Viaje a las islas Canarias

Juan Cruz Ruiz

Fragmento

VIAJE-4

Antes del viaje

Hace más de sesenta años el escritor vasco Ignacio Aldecoa viajó a las islas Canarias en busca del paraíso que le habían contado. Escribió un libro, Cuaderno de godo, que la editorial Arión publicó en la colección El peregrino en su patria.

Descubrí ese libro muchos años más tarde, en una librería de libros antiguos, en Madrid. Compré muchos ejemplares, tantos como quedaban de esa antigua edición; me empeñé, por otra parte, en procurar una reedición del volumen, e incluso hice que un grupo de jóvenes cineastas, con Miguel García Morales al frente, llevaran a cabo la idea de filmar un documental a partir de esa excursión sentimental de Aldecoa por lo que él creyó después que en efecto era un paraíso.

Entretanto, Peter Mayer, el editor a quien yo había conocido al frente de Penguin, me habló en Madrid de la posibilidad de que yo hiciera un viaje parecido a este. Él no conocía el libro de Aldecoa, ni le hablé entonces de ese libro que con tanta pasión como gratitud yo había leído algún tiempo antes de que él me lanzara su propuesta. Lo cierto es que desde que me habló de ese viaje canario tuve una idea fija: seguir la excursión que hizo el propio Aldecoa, revisitar los lugares a los que él acudió, reencontrarme, en la medida de lo posible, con esos espacios que anduvo con el afán de vivir perdiéndose en el paisaje de las islas.

Las notas de lo que me dijo Peter Mayer que quería de mi excursión por el sentimiento de las islas quedaron olvidadas en un taxi, pero no en mi memoria. Él no quería, me dijo, una historia, ni una geografía, ni un libro para turistas; lo que él quería era un libro de mi memoria de las islas, lo que estuviera en mi retina de sus paisajes, lo que estuviera en mi sentimiento del alma de su gente, de mis antepasados o de mis contemporáneos. No quería tampoco un libro erudito. Quería un retrato sentimental de Canarias. Un viaje sentimental, eso es lo que yo entendí que él quería.

Las notas quedaron en una moleskine que yo había abierto para recoger lo que me dijera Peter. La tarea era apasionante y extraña a la vez; es muy difícil apresar en un solo viaje, en una sola mirada, un territorio tan fragmentado. Canarias son ocho islas desde que se reconoció como tal a La Graciosa y un islote, el de Lobos, situadas en una parte estratégica del Atlántico, junto a África, a cuyo continente pertenecen como trozos desagregados por la naturaleza de la geología; están camino de América, o de Europa, según se mire, y tienen mucho de todos esos destinos: de África, de América, de Europa. Pertenecen, desde el siglo XV, a la Corona española, y por tanto a España, a la historia y a la cultura (y a la lengua) de España. Su relación con América (y sobre todo con Suramérica) ha sido esencial para su desarrollo y también para el desarrollo de su lenguaje, de su cultura, de su sentimiento y de su pensamiento. Y, cómo no, la relación con Europa, a través del turismo y de otros contactos humanos, ha sido sustento de su desarrollo.

La región canaria dividida en dos provincias, ahora forma parte del entramado autonómico de la España democrática, ha sido visitada por escritores, científicos, artistas, políticos, gente de toda condición; los escritores, en concreto, en distintas épocas, han visto aquí espacios surrealistas, extraordinarios espectáculos telúricos, metáforas de la tierra y del mar, y los artistas se han quedado admirados por la variedad del paisaje. Y han escrito o dibujado o pintado o esculpido aquí, o a partir del viaje, las impresiones que han dejado en sus retinas y en sus corazones estos peñascos bañados por el Atlántico.

Pero no han sido muchos los que hicieron como Aldecoa, ni siquiera entre los viajeros canarios; pocos, en efecto, al menos que yo conozca, han realizado ese viaje circular, hacia adentro y desde fuera, que les permitiera ver las islas para contarlas en su totalidad. El libro de Aldecoa, medio centenar de páginas en su primera edición, es, en ese sentido, excepcional, y es una guía, verdaderamente, para aquellos que quisieran hacer este viaje insólito a lo largo, a lo ancho, a lo alto y a lo menudo, de este archipiélago.

