los halcones y azores, y toman de ellos gran placer. Son los suyos los mejores halcones del mundo, igual que sus perros. Se alimentan de caza, leche y carne; y comen también unos animalitos semejantes a los conejos, de los que en nuestra tierra llaman ratas del faraón[1], que son allí muy abundantes y viven bajo tierra. Comen también carne de caballo, de perro, de yegua y de camello, y beben la leche de sus camellas y burras. Toman, en general, todo tipo de carnes.

Por nada del mundo cortejarían a las mujeres ajenas, pues lo tienen por algo extraordinariamente malvado y deshonroso. La fidelidad de los maridos para con sus esposas es extraordinaria, y sus mujeres son tan virtuosas que aunque sean diez o veinte, reina entre ellas una paz y una unión inestimables, sin maltratarse jamás, ni siquiera de palabra; todas se preocupan mucho, como dije, por sus propios negocios, apasionándose por vender, comprar y ocuparse de todo lo que les corresponde: de la vida de la casa y del cuidado de la familia y de sus hijos; suelen tener mucha descendencia.

Éstas son, a mi juicio, las mujeres más admirables del mundo por sus virtudes y se hacen dignas de las mayores alabanzas por su castidad, ya que sus maridos pueden tomar tantas esposas como quieran, lo que ha de asombrar enormemente a las mujeres cristianas de nuestros países, pues cuando un hombre no tiene sino una sola mujer debería reinar en ese matrimonio una fidelidad y castidad extremas, so pena de profanar tan noble sacramento. Por esto me parece indignante ver la infidelidad de las mujeres cristianas comparadas con aquéllas, que siendo hasta un centenar de esposas para un solo hombre se mantienen siempre virtuosas y guardan su honor para gran vergüenza de todas las demás mujeres del mundo. En verdad que aquellas mujeres son las más castas del mundo, las más leales y las mejores para con sus maridos.

Los matrimonios se celebran de la siguiente forma: cada uno puede tomar tantas mujeres como le plazca, hasta cien mujeres, si puede mantenerlas. Los hombres conceden a su mujer y a su suegra una pensión cuando se casan, mientras que la mujer nada entrega al marido. Y siempre consideran a la primera de sus esposas como la más respetable y la mejor de todas; y la misma consideración tienen por los hijos de ésta. Tienen muchos más hijos que los demás hombres, a causa de la gran cantidad de esposas, y es admirable ver cuántos hijos puede llegar a tener un solo hombre; es decir, uno de aquellos que puede mantener muchas mujeres. Se casan también con sus primas y cuando uno muere, el hijo mayor toma por esposas a todas las mujeres de su padre, excepto a su madre y sus hermanas. Igualmente toma por esposa un hermano a la mujer de su hermano muerto. Y al casarse hacen grandes bodas, con mucha fiesta y gran número de invitados.

Donde trata del dios de los tártaros y de su fe

Ésta es su ley: dicen que existe un Dios celeste, grande y sublime, al que diariamente, honrándolo con incienso, no piden sino salud y buen juicio en todas las cosas. Y tienen otro dios, llamado Natigai, dios terrenal, que cuida de sus mujeres, de sus hijos, de sus animales y de sus cosechas. También a éste le dedican grandes honores y devoción, manteniendo su imagen en el lugar preferente de la casa. Este dios está confeccionado de trapo y fieltro; y como creen que tiene mujer e hijos hacen una imagen femenina, también de trapo, y dicen que es la esposa del dios; y haciendo otras imágenes, más pequeñas aún, dicen que son sus hijos. Colocan la mujer a la izquierda del dios y ante ellos los hijos, haciendo reverencia a la pareja; estas imágenes van muy decentemente cubiertas, y a todas las colman de honores y atenciones. Antes de la comida o de la cena toman grasa de la carne, y con ella ungen la boca del dios, de su mujer y de sus hijos; y después, con agua hirviendo, les lavan la boca; en honor de los restantes espíritus arrojan el agua ante la puerta de la casa o de la habitación donde está el dios. Y en cuanto han hecho esto, considerando que el dios y su familia ya han tenido su parte, comen y beben cuanto les place.

Beben leche de yegua, mas saben prepararla de tal forma que parece vino blanco, de exquisito sabor; y le llaman en su idioma chemis.

Así son sus vestidos: los más ricos y nobles visten paños de oro y seda bajo el manto, y se abrigan con pieles de armiño, marta cibelina y zorro, y otras muchas, todo con mucha riqueza; todos sus atuendos y ropas de piel van bellamente bordados, y son de mucho valor.

Sus armas son arcos y flechas, espadas y mazas, lanzas y hachas, pero utilizan especialmente el arco, pues son magníficos arqueros, los mejores del mundo, y desde muy niños practican con sus flechas. Se revisten el cuerpo con una armadura de cuero de búfalo, o de otro animal similar, y la hacen muy gruesa, hirviendo el cuero hasta que queda muy duro y resistente.

Son buenos y valerosos guerreros, teniendo en poco la vida y exponiéndola sin miramientos a todo tipo de riesgos. Son también muy crueles, y por lo que ahora os diré comprenderéis que tienen una resistencia superior a la de cualquier otro hombre. Cuando el Ejército se pone en marcha, sea para ir a la guerra o por cualquier otro motivo, aceptan sus trabajos gustosos y con más bravura que nadie; en caso necesario pueden caminar o permanecer todo un mes sin otro alimento que la leche de una yegua y la carne de los animales que puedan cazar con sus arcos. Sus caballos pastan, mientras caminan, cualquier tipo de hierba que encuentran a su paso, de modo que no precisan llevar consigo avena, paja o heno. Son muy disciplinados y obedientes a su Señor, y en caso necesario pueden mantenerse a caballo dos días con sus noches sin apearse nunca; así permanecen a caballo la noche entera, cargados con sus armas duermen sobre el caballo y éste avanza mientras va pastando la hierba que encuentra al borde del camino. Estos hombres trabajan duramente y son los mejores del mundo en soportar fatigas, haciendo muy poco gasto y contentándose con comer muy pequeña ración; ésta es la razón por la que son superiores a todos los demás en el arte de conquistar ciudades, tierras y reinos poderosos. Y así, como todo el mundo sabe, y ya lo habéis oído a lo largo de este libro, estos antiguos siervos son ahora señores del mundo.

