Civilización

Niall Ferguson

Fragmento

Prefacio a la edición del Reino Unido

Prefacio a la edición del Reino Unido

Intento recordar ahora dónde y cuándo me di cuenta. ¿Fue durante mi primer paseo a lo largo del Bund de Shanghai en 2005? ¿Fue entre el polvo y el esmog de Chongqing, mientras escuchaba a un funcionario del Partido Comunista local describir un inmenso montón de escombros como el futuro centro financiero del sudoeste de China? Eso ocurrió en 2008, y de algún modo me impresionó más que toda la sincronizada parafernalia de la ceremonia de apertura olímpica de Pekín. ¿O fue en el Carnegie Hall en 2009, mientras permanecía sentado hipnotizado por la música de Angel Lam, un joven compositor chino de deslumbrante talento que personifica la orientalización de la música clásica? Pienso que quizá fue solo entonces cuando realmente comprendí qué era lo que definía a la primera década del siglo XXI, justo cuando esta tocaba a su fin: el hecho de que estamos viviendo el final de quinientos años de supremacía occidental.

Tengo la creciente impresión de que la materia principal que se aborda en este libro es la cuestión más interesante que puede plantear un historiador de la era moderna. Simplemente: ¿por qué, más o menos a partir de 1500, unos pequeños regímenes del extremo occidental de la masa continental eurasiática pasaron a dominar el resto del mundo, incluidas las sociedades, más populosas y en muchos aspectos más sofisticadas, de Eurasia oriental? Y para mí, la cuestión subsiguiente es esta: si podemos dar con una buena explicación de la supremacía de Occidente en el pasado, ¿podremos ofrecer entonces un pronóstico para su futuro? ¿Es este realmente el fin del mundo de Occidente y el advenimiento de una nueva época oriental? En otras palabras: ¿estamos presenciando la decadencia de una edad en la que la mayor parte de la humanidad ha estado más o menos subordinada a la civilización surgida en Europa occidental tras el Renacimiento y la Reforma; la civilización que, impulsada por la revolución científica y la Ilustración, se expandió a través del Atlántico y llegó hasta las Antípodas, alcanzando finalmente su apogeo durante los años de la revolución, la industria y el imperio?

El mero hecho de que desee plantear tales cuestiones ya dice algo sobre la primera década del siglo XXI. Nacido y criado en Escocia, educado en la Academia de Glasgow y la Universidad de Oxford, desde los veinte años hasta los cuarenta di por supuesto que mi carrera académica transcurriría en Oxford o en Cambridge. Primero empecé a pensar en trasladarme a Estados Unidos porque un eminente benefactor de la Escuela de Negocios Stern de la Universidad de NuevaYork, el veterano de Wall Street Henry Kaufman, me había preguntado por qué alguien interesado en la historia del dinero y el poder no iba al lugar donde el dinero y el poder residían realmente. ¿Y qué lugar podía ser ese sino el centro de Manhattan? En los albores del nuevo milenio, la Bolsa de Nueva York era evidentemente el eje de una inmensa red económica global que era estadounidense en su diseño y también en gran medida estadounidense en su propiedad. La burbuja de las «punto com» se desinflaba, es cierto, y una pequeña y desagradable recesión hacía que los demócratas perdieran la Casa Blanca justo cuando su promesa de pagar la deuda nacional empezaba a parecer casi plausible. Pero solo ocho meses después de acceder a la presidencia, George W. Bush se vio enfrentado a un acontecimiento que subrayó enérgicamente la posición central de Manhattan en el mundo dominado por Occidente. La destrucción del World Trade Center a manos de terroristas de al-Qaeda venía a rendir a Nueva York un atroz homenaje: este era el objetivo número uno para cualquiera que quisiera desafiar en serio el predominio occidental.

Los acontecimientos posteriores se mostraron ebrios de arrogancia. Los talibanes derrocados en Afganistán, un «eje del mal» considerado maduro para un «cambio de régimen», Sadam Hussein expulsado del poder en Irak… El «texano tóxico» arrasaba en los sondeos, encaminándose a la reelección. La economía estadounidense se recuperaba gracias a los recortes fiscales. La «Vieja Europa» —por no mencionar a la Norteamérica progresista— estaba que echaba humo, presa de impotencia. Fascinado, me encontré leyendo y escribiendo cada vez más sobre imperios, en particular sobre las lecciones que Estados Unidos podía aprender de Gran Bretaña; el resultado fue El imperio británico. Cómo Gran Bretaña forjó el orden mundial (2003). En la medida en que reflexionaba sobre el auge, el reinado y la probable caída del imperio americano, se me hizo cada vez más evidente que en el corazón del poder estadounidense había tres déficit fatales: un déficit de mano de obra (no había suficientes soldados en campaña en Afganistán y en Irak), un déficit de atención (no había suficiente entusiasmo público de cara a una ocupación a largo plazo de los países conquistados), y, sobre todo, un déficit financiero (no había suficientes ahorros en relación a la inversión y no había suficientes impuestos en relación al gasto público).

En Coloso. Auge y decadencia del imperio americano (2004), advertía de que Estados Unidos había pasado a depender imperceptiblemente del capital asiático-oriental para financiar sus desequilibradas cuentas corrientes y fiscales. La decadencia y caída del solapado imperio de América podría deberse, pues, no a que hubiera terroristas a sus puertas, ni a los regímenes canallas que los patrocinaban, sino a una crisis financiera declarada en el propio corazón del imperio. Cuando, a finales de 2006, Moritz Schularick y yo acuñamos el término «Chimérica» para describir lo que nosotros veíamos como la relación peligrosamente insostenible —de ahí el juego de palabras con «quimera»— entre la cicatera China y la despilfarradora Norteamérica (léase Estados Unidos), de hecho habíamos identificado una de las claves de la inminente crisis financiera global. Y ello porque, si el consumidor estadounidense no hubiera dispuesto tanto de mano de obra barata china como de capital barato chino, la burbuja de los años 2002-2007 no habría llegado a ser tan mayúscula.

El espejismo de la «hiperpotencia» estadounidense se rompió, no una, sino dos veces durante la presidencia de George W. Bush. Su némesis llegó primero en las callejuelas de Ciudad Sadr y en los campos de Helmand, que revelaron no solo los límites del poderío militar estadounidense, sino también, y lo que es más importante, la ingenuidad de las visiones neoconservadoras acerca de una oleada democrática en el denominado «Gran Oriente Próximo». Y golpeó por segunda vez cuando la crisis de las hipotecas subprime de 2007 desembocó en el colapso crediticio de 2008 y, finalmente, en la «gran recesión» de 2009. Tras la bancarrota de Lehman Brothers, las falsas verdades del «Consenso de Washington» y la «Gran Moderación» —el equivalente al «Fin de la Historia» para los gobernadores de los bancos centrales— quedaron relegadas al olvido. Durante un tiempo pareció espantosamente posible una segunda Gran Depresión. ¿Qué había fallado? Por mi parte, en una seri

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