Si no hubiera sido por la propuesta de Mayer (ver todas las islas, contarlas todas, con la mirada de hoy, pero sin despreciar las miradas del pasado), yo no hubiera emprendido nunca esta excursión. Hace años, cuando Julio Cortázar publicó el resultado de su viaje sentimental, con su mujer, Carol Dunlop, por la autopista que va de París a Marsella, Los autonautas de la cosmopista, quise imitar al gran autor de Rayuela y emprendí un viaje circular, hacia adentro y desde fuera, por la isla de Tenerife, que es mi isla natal. En la primera jornada, acompañado por mi mujer, Pilar García Padilla, llegué a un hermoso paraje, Masca, en la parte sur de las montañas de Anaga, en el municipio de Teno, cerca de Buenavista. Un hermoso paisaje que ahora he vuelto a visitar con la intención de describirlo para este libro que tienen ustedes en las manos. Pero en aquella ocasión unos ladrones, que entonces estaban al acecho en esa zona de la isla para desvalijar a turistas desprevenidos, nos robaron todo lo que llevábamos en el coche, y suspendimos la excursión. Ahora esta excursión que al fin he realizado, y no solo por Tenerife sino por toda la región, tenía en el fondo el mismo propósito: ver de cerca, tan al fondo como fuera posible, la mitología física de la que está dotado el archipiélago, empaparme de la tierra para contar, o tratar de contar, cómo es su alma; ir de su paisaje verde a su paisaje tectónico, tratar de dialogar con la piedra y con el mar y con los montes, mirarlos para contarlos.

Ha sido un viaje muy laborioso, pues no se trataba de manejar mapas, referencias ya dichas o escritas (o no tan solo), sino que en el propósito dictado por Mayer y asumido por mí se trataba de dar noticia personal, extremadamente personal, debo decir, de lo que había encontrado.

¿Y qué he encontrado? El tiempo ha pasado desde que Aldecoa escribió el resultado de su pesquisa poética por todo el archipiélago. Entonces hubo islas a las que él no se pudo acercar, porque había temporales y los barcos no se atrevieron a atracar. En aquel tiempo, en los años cincuenta del siglo pasado, no había aeropuertos en todas las islas, y el Atlántico es bravo y traicionero. Le resultó extremadamente difícil atracar en El Hierro, y La Gomera también se le resistió. En este tiempo ya todas las islas son de mucho más fácil acceso, aunque el Atlántico siga siendo bravo; han mejorado las embarcaciones, que son más rápidas y seguras, y ya todas las islas tienen aeropuertos en pleno funcionamiento. Aquella región que visitó el escritor vasco era una región semifeudal, cuya supervivencia dependía casi en todas partes de la actividad agrícola; el turismo no había hecho su explosión, y las costumbres que él descubrió eran muy distintas a las que ahora se pueden comprobar en las islas que habitamos casi dos millones de personas, muchas más de las que poblaban el archipiélago cuando viajó él.

Así que Aldecoa viajó a unas islas y en cierto modo yo viajé por otras. ¿Son tan diferentes porque haya pasado el tiempo y este las haya señalado con sus nuevas improntas o sensaciones? Creo que no. En la base del sentimiento insular (aislado, la naturaleza marca muchísimo esta circunstancia) sigue habiendo aquella melancolía (la magua, le dicen en Canarias) que él descubrió, y que estaba en mis padres, en mis hermanos mayores, en los campesinos y en los pescadores que ahora te cruzas por los poblados que siguen siendo la marca indeleble de la raíz de la tierra.

Este es un viaje sentimental; lo inicié (o lo reinicié: este viaje tiene los antecedentes de otros viajes que hice a lo largo de mi vida por las mismas islas) en La Gomera y lo he acabado en Gran Canaria, dos islas parecidas en la contundencia de su apariencia, dos puñetazos que nacen del mar. Pero no es viaje isla a isla, esa no ha sido la intención; como la memoria, las islas a veces se mezclan, pues unas y otras tienen muchos parecidos. Así que de vez en cuando un elemento isleño me lleva a recordar otros materiales físicos o sentimentales propios de otras zonas del archipiélago.

