Las rosas del sur

Julio Llamazares

Fragmento

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Nota del autor

Hace diez años, en la misma editorial Alfaguara, publiqué un libro titulado Las rosas de piedra del que éste es la continuación. El motivo de haberlo dado en dos entregas fue el largo tiempo de redacción, más de dieciséis años, así como lo voluminoso que habría resultado de haberse editado de una sola vez. En total, los dos volúmenes juntos sobrepasan las mil cien páginas.

A quienes leyeron la primera entrega únicamente me cabe decirles que esta segunda es fiel sucesión de ella, esto es, que participa de su misma concepción y estilo, sólo que referida a las catedrales de la mitad sur de España, habiendo sido aquélla el relato del viaje a las de la mitad norte. Hay que decir que en este de la segunda parte, que arranca en Madrid y termina en la isla de Tenerife, las catedrales son menos pero las distancias, mayores, incluyendo las que separan la península ibérica de los archipiélagos balear y canario. En total, entre los viajes de una parte y otra, calculo haber recorrido más de veinte mil kilómetros, la mayoría de ellos en coche, pero también en barco y avión. La geografía española es muy variopinta, como los españoles sabemos bien.

A quienes abren esta segunda entrega sin haber leído la anterior, debo decirles que no se preocupen, pues los dos libros son autónomos. Es más, los propios viajes que los componen siguen un orden circunstancial que el lector puede alterar a su gusto sin que repercuta en su comprensión del texto. Al fin y al cabo, tanto Las rosas de piedra como Las rosas del sur son un conjunto de viajes independientes que se complementan leídos uno detrás de otro pero que perfectamente podrían por separado.

Por lo demás, las citas de Fulcanelli y de Georges Duby que encabezan Las rosas de piedra valen para éstas del sur y lo mismo cabría decir de las advertencias del preámbulo con el que se abrían aquéllas: que éste es un libro de viajes, no de arte ni de historia, ni mucho menos de espiritualidad. Y que con él no pretendo establecer ninguna teoría ni llegar a ninguna conclusión concreta. Como en todos los libros de viajes que he escrito, lo que en él cuento es lo que vi y me ocurrió, que es lo que han hecho siempre los escritores y los viajeros que escriben y viajan por puro placer.

Madrid, 28 de abril de 2018

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Séptimo viaje
MADRID: TRES MÁS UNA

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1 de mayo en Madrid

Esta vez, el viajero empieza el viaje en su casa. Lo empieza y lo terminará, pues es un viaje a la región en la que vive; una región creada artificialmente tras segregarse Madrid de la histórica a la que pertenecía, la Castilla la Nueva del Quijote, algo que vino determinado, más que por diferencias geográficas, por razones políticas y de sobrepoblación. Y es que Madrid, que fue un pueblo hasta hace nada, tiene ya más habitantes que las dos Castillas juntas.

El viajero va pensando todo esto mientras desciende en el ascensor, cruza el portal, que hoy está vacío, y se acerca, como todas las mañanas, al quiosco de Maxi para comprar el periódico.

Maxi sí está al frente de su negocio.

—¿Tú no haces puente? —le pregunta el viajero, al ver la ciudad desierta.

—Eso es para los ricos —dice Maxi, con su retranca atlética y madrileñista.

—No lo dirás por mí… —le sonríe el viajero, pagándole su periódico.

Con el periódico bajo el brazo, el viajero encara la avenida, que está desierta también, no sólo porque hoy es fiesta, sino porque todavía es muy pronto. Lo cual explica que hasta se oiga a los pájaros cantar, cosa imposible en cualquier otro momento.

Por lo demás, la mañana está limpia y resplandeciente como corresponde al día: 1 de mayo, fiesta de los Trabajadores. Contra el cielo azul de la primavera, la ciudad luce con toda su arquitectura, que aquí, por Chamberí, por donde el viajero va, es uniforme y bastante hermosa. Sin embargo, a medida que desciende en dirección al Madrid antiguo, cuyos tejados rojos se ven al fondo iluminados por el resplandor del sol, la arquitectura cambia, lo mismo que los vecinos. Mientras que por Chamberí los pocos que se veían eran personas mayores, paseantes madrugadores o mujeres que compraban el periódico y el pan, por la calle Hortaleza y por la Gran Vía son jóvenes que todavía siguen de juerga o que vuelven a sus casas con los rostros demacrados y los ojos rojos de no dormir. Ya en la Puerta del Sol, más adelante, donde Madrid tiene su corazón, unos y otros se mezclan con los turistas y con los sindicalistas que ya se agrupan, con sus banderas y distintivos ondeando al viento, en torno al escenario levantado en plena plaza contra el viejo edificio de la Casa de Correos, que hoy es sede del gobierno madrileño. Una pancarta que cubre aquél pregona a los cuatro vientos el eslogan que este año los dirigentes sindicales han elegido para su fiesta: «ES EL MOMENTO DE LA IGUALDAD, EL SALARIO DIGNO Y LA INVERSIÓN PRODUCTIVA». Frente a él, la escultura del oso y el madroño que simboliza la quintaesencia de esta ciudad permanece impasible a cuanto sucede, como las putas de la Montera, que, aunque también son trabajadoras, no pueden hacer fiesta porque tienen que comer.

Calle Mayor abajo, el viajero recorre ahora en sentido inverso el camino seguido por Madrid en su desarrollo urbano, esto es, de poniente hacia levante, desde la plataforma fluvial en la que surgió hasta la Puerta del Sol, que fue su límite mucho tiempo. Las casas que flanquean su calle principal, junto con la plaza Mayor, a un lado, dan testimonio de esa evolución histórica, breve pero muy intensa. Al final ya, el edificio de Capitanía, un antiguo palacio renacentista, aparece engalanado con tapices, no para celebrar la fiesta de los Trabajadores, que a los militares debe de importarles poco, sino la de mañana, que, aparte de ser la de la Comunidad Autónoma de Madrid, este año conmemora el doscientos aniversario del acontecimiento que le dio origen y que no es otro que el levantamiento de los madrileños contra los franceses en la famosa guerra de la Independencia. Al sol de la mañana, los tapices relucen con distinción, al revés que las pancartas de los sindicalistas, más humildes y reivindicativas.

El viajero ha llegado a su destino. Tras el último edificio de la calle —una casa de seis plantas que ocupa hoy el solar de la primitiva iglesia de la Almudena (parte de cuyos cimientos pueden verse en la calleja lateral)—, aparecen la catedral y el Palacio Real, a su derecha. Dos edificios tan imponentes que se bastan por sí solos para cubrir todo el horizonte por este lado de la ciudad.

Al viajero, aunque los ha visto ya numerosas veces, continúan sorprendiéndole, tan grandes son sus volúmenes; especialmente el del palacio, concebido como un signo del poder

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