Chicos de Varsovia

Ana Wajszczuk

Fragmento

—¡Es nuestro!

Domingo 13 de agosto de 1944. Son las seis menos cuarto de una tarde de verano que se ha convertido, de pronto, en una fiesta. El brillo del sol aún hace entrecerrar los ojos de la multitud que se agolpa en esta esquina, donde la calle Kiliński se une con la curva que forma la calle Podwale, en plena Ciudad Vieja, el barrio histórico de Varsovia.

Y Barbara Wajsz­czuk, dieciocho años recién cumplidos, a quien todos conocen como Basia, a la que algunos llaman Baśka, está ahí, en medio de la efervescencia, entre los gritos y aplausos de los que llegan corriendo a esta esquina para festejar y de aquellos que se asoman en los balcones sobre Kiliński; está ahí, entre sus amigos del batallón Gustaw que se llaman unos a otros y se abrazan.

—¡Vengan rápido, el tanque es nuestro!

Todos quieren ver el prodigio, todos transmiten la buena nueva; en este domingo diáfano y caluroso, ellos, los insurgentes del Armia Krajowa —el AK, el ejército polaco que salió por fin de la clandestinidad para asaltar al invasor—, capturaron en Plac Zamkowy —la Plaza del Castillo Real— este blindado alemán un tanto extraño, sin cañón ni ametralladora ni ningún arma adentro, que apenas supera el metro de altura y atraviesa ahora, en desfile triunfal, las calles de la Ciudad Vieja. Alguien hace flamear sobre el vehículo una bandera roja y blanca —los colores de la insignia nacional, que los nazis prohibieron durante estos casi cinco años de ocupación—, que ahora entra en las barricadas polacas, un tanque que Basia nunca ha visto antes y que ahora trata de ver estirando el cuello por encima de las cabezas de sus compañeros.

Es difícil atravesar la marea compacta de gente que se arremolina alrededor de la máquina. La noticia corrió rápido por cuarteles improvisados, por sótanos y postas sanitarias, por puestos de guardia y por las otras barricadas de la Ciudad Vieja, y son decenas de personas las que se agolpan queriendo llegar al tanque, scouts con boinas negras, insurgentes con su brazalete rojo y blanco en el brazo, civiles que se animan por primera vez a salir de los refugios, chicos que se escapan de las manos de sus padres. Todos quieren acercarse, tocar esa armadura fría de metal, treparse por las siete ruedas de tracción a oruga que tiene a cada lado.

—¡Los alemanes no son invencibles! Hitler kaput!

Las madres suben a sus hijos al tanque, los insurgentes les prestan cascos y los niños saludan a la multitud, felices. Conducido por un polaco, el trofeo de guerra es llevado hasta la esquina siguiente, donde el general Tadeusz Komorowski, seudónimo “Bór”, comandante en jefe de la insurrección polaca, instaló sus cuarteles generales un par de días atrás. Una procesión que sigue al cajón de un insurgente muerto se aproxima desde la Plaza del Castillo Real, y algunos deudos no pueden evitar unirse al festejo.

En un gramófono amarrado a un poste suena una marcha insurgente. Basia está feliz, tan feliz como sus amigos de las diferentes compañías del batallón Gustaw, mezclados entre la multitud o asomados a los balcones del cuartel improvisado en un edificio sobre el número 3 de la calle Kiliński; como las enfermeras del batallón ­Wigry que también se acercan desde el hospital de la calle Długa o se asoman desde el primer piso del número 1 de Kiliński; como los scouts que pelean por subirse al tanque, y como los civiles que dejaron de escuchar las noticias de la radio de Londres, desde un aparato apoyado en el alféizar de una ventana, para sumarse al desfile.

Se le hace difícil a Basia —en mangas de camisa y falda, con sus trenzas castañas recogidas en un moño en la nuca— alcanzar a ver el tanque, que se vuelve ahora hacia su barricada, en la esquina de Kiliński y Podwale, la que custodian ellos, los insurgentes del batallón Gustaw. El carro de combate llega al muro de defensa y se detiene. Trepa con dificultad, como un insecto torpe y gigante. Alguien empieza a quitar ladrillos, el blindado supera el escollo y vuelve a arrancar. Desde los balcones, los chicos y chicas de Gustaw son todo silbidos, besos al aire, vivas y aplausos. En el edificio del Ministerio de Justicia en la calle Długa, donde han mudado los cuarteles del Estado Mayor, alguien puso un disco y el chirrido del vinilo adelanta la música que se suma a la algarabía general.

Ahora el tanque encara, sobre Kiliński, hacia Długa, una de las calles más elegantes antes de la guerra, hoy picada por los proyectiles, sus edificios a medio derruir por los bombardeos. Doscientas, trescientas, tal vez cuatrocientas personas acompañan esta procesión exaltada; hace casi dos semanas, exactamente desde las cinco de la tarde del 1º de agosto, cuando los insurgentes del AK salieron a tomar la ciudad apenas armados, que Varsovia resiste. La artillería nazi vuelca todo su poder de fuego —morteros, bombas incendiarias, miles y miles de soldados— sobre la capital. Y este blindado es la promesa real, palpable en el acero de su armadura, de que vencer es posible, y no una de las historias con lenguaje exaltado que cuenta la prensa insurgente para levantar la moral.

Y ahora el tanque está llegando a otra pequeña barricada sobre Kiliński, de apenas un metro de alto, hecha con tierra y losas del pavimento. Algo debe haberse roto porque el conductor se baja de un salto. Es difícil ver, en medio de la multitud, qué sucede, pero al parecer vuelven a colocar, entre varios, una caja de metal que cayó de la parte frontal del blindado.

Basia está a unos cincuenta metros por detrás y cabeceando llega a ver más claramente este tanquecito casi miniatura. Como sea, es un vehículo alemán y ellos lo han capturado. Ha sido un día cálido, inusualmente tranquilo, sin demasiados ataques y sin bajas cercanas. Y ahora, que apenas falta un minuto para las seis de la tarde, la captura de este carro de combate viene a coronar eso: un buen día.

Lo último que ve Basia antes de desmayarse es un destello que la enceguece, como si un rayo cayera frente a su rostro y la prendiera fuego. Lo último que escucha es un ruido sordo, y todo se vuelve oscuridad y silencio, como si se hundiera en un pozo negro, profundo, en el centro de la Tierra.

Entre el humo y el polvo que forman un remolino vuelan vidrios y ladrillos, pedazos de hierro quemados y retorcidos, huesos, botones que saltan de las camisas y se incrustan en cuerpos que no les pertenecen; entre piedras, escombros, metales afilados como picos, restos de carne y extremidades, escudos con el águila polaca grabada, todo lo que es materia y no se ha desintegrado se convierte en proyectil expulsado por una ráfaga de fuego que se come en milésimas de segundo la calle Kiliński.

Cuando recobra la conciencia, Basia está tirada en mitad de la calle y casi desnuda: su falda es un amasijo de trapos. La garganta le quema tanto que no puede emitir sonido. Apenas puede respirar, apenas oye. Todo es negro, y blanco, y rojo oscuro, ella misma está cubierta de sangre y hollín y yeso. Desorientada entre el fuego y el humo, acre, picante, que la envuelve y la quema y se le mete por cada poro, logra entreabrir los ojos. Ya no existe ninguno de los balcones que se asomaban sobre Kiliński, no ve a sus amigas de la compañía Scout

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