El pintor Pedro González me dijo, cuando le conté que le estaba dedicando mucho espacio al mar en este libro, algo que quise anotar porque en cierto modo figura como una marca o un leitmotiv de mi excursión por estas orillas: el mar es el horizonte del canario; y, como el mar, me decía el gran artista ante un vaso de vino tinto, en la calle de La Carrera de su ciudad de La Laguna, el horizonte del canario cambia constantemente, es abrupto o suave, te abraza o te expulsa, te rompe el corazón o te reconforta. El mar es nuestro punto común, nos encierra y nos define, nos alarma y nos alerta. Nos hace.

En este viaje he querido más a mis islas porque me las he explicado, he estado más cerca de su horizonte acaso porque ellas mismas se me han propuesto como un horizonte.

Mientras escribí necesité algunas muletas para seguir viajando; muletas sentimentales, palabras que me siguieran estimulando a recorrer senderos que solo se pueden recorrer a partir de la memoria de lo que ya han dicho algunos sabios. Y, además del libro de Ignacio Aldecoa, me sirvieron mucho a este efecto dos textos singulares. Uno es el Viaje a las islas Canarias, de Alexander von Humboldt, que estuvo en las islas (y sobre todo en la de Tenerife; otras, las islas orientales, las vio al pasar) a finales del siglo XVIII, viajando hacia América. Es un libro extraordinario en el que el científico viajero se detiene no solo en las piedras del Teide, la gran montaña volcánica isleña, que son su pasión y el objeto de sus investigaciones, sino que trata de manera muy minuciosa del carácter de los canarios que lo acogen o a los que ve por las calles... Y el otro texto es de mi maestro Domingo Pérez Minik, un autodidacta muy lúcido que vivió los dramas de la guerra civil española del lado de los perdedores, formó parte antes del comité que recibió aquí al pope surrealista André Breton y tiene una vibrante conferencia sobre la condición humana del insular, de la que en este libro ofrezco algunos fragmentos que me parecen ilustrar muy hondamente lo que sigue marcando la manera de ser de estos isleños atlánticos.

Mi sensación al final del libro, cuando lo acabé, es la de haber abrazado, o la de haber intentado abrazar, la esencia de un archipiélago cuya visita depara tantas sorpresas como esos horizontes que el mar regala a los canarios. Antes de dejarles a ustedes con lo que vi en La Gomera y en el resto de las islas, yendo y viniendo de un tiempo a otro, deteniéndome en mi memoria sentimental y también en la memoria de los otros, quisiera agradecer a Peter Mayer un encargo cuya importancia sentimental para mí él no tenía por qué vislumbrar; y quisiera agradecer a mi muy querida acompañante, Pilar García Padilla, la mirada con la que prolongó mis propios sentimientos mientras anduve de nuevo por estas geografías en las que Aldecoa buscó el paraíso y yo he reencontrado mi horizonte. Ella, Pilar, además, corrigió lo que escribí, le dio sensatez a la expresión de muchas sensaciones y puso lógica donde antes había extravío o suposiciones. Con permiso de Peter, fue la primera editora de este libro, que va dedicado a Oliver, que es como se llamará el nieto que aún no ha nacido, en estas fechas, enero de 2011, y que aún alberga en su vientre nuestra hija Eva. En cierto modo, para Oliver Juan y para Eva este libro es como si fuera una carta. Una carta que también me ayudaron a escribir, en cierta manera, Yolanda Delgado, con sus inteligentes correcciones, Ulises Ramos, Marian Montesdeoca, Carmelo Rivero y Leoncio González, que me proporcionaron materiales literarios enormemente nutritivos para entender cómo los extranjeros se aproximaron a estas islas.

Al final de estas líneas recuerdo el nombre de la colección, El peregrino en su patria, en la que Ignacio Aldecoa publicó su Cuaderno de godo. Y me doy cuenta de que eso es lo que he sido todo este tiempo recorriendo las islas, un peregrino en mi patria, en busca de un horizonte que nunca es el mismo, que aparece y desaparece como la isla misteriosa, e inexistente, de San Borondón.

VIAJE-5

La comida de la tierra

Juana, la mujer que atiende este comedor de altura, en el monte del Cedro, en Garajonay, le ha servido la misma mezcla de comida, en Semana Santa, a la canciller alemana Angela Merkel. Llamaron a Juana, una gomera de ojos claros y pelo ya grisáceo, desde los servicios de seguridad del Gobierno alemán, aclararon con sus helicópteros la zona, y de pronto apareció allí, con sus botas altas, y con su marido, la mujer que manda más en la Alemania unificada.

