Los olvidados

Tim Tzouliadis

Fragmento

1

Los Joad de Rusia

Hay mucho que decir sobre la Rusia soviética. Es un mundo nuevo que explorar, los estadounidenses no saben casi nada de él. Pero la historia se filtra e incita al heroísmo. Mientras la bandera roja ondee sobre el Kremlin, hay esperanza en el mundo. Hay algo en el aire de la Rusia soviética que ya palpitaba en el aire de la Atenas de Pericles, la Inglaterra de Shakespeare, la Francia de Danton, la América de Walt Whitman... Este es el primer hombre aprendiendo a pensar con sufrimiento y alegría. ¿En qué otro sitio del mundo hay esperanza?

New Masses, noviembre de 1926

Su historia comienza con una fotografía de un equipo de béisbol. El año es 1934 y la foto es en blanco y negro. Dos hileras de hombres jóvenes posan para la cámara: una de pie y la otra agachada, con los brazos sobre los hombros de los demás. Tienen poco más o poco menos de veinte años, sanos a más no poder. Parecen ser amiguísimos. Conocemos muchos, si no todos sus nombres: Arnold Preedin, Arthur Abolin, Eugene Peterson, Leo Feinstein, Victor Herman, Leo Herman, Benny Grondon... los nombres en sí tienen poca importancia, ya que no se trata de celebridades, ni de hijos o nietos de famosos. Proceden de familias trabajadoras normales de todo Estados Unidos: Detroit, Boston, Nueva York, San Francisco y el Medio Oeste. Esperando al sol, su aspecto es como el de cualquier otro equipo de béisbol, excepto, tal vez, por las letras rusas en sus uniformes.1

A primera vista, parecen un solo equipo, pero en realidad son dos. En esta ocasión, podemos saber por sus uniformes que el Club de Trabajadores Extranjeros de Moscú juega contra el Club de Trabajadores del Automóvil de la vecina ciudad de Gorki. Pero puede que estos detalles carezcan de importancia, ya que muchos de los jugadores de béisbol estadounidenses de la fotografía pronto estarán muertos. No morirán en un accidente de tren o de avión. Serán testigos y víctimas de la más prolongada campaña de terrorismo de Estado de la historia moderna.

Los pocos jugadores que sobrevivan serán extraordinariamente afortunados. Pero habrán estado tan cerca de la muerte y soportado situaciones tan terribles que también ellos, en ocasiones, puede que deseen haber perdido la vida con el resto de su equipo. Pero en aquel momento, cuando el obturador de la cámara chasquea en el cálido aire de verano del parque Gorki, ninguno de los jugadores norteamericanos tiene idea de lo que les espera. Su sonrisa no revela ni la menor sospecha.

Fue la emigración menos publicitada de la historia norteamericana. Y tal vez no deba extrañarnos, ya que en una nación de inmigrantes nadie se preocupa de recordar a los que dejaron atrás el sueño: aquellos exiliados olvidados que permanecieron de pie con sus familias en las cubiertas de madera de barcos de pasajeros viendo cómo la estatua de la Libertad se perdía en la distancia mientras ellos dejaban Nueva York rumbo a Leningrado. Una muestra representativa de la sociedad estadounidense, procedente de todos los sectores de la vida: profesores, ingenieros, obreros de fábrica, maestros, artistas, médicos e incluso granjeros, todos mezclados en los barcos de pasajeros. Se marcharon para participar en el Plan Quinquenal de la Rusia soviética, atraídos por la posibilidad de encontrar trabajo en plena Gran Depresión. Ingenieros cualificados, con trabajos bien pagados, se apretaban junto a obreros en paro que buscaban empleo en las fábricas soviéticas y compañeros de viaje soñadores cuyo equipaje estaba lleno a reventar de los gruesos tomos de Marx, Engels y Lenin. En sus filas había comunistas, sindicalistas y radicales varios de la escuela de John Reed, pero la mayoría de ellos eran ciudadanos normales, a los que no les interesaba demasiado la política. Lo que les unía era la esperanza que impulsa a todos los emigrantes: la búsqueda de una vida mejor para sus hijos y para ellos mismos. Con la ilusión de la partida, ningún ojo perspicaz se esforzó por prever la crónica de violencia que les aguardaba en Rusia, mientras las hélices de bronce y acero funcionaban sin descanso a través del agua gris-verdosa del océano, rumbo a Europa.

A principios de los años treinta, debió de parecer que Estados Unidos, atrapado en las garras de la Gran Depresión, no podría o no querría cumplir su parte del contrato social. Había más gente sin trabajo allí, tanto en cifras absolutas como en proporción, que en ninguna otra nación del mundo. Trece millones de parados representaban una cuarta parte de la población laboral en una época en que, en la mayoría de las familias, solo los hombres tenían empleos. Ahora, aquellos millones hacían cola para el pan y en los comedores de caridad, esperando su próxima comida. Un ejército de vagabundos desharrapados se había echado a las carreteras y a las vías férreas del continente, en busca de trabajo. La mitad del país estaba en movimiento, y no solo personas como Tom Joad, camino de California en sus Ford modelo A. Para aquella gente, los nuevos desposeídos de la Gran Depresión, el abyecto fracaso del capitalismo no era tanto una proposición radical como la evidencia directa de sus sentidos. Lo veían y lo olían se volvieran a donde se volvieran.

El New York Times publicó un reportaje sobre la nueva ciudad que había surgido junto a Wall Street como rival simbólica del centro financiero de Occidente: «Las hogueras brillaban anoche en las junglas del Lado Oeste. La jungla, limitada por las calles Spring, West, Clarkson y Washington, parece, con sus montones de ladrillos y su desolación, una aldea bombardeada de Francia ... Chimeneas destartaladas se alzan de agujeros en el suelo, donde los desempleados se han metido para pasar el invierno. Chabolas hechas con cajas de embalaje, latas viejas, sucios bloques de cemento, vigas, papel alquitranado, se alzan sobre algunos de los montones de ladrillos; hay otras en los huecos entre los ladrillos».2 Aquellos nuevos poblados chabolistas, construidos con hierro ondulado y ladrillos de derribo, habían surgido de pronto en todas las ciudades importantes de Estados Unidos, y a muchos les parecían un aviso de la división de una civilización en paisajes alternativos; como si las visiones antagónicas de la penuria y la abundancia se estuvieran proyectando una sobre la otra, y las figuras en primer plano ya no estaban seguras de dónde encajaban sus vidas y adónde se dirigían. Casi de la noche a la mañana, los pantalones elegantes y las polainas habían sido sustituidos por dril gastado y un aspecto resentido, mientras las masas de desempleados intentaban mantenerse con vida limpiando zapatos o vendiendo manzanas a cinco centavos, compitiendo con los otros muchos que habían tenido la misma idea. En las aceras de las ciudades de Estados Unidos, los veteranos de la Gran Guerra vendían sus medallas al valor, ganadas en los campos de batalla de Francia y Bélgica. El precio normal era un dólar y medio.

En los cines, los noticiarios presentaban frailes franciscanos dando limosnas de cinco centavos a los sin techo para que buscaran una ca

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