El ángel de Budapest

Julio Martín Alarcón

Fragmento

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Contenido

Introducción

Preludio

  1. Calles de Budapest

  2. Va’adat Ezrah Vehatzalah

  3. El precio de la amistad nazi

  4. A merced de los designios del Führer

  5. El castillo de Barbazul

  6. El ojo de Berlín se fija en Hungría

  7. Madrid deja solo a Sanz Briz

  8. Eichmann y el Comité Judío

  9. Los fugados de Auschwitz

10. La destrucción de los judíos de Hungría

11. El protocolo del mal

12. La Solución Final al descubierto

13. Sanz Briz reclama a los judíos de la legación

14. La persecución en Budapest

15. España y los judíos

16. Sefardíes españoles, carecer de patria

SEPTIEMBRE-OCTUBRE

17. Sanz Briz y los judíos

18. El ascenso de la Cruz Flechada

19. Sanz Briz reclama a los sefardíes

20. El hombre que pudo salvar a 300 y no tenía demasiado

21. Las marchas de la muerte

22. La peluquería de la avenida Andrássy

23. Las casas españolas

24. El cónsul Perlasca

25. El nazi más buscado

Epílogo

APÉNDICES

Documento 1

Documento 2

Documento 3

Documento 4

Documento 5

Documento 6

Documento 7

Documento 8

Documento 9

Documento 10

Documento 11

Bibliografía

Agradecimientos

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Introducción

En los primeros meses que empleé en la documentación de la historia de Ángel Sanz Briz, me encontré con estas palabras de su entonces viuda Adela Quijano: «Su sentido de lo humano y lo humanitario era el de una persona normal: por eso no comprendió jamás esa demencia colectiva de los nazis.» Se quedaron en un cajón de mi memoria y proseguí con otros menesteres: cómo, cuándo, quiénes... No volví a ellas hasta mucho después. Adela las pronunció para un artículo en 1994, cuando los periódicos empezaban a descubrir a Sanz Briz. Lo que me llamaba la atención de esa frase, fruto de lo cual se fijó en mis ideas, eran dos palabras: «normal» y «colectiva». Adela quería decir que el estado natural de una persona era incompatible con la repugnante actuación de los nazis y sus seguidores. Pero no pude dejar de advertir esa ironía, debido a la acepción de «normal» que indica, precisamente, lo que sirve como norma, como regla, como modelo. Y la norma en Hungría fue, claro está, la «demencia», que por algo fue «colectiva»: el asesinato masivo no fue obra de un loco aislado, ni de unos pocos: sino de un conjunto de decretos, ordenanzas y leyes que ejecutaron las fuerzas del orden. En ese contexto, Sanz Briz, no siguió la norma, sino que actuó de forma extraordinaria: protegiendo y salvando a miles de judíos condenados a sufrir la degradación y exterminio por parte de los nazis. Es la razón por la que nos zambullimos en su historia. Y sin embargo, entre su colectivo, el de los diplomáticos de los países neutrales, la regla estuvo clara: una oposición activa a la tortura y asesinato masivo promovido y ejecutado por los poderes del Estado. Solo así es posible entender los acontecimientos de Hungría en 1944: el país en donde más rápidamente se llevó a la práctica la Solución Final: medio millón de personas exterminadas en menos de un mes, y a su vez en el que más judíos fueron protegidos y salvados de los nazis en toda la guerra: algo más de 30.000. Sanz Briz actuó junto a otros, ejerciendo el liderazgo por los poderes que le otorgaba su cargo: representar los intereses de España en el extranjero. Sebastián Romero de Radigales, el cónsul español en Atenas en 1943, había advertido ya a sus superiores del «profundo descrédito en el que está cayendo España y los españoles ante su actitud frente al problema judío», cuando el gobierno declinó repatriar a los sefardíes de Salónica. Ángel Sanz Briz enmendó en parte la imagen del país en el exterior, que hasta entonces se había nutrido de los saludos con el brazo en alto y la parafernalia filonazi del régimen franquista. Inevitablemente, hay dos vertientes en esta historia: la del coraje personal de Sanz Briz, extendiendo sus acciones humanitarias mucho más allá de sus atribuciones, y la del funcionario, el hombre de Estado que cumplió con su trabajo. En la declaración de Adela a la prensa yo le había cortado el principio intencionadamente: «Ángel era un hombre muy concienzudo: un diplomático de los pies a la cabeza.» A mí me emociona el Sanz Briz que cumple su deber con la discreción y altura que requiere lidiar con las autoridades de otro país casi más que el hombre que acogió en su casa a unos sesenta judíos perseguidos, al margen totalmente de su cargo, y poniendo en riesgo su vida. Sanz Briz era joven cuando recayó en él la gran responsabilidad de estar al cargo, no solo de sus propios actos sino de los de todos los de su personal. No actuó solo, sino coordinado con las otras misiones extranjeras y la Cruz Roja, y con la ayuda de sus empleados y colaboradores: el abogado Zoltán Farkas, la secretaria Madame Tourneé y su hijo Gaston y el italiano apadrinado por el propio Sanz Briz, Giorgio Perlasca. Con ellos vivió seis intensos meses en los que lucharon contra la maquinaria más eficiente del mal que haya conocido la historia. Los límites del diplomático partían de Madrid: sin su autorización jamás habría podido desplegar sus acciones. Durante todo el verano de 1944, Sanz Briz, que ya estaba al frente de la legación tras la marcha del embajador Miguel Ángel Muguiro, solo pudo informar de las atrocidades y asistir a las reuniones que organizaron los países neutrales bajo la batuta del enviado del papa, el nuncio apostólico monseñor Angelo Rotta. Con ellos llegó a firmar notas de protesta ante el gobierno húngaro para que se detuvieran las deportaciones a Auschwitz. Al menos en una ocasión lo hizo sin conocimiento de su gobierno, que le reprobó por ello. Sin embargo, cuando el Ministerio de Asuntos Exteriores decidió actuar en Budapest por las presiones de las organizaciones internacionales judías, Sanz Briz obtuvo la autorización para salvar al máximo número de judíos. Así comenzó la labor más decisiva del diplomático, que actuó de acuerdo con su gobierno pero con sus propias ideas. Tras arduas negociaciones con las autoridades húngaras del partido nazi Cruz Flechada consiguió el permiso para proteger, primero, a 100 judíos y después a 300. Era el cupo para pasaportes que se le concedió. Sanz Briz los convirtió en 358 pasaportes provisionales, 45 ordinarios y 1.892 cartas de protección, expedidas con su firma y el sello del gobierno de España, que protegieron de la persecución, la deportación, las marchas de la muerte y las matanzas a orilla del Danubio y en las calles a todos ellos. Antes de eso ejerció su cometido informando y participando de la vida política del país en el que desde el 19 de marzo de 1944 los nazis imponían su voluntad al regente del reino de Hungría, Miklós Ho

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