Era un día claro de abril; la señora Merkel comió papas con carne (papas dicen en Canarias y en América, y en una parte de Andalucía occidental también; patatas dicen en el español peninsular), también Juana le sirvió almogrote (que es una mezcla muy sabrosa de queso, tomate, ajo y pimiento) y aún tuvo estómago la mandataria alemana para unas cuantas papas arrugadas, que son una especialidad que distingue a la cocina canaria y que se logran (en el mejor de los casos) guisando las papas (o patatas) en un caldero de agua hirviendo con sal gorda.

Cometió una herejía la buena señora en ese almuerzo de tanta altura, y tan canario, o tan gomero: regó los manjares, todos ellos altísimos en sal y probablemente también en calorías, con un zumo de naranja, eso sí, natural. Y por muy natural que fuera, beber zumo de naranja con semejante comida es en las islas un sacrilegio que produce, al menos, estupefacción. Esa comida hay que regarla con vino; de cualquier clase, pero si es vino de la tierra, áspero o suave, mejor; esta tierra, en las cumbres, reclama vino; abajo se puede beber el agua de las cumbres, pero las cumbres canarias están hechas para beber vino.

Así que podía haber bebido vino, que aquí, como en la mayor parte de las islas, es bastante bueno, y natural, y que en siglos pasados tuvo incluso fama literaria, pues William Shakespeare se lo dio a beber a Falstaff. Pero, no, Merkel solo tomó zumo de naranja. Pudo haber bebido vinos de las buenas marcas que han ido surgiendo en las islas, podía haber bebido el vino que tiene Juana: un vino popular que se queda en el gaznate como pidiendo más comida. En medio de la bruma, vino, de cualquier clase. Vino alemán, incluso, pero vino.

Angela Merkel almorzó a unos pasos de donde me encuentro este mediodía de agosto, en pleno verano, cuando en San Sebastián de La Gomera hacía treinta y dos grados bajo un sol tórrido y los gatos y los perros se refugiaban en la sombra escasa de los viejos tejados de esta villa por donde entró Cristóbal Colón a la isla antes de descubrir América, en 1492. Muchos años más tarde, en Cien años de soledad, Gabriel García Márquez vislumbra la isla; la ve entre nubes, las nubes que cubren también el Teide, la montaña mítica de Tenerife. Entre aquel descubrimiento de Colón y las otras ensoñaciones, la isla ha seguido ahí, intacta como una roca parda. Ahora miras, desde que Colón la vio, y la encuentras escarpada y seca, es verano; pero sabes que en cuanto llueva algo este aspecto de sequía que ahora la distingue será otro paisaje, un vergel hecho de barrancos verdes como el color del Garajonay en el que comen los alemanes bebiendo zumo de naranja natural.

Cuando Angela Merkel comía allá arriba, el día estaba claro, el sol entraba por los intersticios que dejan los árboles de este tupido bosque de Garajonay, casi cuatro mil hectáreas de naturaleza pura, el diez por ciento de la superficie insular, y se podía caminar entre los riscos y los riachuelos perennes que adornan los matorrales con un ruido sibilante y adormecedor.

Y era abril, plena primavera. Pero este día de agosto en que Juana pone sobre la mesa los mismos manjares que nutrieron aquel día a la única mujer que (entonces al menos) mandaba en Europa, la temperatura afuera debe ser de cinco grados, llueve a ratos, y a ratos el agua de los riachuelos se vuelve tempestuosa, y los excursionistas que comparten con nosotros este refugio que llaman La Vista se secan con las mismas formalidades con que se entra en una casa. Vienen tiritando de frío y, aunque el calendario marca pleno verano, la naturaleza ha dado un vuelco y aquí estamos en pleno invierno. Los turistas, con sus esclavas veraniegas, buscan aquí un refugio que el vino resuelve en seguida. En casa de Juana. Juana es una mujer robusta y saludable, que no hace distingos entre los visitantes ilustres y los visitantes que solo tienen carnet de identidad: y ese es un rasgo de los campesinos canarios: hay como una actitud democrática ensamblada en su alma civil, así que todo el mundo recibe el mismo trato; es decir, un buen trato, pero nadie se siente ni más ni menos, todo el mundo es igual en el campo, y la lluvia, además, nos moja a todos por igual.