Se organizan tal y como ahora voy a explicar. Cuando un Señor tártaro va a la guerra lleva consigo cien mil jinetes, y ordena a su tropa del siguiente modo: nombra a un jefe para cada decena, otro para cada centenar, otro para cada millar, y otro jefe aún para cada diez mil hombres; de esta suerte, sólo con estos diez últimos, forman su consejo. A su vez los que son Señores de diez mil hombres consultan con otros diez hombres sus órdenes; el Señor de una centuria ordena a otros diez, y así, cada uno de ellos es responsable ante su jefe. Los diez jefes de diez hombres responden ante un jefe de cien, los diez jefes de cien, ante un jefe de mil, y los diez jefes de mil ante un jefe de diez mil; así cada oficial, sin excesiva fatiga ni complejidad, sólo tiene que controlar a diez hombres; esto permite una organización extraordinaria. Cuando el Señor de los cien mil hombres desea, por alguna razón, enviar a una compañía para cumplir una misión cualquiera, ordena a un jefe de diez mil que le entregue mil hombres; éste ordena a los jefes de millar que le den una cuota parte cada uno, es decir cien hombres; los jefes de mil dan la orden a los jefes de cien, y éstos ordenan a su vez a los jefes de diez hombres que le entreguen un guerrero cada uno; así se forma una compañía de mil hombres. Como cada jefe de diez sabe siempre el porcentaje que tiene que suministrar, y lo mismo los centuriones, y lo mismo los jefes de mil hombres, es muy sencillo elegir mil hombres entre diez mil. Realizan esto con tal organización que todos son enviados en misión por igual, cuando les corresponde. Y una vez elegidos, todos obedecen de inmediato, cumpliendo lo que les ordenan con una exactitud superior a la de cualquier otro guerrero. Cada agrupación de cien mil hombres se llama en su lengua un tuc, y cada una de diez mil un toman. Todo el Ejército se organiza por millares, centurias y decenas, tanto si se trata de un ejército grande como de uno pequeño.

Cuando el Señor, junto con sus tropas, va a conquistar alguna ciudad o algún reino, sea en terreno llano o en las montañas, envía siempre doscientos hombres dos jornadas por delante, para que vayan reconociendo el país y sus caminos; otros tantos, y a la misma distancia, los pone a sus costados y a su retaguardia; de este modo tienen vigilancia en las cuatro direcciones. Así el Ejército no puede ser atacado por parte alguna sin llegar a saberlo. Cuando hacen mucho camino no llevan arnés ni ninguna cosa para dormir. Viven, durante la mayor parte de la campaña, sólo de leche, como dije; llevan consigo unos dieciocho caballos y yeguas por guerrero, de modo que cuando una montura está fatigada por el largo camino, cambian de caballo. No llevan consigo víveres, salvo uno o dos pellejos de cuero, en los que guardan la leche; lleva también cada uno una pequeña piñata, o sea, una olla de barro, en la que cuecen la carne. Mas si cuando cazan un animal no tienen pote, lo matan; y tomando su caparazón, lo vacían para verter agua en su interior; cortan después en trozos la carne que quieren cocer y la echan dentro del caparazón lleno de agua, después lo ponen al fuego y lo cuecen; una vez cocido se comen toda la calderada. Llevan también consigo una pequeña tienda de fieltro, bajo la que duermen cuando llueve.

Algunas veces, cuando la urgencia de una empresa les obliga a realizar apresuradamente una larga marcha, pueden cabalgar más de diez jornadas sin tomar carne cocida y sin hacer fuego, pues la cocción de los alimentos retrasaría su avance; prescinden si es necesario de tomar frutos y en muchas ocasiones, faltos de vino o agua, sobreviven bebiendo la sangre de sus caballos; hacen esto de modo que cada uno, picando en una vena a su caballo pega a ella la boca y bebe de su sangre hasta saciarse; y entonces la dejan que otra vez se coagule, cerrándose la herida. Llevan con ellos sangre y cuando quieren comer, cogiendo un poco de agua la vierten en ella y, dejándola disolverse, se la beben.

Llevan también leche desecada, sólida como pasta. Y así la desecan: hierven la leche y la crema que flota en su superficie la cambian de vasija, y hacen con ella mantequilla, pues mientras que la leche contenga nata no se puede desecar. A continuación ponen la leche al sol y así se deseca. Cuando marchan a la guerra suelen llevar unos diez litros de esta leche; toman un poco por la mañana de la siguiente forma: cada hombre, tomando media libra, la pone en un pequeño recipiente de cuero, semejante a una botella, y vertiendo agua en su interior la agitan con un palo, así la llevan consigo hasta que la leche se disuelve totalmente a fuerza de cabalgar, así la beben en su momento, haciendo con ella su desayuno.

Cuando traban batalla con sus enemigos, los vencen tanto por la persecución como por medio de la huida; no se avergüenzan de huir, ya que jamás se enzarzan en un combate directo cuerpo a cuerpo, sino que galopan alrededor del enemigo, cambiando de posición y disparando sus flechas; muy a menudo fingen huir arrastrando así al enemigo hasta donde desean, y le causan grandes pérdidas con sus dardos. Tienen tan bien adiestrados a

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