Viaje a las islas Canarias

Juan Cruz Ruiz

Fragmento

VIAJE-4

Antes del viaje

Hace más de sesenta años el escritor vasco Ignacio Aldecoa viajó a las islas Canarias en busca del paraíso que le habían contado. Escribió un libro, Cuaderno de godo, que la editorial Arión publicó en la colección El peregrino en su patria.

Descubrí ese libro muchos años más tarde, en una librería de libros antiguos, en Madrid. Compré muchos ejemplares, tantos como quedaban de esa antigua edición; me empeñé, por otra parte, en procurar una reedición del volumen, e incluso hice que un grupo de jóvenes cineastas, con Miguel García Morales al frente, llevaran a cabo la idea de filmar un documental a partir de esa excursión sentimental de Aldecoa por lo que él creyó después que en efecto era un paraíso.

Entretanto, Peter Mayer, el editor a quien yo había conocido al frente de Penguin, me habló en Madrid de la posibilidad de que yo hiciera un viaje parecido a este. Él no conocía el libro de Aldecoa, ni le hablé entonces de ese libro que con tanta pasión como gratitud yo había leído algún tiempo antes de que él me lanzara su propuesta. Lo cierto es que desde que me habló de ese viaje canario tuve una idea fija: seguir la excursión que hizo el propio Aldecoa, revisitar los lugares a los que él acudió, reencontrarme, en la medida de lo posible, con esos espacios que anduvo con el afán de vivir perdiéndose en el paisaje de las islas.

Las notas de lo que me dijo Peter Mayer que quería de mi excursión por el sentimiento de las islas quedaron olvidadas en un taxi, pero no en mi memoria. Él no quería, me dijo, una historia, ni una geografía, ni un libro para turistas; lo que él quería era un libro de mi memoria de las islas, lo que estuviera en mi retina de sus paisajes, lo que estuviera en mi sentimiento del alma de su gente, de mis antepasados o de mis contemporáneos. No quería tampoco un libro erudito. Quería un retrato sentimental de Canarias. Un viaje sentimental, eso es lo que yo entendí que él quería.

Las notas quedaron en una moleskine que yo había abierto para recoger lo que me dijera Peter. La tarea era apasionante y extraña a la vez; es muy difícil apresar en un solo viaje, en una sola mirada, un territorio tan fragmentado. Canarias son ocho islas desde que se reconoció como tal a La Graciosa y un islote, el de Lobos, situadas en una parte estratégica del Atlántico, junto a África, a cuyo continente pertenecen como trozos desagregados por la naturaleza de la geología; están camino de América, o de Europa, según se mire, y tienen mucho de todos esos destinos: de África, de América, de Europa. Pertenecen, desde el siglo XV, a la Corona española, y por tanto a España, a la historia y a la cultura (y a la lengua) de España. Su relación con América (y sobre todo con Suramérica) ha sido esencial para su desarrollo y también para el desarrollo de su lenguaje, de su cultura, de su sentimiento y de su pensamiento. Y, cómo no, la relación con Europa, a través del turismo y de otros contactos humanos, ha sido sustento de su desarrollo.

La región canaria dividida en dos provincias, ahora forma parte del entramado autonómico de la España democrática, ha sido visitada por escritores, científicos, artistas, políticos, gente de toda condición; los escritores, en concreto, en distintas épocas, han visto aquí espacios surrealistas, extraordinarios espectáculos telúricos, metáforas de la tierra y del mar, y los artistas se han quedado admirados por la variedad del paisaje. Y han escrito o dibujado o pintado o esculpido aquí, o a partir del viaje, las impresiones que han dejado en sus retinas y en sus corazones estos peñascos bañados por el Atlántico.

Pero no han sido muchos los que hicieron como Aldecoa, ni siquiera entre los viajeros canarios; pocos, en efecto, al menos que yo conozca, han realizado ese viaje circular, hacia adentro y desde fuera, que les permitiera ver las islas para contarlas en su totalidad. El libro de Aldecoa, medio centenar de páginas en su primera edición, es, en ese sentido, excepcional, y es una guía, verdaderamente, para aquellos que quisieran hacer este viaje insólito a lo largo, a lo ancho, a lo alto y a lo menudo, de este archipiélago.

Si no hubiera sido por la propuesta de Mayer (ver todas las islas, contarlas todas, con la mirada de hoy, pero sin despreciar las miradas del pasado), yo no hubiera emprendido nunca esta excursión. Hace años, cuando Julio Cortázar publicó el resultado de su viaje sentimental, con su mujer, Carol Dunlop, por la autopista que va de París a Marsella, Los autonautas de la cosmopista, quise imitar al gran autor de Rayuela y emprendí un viaje circular, hacia adentro y desde fuera, por la isla de Tenerife, que es mi isla natal. En la primera jornada, acompañado por mi mujer, Pilar García Padilla, llegué a un hermoso paraje, Masca, en la parte sur de las montañas de Anaga, en el municipio de Teno, cerca de Buenavista. Un hermoso paisaje que ahora he vuelto a visitar con la intención de describirlo para este libro que tienen ustedes en las manos. Pero en aquella ocasión unos ladrones, que entonces estaban al acecho en esa zona de la isla para desvalijar a turistas desprevenidos, nos robaron todo lo que llevábamos en el coche, y suspendimos la excursión. Ahora esta excursión que al fin he realizado, y no solo por Tenerife sino por toda la región, tenía en el fondo el mismo propósito: ver de cerca, tan al fondo como fuera posible, la mitología física de la que está dotado el archipiélago, empaparme de la tierra para contar, o tratar de contar, cómo es su alma; ir de su paisaje verde a su paisaje tectónico, tratar de dialogar con la piedra y con el mar y con los montes, mirarlos para contarlos.

Ha sido un viaje muy laborioso, pues no se trataba de manejar mapas, referencias ya dichas o escritas (o no tan solo), sino que en el propósito dictado por Mayer y asumido por mí se trataba de dar noticia personal, extremadamente personal, debo decir, de lo que había encontrado.

¿Y qué he encontrado? El tiempo ha pasado desde que Aldecoa escribió el resultado de su pesquisa poética por todo el archipiélago. Entonces hubo islas a las que él no se pudo acercar, porque había temporales y los barcos no se atrevieron a atracar. En aquel tiempo, en los años cincuenta del siglo pasado, no había aeropuertos en todas las islas, y el Atlántico es bravo y traicionero. Le resultó extremadamente difícil atracar en El Hierro, y La Gomera también se le resistió. En este tiempo ya todas las islas son de mucho más fácil acceso, aunque el Atlántico siga siendo bravo; han mejorado las embarcaciones, que son más rápidas y seguras, y ya todas las islas tienen aeropuertos en pleno funcionamiento. Aquella región que visitó el escritor vasco era una región semifeudal, cuya supervivencia dependía casi en todas partes de la actividad agrícola; el turismo no había hecho su explosión, y las costumbres que él descubrió eran muy distintas a las que ahora se pueden comprobar en las islas que habitamos casi dos millones de personas, muchas más de las que poblaban el archipiélago cuando viajó él.

Así que Aldecoa viajó a unas islas y en cierto modo yo viajé por otras. ¿Son tan diferentes porque haya pas

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