Coloso

Niall Ferguson

Fragmento

Contenido

índice

Cubierta

Portadilla

Agradecimientos

Prefacio

Introducción

Primera parte. AUGE

1. Los límites del imperio americano

2. El antiimperialismo imperial

3. La civilización de los choques

4. Espléndido multilateralismo

Segunda parte. ¿CAÍDA?

5. El argumento a favor de un imperio liberal

6. O repliegue o hipocresía organizada

7. Europa entre Bruselas y Bizancio

8. La puerta que se cierra

Conclusión: Mirando hacia casa

Apéndice estadístico

Notas

Bibliografía

Créditos

Dedicatoria

Para John y Diana Herzog

Dedicatoria

La vieja Europa tendrá que apoyarse en nuestros hombros, y renguear a nuestro paso, con las trabas monacales de reyes y sacerdotes, como pueda. Qué coloso seremos.

THOMAS JEFFERSON, 1816

… para mí mi fuerza es mi ruina,

y ha mostrado ser la fuente de todas mis miserias,

tantas y tan grandes, que cada una de por sí

necesitaría una vida para lamentarla, pero, sobre todo,

¡oh, pérdida de la vista, de ti me quejo más!

Ciego entre los enemigos, ¡oh, es peor que las cadenas,

el calabozo, o la miseria o la edad decrépita!

MILTON, Sansón agonista

Agradecimientos

Agradecimientos

Este libro no habría sido escrito si yo no hubiera ido a vivir a Estados Unidos en enero de 2003. Es el primer fruto de la que ha acabado por ser una revitalizadora migración transatlántica. Llegué a Nueva York con una hipótesis sobre el «imperio americano» en el equipaje. Trabajar en la metrópoli mundial me ha obligado a hacer algo más que deshacer ese equipaje. El resultado es una síntesis no solo de las obras publicadas e inéditas citadas en la bibliografía, sino también de innumerables conversaciones sobre el tema del poder de Estados Unidos en el pasado, el presente y el futuro. Por supuesto, el pasado es el territorio propio del historiador. Sin embargo, lo que tengo que decir sobre los acontecimientos recientes y los posibles futuros espero que se beneficie de estar incluido en lo que en principio es una obra de historia. Mi propósito principal es simplemente alentar a los estadounidenses a relacionar la situación actual de su país con las experiencias de los imperios del pasado. No escribo como un quejumbroso crítico de Estados Unidos, sino como un rendido admirador que desea que triunfe en sus empresas imperiales y teme las consecuencias de que fracase.

Más que en cualquiera de mis libros anteriores, este es el resultado del intercambio con personas e instituciones así como de la lectura de textos publicados e inéditos. Mi deuda más grande y principal es con New York University, y en particular con la Escuela de Negocios Leornard N. Stern. Cuando el entonces decano, George Daly, sugirió que me podría gustar viajar y enseñar en NYU, al comienzo me pareció una idea fantástica, y luego resultó ser una idea fantásticamente buena. Estoy muy agradecido no solo a él sino también a su sucesor, Tom Cooley, así como a todo el profesorado y el personal administrativo de Stern. Tengo una deuda especial con Dick Sylla, cuya amistad y compañerismo intelectual fueron los argumentos más fuertes para trasladarme a la calle Cuarta Oeste, y a Luis Cabral, su sucesor como decano del Departamento de Economía. Mencionar nombres cuando toda una institución ha sido tan receptiva suele ser una muestra de ingratitud, pero algunos de mis colegas en Stern y en NYU merecen un agradecimiento especial, porque me brindaron sus comentarios a trabajos de seminario y otros textos que finalmente se transformaron en capítulos de este libro. Por tanto doy gracias a David Backus, Tom Bender, Adam Brandenburger, Bill Easterly, Nicholas Economides, Shepard Forman, Tony Judt, Fabrizio Perri, Tom Sargent, Bill Silber, George Smith, Larry White y Bernard Yeung. Gracias por su apoyo administrativo y secretarial a Kathleen Collins, Melissa Felci y Janine Lanzisera (en Nueva York), Katia Pisvin (en Oxford) y Maria Sanchez (en Stanford).

Después de casi quince años de ofrecer tutoría a los estudiantes de licenciatura y supervisiones individuales en Oxford y Cambridge, me enfrenté con preocupación al desafío de enseñar a numerosos estudiantes en las clases de doctorado en Estados Unidos. Fue un alivio descubrir que la experiencia no era meramente inocua sino placentera. Sergio Fonseca y Gopal Tampi realizaron un trabajo excelente como mis asistentes en Stern. Pero con estudiantes tan excelentes mis tareas no eran nada pesadas. Me gustaría dar las gracias a los que asistieron a mis clases; aprendí de ellos tanto como ellos aprendieron de mí. Es este el lugar apropiado también para expresar mi gratitud al presidente John Sexton, un pedagogo verdaderamente carismático.

Algo que he llegado a comprender sobre las instituciones académicas estadounidenses es que deben mucho de su vitalidad a la continua participación de ex alumnos en sus asuntos. Dos en particular me brindaron un apoyo y amistad generosos durante mi estadía en Nueva York: William Berkley y John Herzog. A ellos y a sus esposas, Marjorie y Diana, les estaré siempre agradecido. Fueron John y Diana quienes fundaron la cátedra de historia financiera de la que fui el primer titular. A ellos dedico este libro.

Doy gracias también a muchas personas que me hicieron sentir bienvenido en mi condición de nuevo en Nueva York; en particular, Martha Bayona, Mike Campisi, Jimmy Casella, Cesar Co

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