Es su casa, la casa de Juana. Antes de llegar, para cualquiera que nunca se haya adentrado en las profundidades boscosas de Garajonay, la posibilidad de entrar en un sitio así se parece a un sueño después de la pesadilla de la oscuridad o del desierto. Pero ahí está Juana, se abre la puerta como si se llegara a un refugio, y la neblina se disipa, parece que entra uno en un paraíso caliente en el que apetece cualquier cosa que ella ponga sobre la mesa. Ante todo, apetece ese vino raspón que la Merkel no ha querido probar; ella se lo pierde.

Y lo que pone Juana sobre la mesa de madera que lleva aquí décadas soportando los codos de los turistas es la tradición gastronómica de la isla (y de la mayor parte de las islas). Eso que nos pone, papas, almogrote, carne, papas arrugadas, se parece a lo que yo comía en mi casa, una casa humilde del Puerto de la Cruz, en el norte turístico de Tenerife, la isla de enfrente, que es de donde hemos venido a caminar por la isla de los múltiples senderos, la isla que despidió a Colón, que aquí comería, imagino, lo mismo que Angela Merkel.

Mis padres hicieron la casa junto al barranco de San Felipe, por donde en un tiempo, los tiempos de mi infancia, las aguas embravecidas del invierno se llevaban todo, desde las cumbres hasta el mar; yo veía desde la azotea de la casa las cañas, los muebles, hubo alguna vez muertos arrastrados por la torrentera. «¡Corre el barranco!», gritaba la gente, y aquel espectáculo cruel y maravilloso a la vez incitaba a los niños a mirar; yo me crie mirando esas maravillas terribles con que la naturaleza castigaba a los habitantes de las riberas de los barrancos. En esa casa viví, y ahí aprendí a comer de lo que había: papas, sardinas frescas o saladas, carne con papas, huevos fritos, papas fritas, plátanos, gofio..., la comida que ilustró nuestros sabores y nuestros estómagos. Ahora que he entrado en la casa de Juana (mi madre se llamaba Juana también), retorné a los sabores de mi casa; no se lo dije a Juana, no se lo dije a nadie, uno viaja con los sabores que tuvo, y siempre hay un disparo sentimental que te hace regresar a esos gustos, que no son solo olfativos: son los gustos que la vida te reserva para cuando resulte oportuno...

Mi madre nos hacía comer cada día lo que había en su despensa, que era la despensa de una mujer pobre, con pocos recursos, acostumbrada por las hambrunas a hacer cualquier cosa con la escasez. Pero todo sabía de maravilla. Ella guisaba las papas con sal gorda, que mi padre compraba a kilos en los mercados del pueblo; mi madre solo nos ponía carne los domingos, y la combinaba con garbanzas y con pimentón, de modo que el conjunto adquiría esta misma textura entre marrón y roja, como de tierra caliente, que tiene la que ahora sirve Juana, aderezada en este caso, también, con zanahorias y otras verduras de la tierra, que yo no acierto a descifrar. Imagino que aquí hay bubangos, chayotas, algo de cebolla roja, un poco de cilantro; el cilantro es fantástico, le da un sabor especial a las cosas que condimenta, como si en lugar de una hierba fuera la combinación de todas las hierbas, el Atlán­ti­co y el Mediterráneo a la vez combinando los potajes, las carnes, el pescado, las ensaladas... En Garajonay, Juana, la Juana gomera, ha echado de todo; es la costumbre: cuando no había nada, las mujeres echaban de todo en el guiso. Y el guiso crecía desde la nada hasta convertirse en un manjar inolvidable. Tan inolvidable que medio siglo más tarde regresa a mi paladar como si fuera una palabra dicha por mi madre en la infancia más recóndita. La infancia de los sabores.

Pero esa carne que nosotros estamos comiendo un miércoles de agosto, en el invierno impuesto por la climatología peculiar y prehistórica de Garajonay, se comía en casa solo los domingos, ya digo. La economía doméstica de entonces (los años cincuenta de una posguerra civil que en Canarias fue particularmente larga para las familias de recursos débiles) imponía esas dietas, que durante la semana se componía de productos más endebles, pero a nosotros todo eso nos sabía como una exquisitez.

