Elogio del olvido

David Rieff

Fragmento

cap-1

Agradecimientos

A lo largo de su gestación este libro ha contado ya con más y mejores amigos de los que podría esperar todo escritor, si bien su trayectoria ha sido un poco irregular. En el año 2009 Louise Adler y Elise Berg, del servicio de publicaciones de la Universidad de Melbourne, tuvieron la gentileza de invitarme a escribir un ensayo en contra de la memoria política, que publicaron al cabo de dos años con el título de Contra la memoria. El presente volumen, Elogio del olvido, desarrolla la obra que emprendí entonces, así que les doy las gracias a Louise, Elise y a sus colegas «en nombre» de ambos libros.

En los últimos años he pasado largas temporadas en Irlanda siempre que me ha sido posible. Pero mi hibernofilia apenas me califica como experto en la historia y la política de ese país, y para esas cuestiones he tenido la suerte de beneficiarme de la erudición y la perspicacia de Rosemary Byrne, Kevin O’Rourke, Cormac Ó Gráda, Tom Arnold, Paul Durcan, Denis Staunton y John Banville en Dublín, y de Jim Fahy en Galway. Por supuesto, ellos no son de ningún modo responsables de los usos a los que he sometido su erudición.

Idéntico descargo de responsabilidad se aplica a la «tutoría» sobre historia judía, incluida la obra de Yosef Yerushalmi, que mi viejo y querido amigo Leon Wieseltier ha intentado impartirme, sospecho que él diría que con desigual éxito, a lo largo de varios decenios. También están libres de responsabilidad dos amigos recientes, R. R. Reno, de Nueva York, y fray Bernard Treacy, de Dublín, de quienes he aprendido mucho sobre el punto de vista católico de la relación entre la historia y la memoria, aunque me parezca que sus opiniones difieren en aspectos importantes de interpretación. Ellos serán quienes mejor podrán juzgar si los he comprendido correctamente, aunque, reitero, los errores son solo míos.

Desde la época en que fui alumno de Norman Birnbaum en el Amherst College, casi en lo que ya parece otra era geológica, pues fue hace casi cuarenta años, me he beneficiado de su sabiduría y su amistad. Si más o menos he comprendido a Löwith, Halbwachs, Renan y otros pensadores en los que me he apoyado, se debe tanto a Norman como a mí, incluso aunque, después de tantos años, aún no haya conseguido penetrar la obra de Tönnies.

Y la redacción de este libro me habría derrotado de no ser por la extraordinaria ayuda que me prestaron Megan Campisi durante el tiempo en que me dediqué a investigar, y durante su edición después de terminarlo, Megan y Elisa Matula.

Por último, la existencia misma de Elogio del olvido se la debo a Steve Wasserman, mi editor en Yale University Press, cuyo regalo fue permitirme morder otra vez la manzana de la memoria y el olvido. Steve y yo nos conocemos de toda la vida. Fuimos jóvenes juntos, maduramos juntos y ahora envejecemos juntos. Puesto que no hay cura para eso, no puedo pensar en un mejor amigo con el cual compartir y seguir compartiendo el viaje.

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