Por ejemplo, mi madre solía comprar pescado salado, que era el más barato y el que se conservaba mejor. Íbamos a las ventas, aún hoy existen, son tiendas de la escasez y la abundancia al mismo tiempo, tienen de lo que hay que tener, pero de todo hay poco; ahí compraba mi madre, o ahí comprábamos lo que mi madre ordenaba... Pero, quizá debo contar qué íbamos comiendo, o qué se iba comiendo en casa para saber por qué Juana nos estaba poniendo tanta comida, y tan sabrosa, este miércoles invernal de agosto.

Mi padre desayunaba muy temprano, tan temprano como le permitía la luz indecisa de la madrugada. Se levantaba solo. Prepararse el desayuno era la única tarea entonces obligatoria para el otro sexo, así que mi padre se preparaba un enorme tazón de café con leche; la leche era de la cabra que había frente a casa, en un montículo que tiene para mí, y lo contaré en seguida, una historia singular.

A la leche mi padre le añadía sal y gofio. ¿Sal? Sí, él no utilizó azúcar jamás, odiaba el azúcar, y de hecho nunca vi que él comiera dulces, ni siquiera le recuerdo trayendo dulces a casa; compraba fruta; cuando las naranjas estaban baratas, compraba cestos enormes de naranjas, que luego mi madre repartía entre los parientes y entre los vecinos; mi padre no tenía medida para las cantidades, y tampoco tenía medida para el dinero: no lo tenía, y cuando lo tuvo lo entregó como si fuera rico... Él era un hombre recio, un campesino, porque además de ser un campesino recio era un hombre sentimental y lunático que no creía en la existencia de la muerte.

Por eso vivió tantos años.

Pero vayamos a su dieta, que era, como él, una dieta peculiar.

Se tomaba ese inmenso tazón de café con la leche de la cabra y le ponía varias cucharadas de gofio, antes de afeitarse delante de un espejo minúsculo en el que se veía la cara por partes, como en las películas del Oeste americano. Iba en silencio hacia el espejo, y a veces le decía cosas al espejo, se dirigía a sí mismo como aquel coronel del relato de Gabriel García Márquez; en realidad, las islas eran como los descampados de García Márquez, o como las fincas ubérrimas de Macondo, y mi padre estaba allí, afeitándose, hablándole al personaje que veía en el espejo, como si le trajera un recado desde los sueños que se le habían interrumpido a las cuatro en punto de la madrugada. No era consciente de que jamás vendría la carta que tendría que salvarle, como el coronel de García Márquez, pero, a diferencia de este, él no esperaba ya ninguna carta. Quizá una carta de Venezuela, pero sabía que a él no le tocaría esa carta que tocó en otras puertas: la carta de la emigración, que resolvió (en parte) la vida de muchas familias canarias en los años de las hambrunas posteriores a la guerra civil española...

A mí me gustaba verle afeitarse. Yo estaba despierto, estudiando bajo la luz de una bombilla solitaria que a él también le servía para verse mejor en el espejo. Y le veía afeitarse por partes, mientras se tomaba el café con leche que ya era un producto sólido con el que se sentía aliviado del ayuno de la corta noche. Leche, gofio, sal. Ese era su saludo a la madrugada, cuando se ponía en marcha en el silencio profundo de la noche. Imagino que en todas las casas habría los mismos rituales: la lucha por la vida empieza despacio, sin ruido, en las madrugadas pegajosas, en torno a los patios oscuros. Había otros espacios, sin duda, pero en un espacio así empecé a saber yo qué era la vida y de qué sonidos estaban hechas las madrugadas junto al barranco mientras cantaban los gallos y se escuchaba, muy suavemente, el sonido del viento contra las hojas de las plataneras.

La leche, digo, era de la cabra, una cabra inquieta que golpeaba el suelo como llamando a los dueños, o como dirigiéndose a un subsuelo de risco y de lava, el suelo del valle de La Orotava, tan generoso que tú lanzabas una semilla sobre aquella tierra y salía un árbol; yo planté un aguacatero: dejé caer la pipa del aguacate en la huerta de plataneras, y allí nació, algo después, un arbolito, que fue árbol y finalmente fue el aguacatero que nos dio aguacates hasta que mi padre lo cortó para tender allí la pista de un garaje... Se acabó la huerta, en cierto modo este fue un símbolo de las cosas que se acababan, una metáfora, por otra parte, de la trayectoria que siguió el modelo productivo de las islas: de la huerta al asfalto...

Pero dejemos eso de momento. Volvamos a la leche de cabra, de la que bebíamos todos... A veces la leche era de las vacas, pues en mi casa hubo toda clase de animales, como en muchas de las casas de los canarios, entonces. Había cabras, cerdos, vacas, gallinas, y había también conejos, gallos, pollitos que corrían delante de mi madre como si hubieran sido víctimas de un incendio, piando; el rumor de aquella granja fue el sonido de mi infancia, antes de que a mi casa llegara la radio y, con ella, el mundo entero. Cuando mi padre llevó la radio a casa mi madre escuchó el sonido y dijo:

—Ahí dentro está el diablo.

Y quiso expulsar la radio, como quien expulsa al diablo; pero luego le gustó el diablo, por decirlo así, y en la quietud de las tardes escuchaba conmigo los seriales, las fantasías que nos hacían creer que el mundo era más grande y no aquella casa al borde del barranco...

Los animales también hacían la siesta; todos los animales, un Arca de Noé completa que mi madre cuidaba como si fueran sus otros hijos... Éramos cuatro hermanos, y los animales, todos los animales que uno pueda pensar; había lagartijas también, pero esas no eran domésticas; las atarjeas estaban llenas de lagartijas que salían a tomar el sol limpio de los mediodías de mi pueblo, el sol que surgía entre nubes insistentes pero al fin domadas por ese sol bravío que ahora sigue siendo refugio de los turistas que, cuando llegan a mi pueblo, piensan que han ido a un puerto de nubes... Como si fuera un destello, el sol surge entre la niebla y ya el Puerto de la Cruz es un solar lleno de luz... En fin, estábamos con los animales. Digo yo que esa costumbre de tener tantos animales en la casa vendría de la época de las hambrunas, que desde la prehistoria occidental de estas islas africanas asolaron, como las más diversas epidemias, estas tierras pardas y disímiles, tan atractivas como defensivas. Si se hubiera producido entonces una guerra, si la isla se hubiera quedado doblemente aislada, en casa habría habido materia prima para subsistir un año, o casi, y además teníamos platanera, y por tanto plátanos, y tomates, y lechugas; la huerta era un tesoro, decía mi madre, y ellos la regaban como quien conserva una joya. Había verdura: bubangos, chayotas; había cebollas. Mi padre estaba por ahí, esperando la carta que no sabía que tuviera que llegar, recolectando pinocha en los montes, para fabricar estiércol, que vendía a los terratenientes, y mi madre estaba allí, al borde del barranco, dándole de comer a los animales para que comiéramos luego nosotros, para que comiéramos potajes, para que bebiéramos leche... Era una economía de subsistencia. Años después, en lo alto del Garajonay gomero, aquellos sabores olorosos de la comida que nos hacían en casa seguían siendo los condimentos de nuestras mesas...

Mi madre era la que ordeñaba la cabra; mi padre prefería la leche de cabra porque, según él, era tan salada como la sal que le ponía a la leche, y tan salada como el gofio. El gofio era como fue siempre el gofio, desde que lo inventaron los antepasados guanches, o los antepasados romanos, o los antepasados fenicios, o los antepasados cartagineses, o los antepasados franceses, o los antepasados genoveses, o los antepasados andaluces, o vascos, etcétera, que de todo eso hay en el origen debatido de las islas Canarias. Los antepasados son todos los antepasados, y vinieron de todas partes: las islas fueron horizontes de paso, el mar es concéntrico en las islas, es Atlántico pero es también cruce de caminos perdidos; hubo piratas a nuestro alrededor (el almirante Nelson quiso piratear Tenerife, aquí lo hirieron, le arrancaron un brazo, pero luego lo cuidaron como los isleños cuidan a la gente; le dieron queso, y él nos dio cerveza) pero también hubo amigos, gente que vino en son de paz a descubrir las islas como un territorio desde el que hacer otros descubrimientos. Es el caso de Cristóbal Colón, el almirante que hizo pie en La Gomera para hacer el mundo más grande, descubriendo América...

El gofio, mi padre poniéndole gofio a la leche de cabra. En este caso el gofio tenía un origen más cercano, casi inmediato. El origen era este: el millo (el maíz, que vino en el viaje que hicieron Colón y los suyos de vuelta de América) se llevaba a los molinos, y en los molinos se trituraba hasta convertirlo en una harina tostada y muy fina que yo probaba mientras salía de las tolvas, como si estuviera probando un helado o cualquier otro manjar cuya exquisitez estuviera también en su finura. Mi madre nos mandaba a la molienda; allí nos juntábamos todos los chicos, veíamos al molinero cubierto de harina de arriba abajo; el sonido sordo del molino, el olor seco del millo tostado, y de pronto de las tolvas salía aquel manjar que podías tomar con leche, con queso, con plátanos, con vino... La materia prima de la vida, el símbolo más corriente de las mesas humildes de los isleños. El «conduto» del que hablaba el filósofo Miguel de Unamuno, que fue desterrado a Fuerteventura en los años veinte del siglo XX y que halló allí, en ese manjar que se parecía a un esqueleto, la metáfora mayor de aquella isla solitaria y, por extensión, del propio espíritu, austero, esencial, de los canarios. El gofio. Pella de gofio, isla en esqueleto.

Pero no debía probarse solo, ni mucho menos solo y en grandes cantidades; el gofio se hizo para mezclarlo con agua, con azúcar, con leche, con plátanos... Los plátanos, que se instalaron en Canarias en una glaciación económica muy precisa, cuando fracasaron otros cultivos, como la cochinilla, son unos frutos que la gente (fuera de Canarias) relaciona con los postres, pero que en Canarias, o por lo menos en mi casa, relacionamos con la comida propiamente dicha: los tomábamos con huevos fritos, con arroz, con gofio... Con gofio: mi madre los amasaba con gofio garujado (es decir, combinado con agua), y con la pelota resultante me esperaba al volver de la escuela. No era ni un postre ni un plato específico ni nada: era la merienda, y durante muchos años yo pensé que merienda significaba plátanos amasados con gofio.

El gofio de la molienda era una de las diversiones de mi casa, y de mi barrio; íbamos los hijos (de todas las familias) a buscar el resultado de la molienda, y bajábamos (o subíamos) a nuestras casas con un cargamento que luego iba a ser esencial en la dieta de la casa, y de las casas. Familias enteras, durante siglos, o al menos durante decenas de decenas de años, han vivido en Canarias pendientes del resultado de la molienda, que ha servido para todo, para combinar con todo.

El gofio ha sido el combinado universal.

Y ha sido una de las curiosas exportaciones canarias. A Cuba, a Argentina, a Venezuela, a Uruguay... Allá adonde ha ido un canario, en las emigraciones sucesivas de los siglos XIX y XX, allá ha ido el gofio, a condimentar la vida propia y la vida de los otros, una especie de tarjeta de identidad racial, campesina, concreta, de los isleños por el mundo.

Hace unos años, en Montevideo, la capital uruguaya fundada por trece familias canarias, un joven descendiente de isleños me ofreció queso al gofio, una variante no tan peculiar de nuestro tan tradicional alimento, y me lo ofreció como un invento naturalmente uruguayo. Lo saqué de su error, pero no me saqué del mío: no debía ser tan canario (o tan prehistórico) el gofio, si nosotros lo habíamos hecho de millo y el millo nos vino de fuera, de la América descubierta por Colón.

Es cierto que antes de ese gofio, los canarios llegaron a alimentarse de las raíces de los helechos, cuya pasta, tras ser triturada, tiene un gusto ancestral a gofio.

Pero esa es otra historia.

Estábamos en el montículo donde pastaba la cabra que ordeñaba mi madre y cuya leche servía para el madrugador desayuno de mi padre; además, el gofio era el alimento que le empujaba a afeitarse y a proseguir un día que entonces, para aquella gente, era aún la continuación de una época oscurecida por la miseria de la posguerra y, en general, por la miseria económica en la que nos había dejado una historia que parecía, también, una tradición: la tradición de la escasez, la costumbre del hambre.

En ese montículo residía la esencia de la economía de supervivencia de la casa; ante la cabra, que era dócil durante la noche, y que balaba como si estuviera bajo tortura desde que la despertaban los gallos, estaba la granja de los animales que aseguraban el porvenir de la casa... Bebíamos la leche de las cabras; la leche de vaca, que era más cara, se vendía; había grandes recipientes metálicos, los hombres venían, los cargaban al hombro, y 

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